El Hotel W desde la Nova Icària.

Un cuento en la Nova Icària

Icària había sido un antiguo barrio obrero situado en el camino que unía la ciudad con el cementerio del Poblenou. El barrio entró en decadencia y terminó absorbido por el plan urbanístico de la Vil·la Olímpica. Icària, que es el nombre de una isla griega, fue también el lugar idílico que Etienne Cabet, un filósofo y socialista utópico francés, empleó para contextualizar la novela Voyage en Icarie, que más que una novela es un manifiesto larguísimo de denuncia social. Y que a pesar de publicarse por primera vez en 1840 es desconcertantemente actual.

He vuelto a Barcelona casi diez años más tarde y con un amigo hemos alquilado un ático en Gràcia, junto a la Travessera de Dalt. Antes de ayer, bajando Torrent de les Flors, a pocos metros de la esquina con mi calle, encontré una persona que salía de un portal. A esta persona la voy a llamar Q. Con Q habíamos vivido una primavera y parte de un verano en un pueblo de Osona, en una casa retirada en las afueras. La otra parte del verano la vivimos en Roma. En plena canícula. Las horas de sol más intensas las pasábamos encerrados en una habitación que espero ser capaz de evocar siempre, y por la tarde, paseábamos por uno de los entramados de calles más placenteras del planeta.

El encuentro con Q me sorprendió. Hacía más de un año que prácticamente no nos habíamos dicho nada. Y quedé aturdido cuando me confirmó lo que más deseaba en ese momento: Q vivía en el primero primera del portal donde había tenido lugar el encuentro. Que de repente el azar nos hiciera vecinos me hizo sentir supeditado a la voluntad de dioses caprichosos. Quizás era una señal. Quizás se trataba de recuperar la relación que habíamos dejado atrás y que, durante este periodo de distanciamiento, había añorado en varias ocasiones. La conversación fue corta. Ambos teníamos prisa. Nos abrazamos y, antes de despedirnos, me invitó a su cumpleaños. Tendría lugar al cabo de dos días, el viernes, a partir de las siete de la tarde en la playa de la Nova Icària. La comida iba a cuenta de los asistentes.

El viernes a mediodía, al salir de la oficina, pasé a comprar los ingredientes para preparar un hummus. Mientras vivimos juntos a menudo desafiamos nuestra capacidad culinaria, y uno de los platos más disputados era el hummus. Esta vez lo preparé siguiendo su fórmula porque, así, de paso, reconocía lo que nunca había aceptado: su hummus siempre fue mejor que el mío. Lo preparé a conciencia. Tanto a conciencia que puse en él las expectativas de un segundo origen en nuestra relación. El viernes, cuando pasaban pocos minutos de las siete, con la bici atravesé media Barcelona.

Icària había sido un antiguo barrio obrero situado en el camino que unía la ciudad con el cementerio del Poblenou. El barrio entró en decadencia y terminó absorbido por el plan urbanístico de la Vil·la Olímpica. Icària, que es el nombre de una isla griega, fue también el lugar idílico que Etienne Cabet, un filósofo y socialista utópico francés, empleó para contextualizar la novela Voyage en Icarie, que más que una novela la es un manifiesto larguísimo de denuncia social. Y que a pesar de publicarse por primera vez en 1840 es desconcertantemente actual. La novela también incorpora conceptos de autoayuda. En este caso, sin embargo, conceptos pasados de moda, a pesar de ser, probablemente, más válidos que mucha literatura contemporánea al respecto.

Pero Cabet, que además de filósofo tenía madera de líder de masas, no tuvo suficiente con plasmar la comunidad ideal en un libro, y siete años más tarde, en 1847, lanzó una llamada a construir una Icaria real… en Tejas. Un numeroso grupo de expedicionarios le siguieron, entre los cuales algunos catalanes encabezados por el médico barcelonés Joan Rovira. Pero las expectativas se frustraron cuando la promesa de una gran extensión de terreno junto al Red River resultó ser un terreno inhóspito a cuatrocientas millas de dicho río. La proeza terminó con varias escisiones y una vida marcada por la penuria económica de buena parte de los aventureros.

