En el artículo de la semana pasada identificábamos obstáculos para el peatón barcelonés. Pero una vez esquivadas las bicicletas y los abducidos por el móvil, los paseos sin motivo son una fuente de placer inagotable, y el caminar ha dado lugar a muchas obras de arte, algunas incluso en Barcelona.
El caminar es muy antiguo (por eso decimos que algo «es más viejo que el ir a pie»), y el vagar sin rumbo se remonta, como mínimo, a los peripatéticos griegos. La escuela filosófica de Aristóteles, que deambulaba por Atenas con los discípulos charlando, ahora sobre esto, ahora sobre lo otro. Nada, por otra parte, que no hiciera todo el mundo. Años más tarde, Jesús de Nazaret haría lo mismo con los apóstoles: cercar la Seca, la Meca y los valles de Galilea e ir viviendo las aventuras que, por fascículos, recogen los Evangelios. Más tarde, en la Francia ilustrada, Baudelaire se inventaría un nombre más guay, ser un flâneur, para definir el paseante que se funde en la multitud y disfruta del caleidoscopio humano.
El arte llega al andar en el momento en que los Dadas salen de excursión. La tarde del 14 de abril de 1921, Breton, Éluard, Tzara y compañía visitaron la iglesia de Saint-Julien el Pobre (muy cerca de la Ile de la Cité) como si fuera un anti-tour turístico. En lugar de venerar la belleza parisina, se proponían glorificar las partes más banales de la ciudad. De la iniciativa queda una foto de grupo (11 señores y ninguna mujer, como un equipo de fútbol) y el honor de entrar en la historia del arte como una de las primeras tentativas de desplazar el arte, de los objetos (pinturas, esculturas) a los espacios. Los surrealistas los versionarían con sus «deambulaciones», que consistían en plantarse en un lugar al azar y empezar a dar tumbos, con la intención de propiciar hallazgos azarosos. A esto los situacionistas lo llamarían «derivas», y en la actualidad el colectivo Homo Velamine lo llama «garbeos». En su última excursión por Barcelona, se plantaron en la estación de metro de Torres y Bages, donde visitaron una jamonería y la sede de los «legionarios» del barrio. Si esto es arte o alguna otra cosa, lo dejamos a criterio del lector.
Aparte de derivas, «garbeos» y variantes, el caminar ha entrado en el mundo del arte de otras maneras. «Mi arte se materializa caminando», proclamaba el británico Richard Long. De él son obras como A line made of walking, donde se entretiene en ir y venir en un prado hasta que su rastro de huellas dibuja una línea sobre los matorrales. De acuerdo, a primera vista podría parecer una idea feliz, «esto lo podría haber hecho yo mismo». Pero él tuvo la idea primero, por eso su obra es en la Tate Modern y yo sigo en el sofá de casa.
O la serie I went: el japonés On Kawara se dedicó, cada noche, a trazar sobre un mapa la ruta que había seguido durante el día. Y estos planos pintados constituyen la obra de arte. Esto también lo podría haber hecho yo, si no fuera por el hecho que On Kawara dibujó mapas cada noche durante 11 años, sin faltar nunca a la cita.
Por último, está el caminar de manera que las rutas dibujen formas en la cartografía de la ciudad como, por ejemplo, pasear trazando unas letras que se verían desde el aire. Es lo que hace uno de los personajes de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster, y que inspira el protagonista del relato Vertical de Jordi Puntí (dentro de la recopilación Esto no es América). En este caso, él se dedica a escribir las letras que forman el nombre MAITE por Barcelona, y dibuja la «I» resiguiendo, tranquilamente, el Paseo de San Juan.