Un pescador en la playa de Barcelona tejiendo redes en 1923. © Jaume Biosca i Juvé – Arxiu del Centre Excursionista de Catalunya

Mientras tanto, el mismo 1847, unos cuantos barceloneses se organizaron en comunidad y se establecieron en la parte baja del Poblenou, concretamente en la plaza conocida como de los pescadores (Plaça de Prim). Esta comunidad de seguidores del pensador francés se autodenominaron Icària. Los postulados icarianos abogaban por una sociedad igualitaria, pacífica y partidaria del proceso social y económico. Confiaban en el potencial revolucionario de la fe humana y en los avances de la industria moderna. La vocación de la comunidad icariana en Barcelona velaba por hacer desaparecer las desigualdades y frenar el entonces incipiente capitalismo. Algunos seguidores ilustres del movimiento, aparte de Rovira, fueron Narcís Monturiol, quien incluso había financiado el semanario La Fraternidad para difundir las ideas, Abdó Terrades, Josep Anselm Clavé o Ildefons Cerdà. En recuerdo a este movimiento, en el Parc de la Nova Icària, también conocido como el parque de los puentes, hay un lago que tiene la forma de la isla griega.

Plaza en la isla griega de Icària. © Marc Pecquet

Una vez llegado al Passeig Marítim aparco la bicicleta y me dispongo a caminar por la arena. En la playa hay diversos grupos. Parecen tribus. Cada una en su mundo, con sus rituales, sus conversaciones, sus risas. La brisa es la justa para hacer pasar el calor sin olvidar el verano. Contemplo la belleza de los cuerpos, brillantes por una pincelada de mar. Localizo la pandilla con la que me he citado cuando me parece reconocer una amiga de Q. Digo hola y me presento al resto. Diría que aún no estamos todos. Saco la fiambrera con el hummus de la bolsa y unas bebidas y lo dejo todo sobre la tela que hace función de mantel de picnic. Poco a poco van llegando los demás. No conozco a nadie. Me siento extraño. El mantel se empieza a llenar de más fiambreras con hummus. Alguien comenta que Q es una de las personas que juega a voleibol a unos metros de distancia. Y sí, pronto reconozco a Q y me invade la misma sensación que, dos días atrás, había sentido en el portal de Torrent de les Flors.

Hace poco más de un siglo, muy cerca de donde nos encontramos, Barcelona empezaba a entrar de puntillas al mar. Un factor aún extraño, el de los baños, que iría ganando popularidad y acabaría desplegando un buen número de negocios. Algunos, como es el caso de los baños Sant Sebastià, incluso incorporarán restaurante y casino. Más adelante, la recurrente afluencia del público en la playa hizo que algunos pescadores ofrecieran menús de fin de semana en desoladoras barracas y mesas dispuestas en la misma arena de la playa. Los platos, caseros, económicos y a base de pescado, pronto se convirtieron en tradición y los chiringuitos marítimos ganaron notoriedad. El contraste de aquellos tiempos magros y la actual Barcelona a lo largo del Passeig Marítim es tan marcado que encoge el alma.

Primeros bañistas de Barcelona en julio de 1918. © Ignasi Canals i Tarrats – Arxiu del Centre Excursionista de Catalunya

Se acaba el partido de voleibol y Q se acerca a los comensales. Saluda algunos, se excusa y dice que ya viene, que quiere sacarse la arena pegada. Observo como entra en el agua y se zambulle. Y como sale de ella y cómo, con las dos manos, se escurre el cabello. No puedo evitar recordarnos en un pedazo de paraíso cerca de Portlligat. Ahora sí, se acerca, sonriente, y saluda uno por uno. A mí me da las gracias. Algunos ya han comenzado con el festín. Procuro relacionarme pero lo hago torpemente porque estoy demasiado pendiente de Q y del hummus. Y finalmente llega el momento. Toma un corte de zanahoria en juliana y la moja en mi fiambrera. Se la pone en la boca. La saborea, y entonces aparece alguien especial. Especial para Q.

Q, la persona que me insistía para que saliera a ver la luna llena y yo le decía que no, que tenía que escribir. Y por qué no vamos a dar un paseo por el camino de atrás, me pedía. Y yo le decía que no podía, que tenía que terminar un presupuesto. Y has visto qué cielo de tormenta? Me decía. Y le respondía que sí, pero que estaba preparando una reunión…

Q y la persona especial para Q se besan. Aún se debe sentir el gusto preparado a conciencia, me digo. Decido irme discretamente. En un ángulo donde se han depositado algunos regalos dejo el mío. Y pienso que los ideales deberían cumplirse más veces. Aunque sólo sea para ahorrarnos los caminos de vuelta.

Playa de la Nova Icària. © Rob Jacobs