Las cofundadoras y directoras creativas de Poblenou Urban District, están...
Cuenta atrás para el estreno de una nueva atracción turística...
La plataforma abrirá la reserva para esta estancia única a...
La ciudadanía podrá comprar productos, servicios y restauración con estos...
Un estudio de la Escola Universitària Mediterrani apuesta porque el...
Seguir apoyando al sector de la hostelería es posible gracias...
La Real te tira la caña ofrece hasta el próximo...
La Agència Catalana del Patrimoni Cultural lanza un pase anual...
Los jardines del Palau Robert acogen este sábado, 10 de...
Como animales gregarios por naturaleza, a los humanos nos gusta...
Los chefs Raquel Blasco y Marc Santamaria celebran el décimo...
Rosa Ribas repasa su biografía narrativa y lectora en 'Peces...
Llega una nueva edición de la fiesta del libro y...
Los programas que promueve la entidad este verano aspiran a...
La ‘sportech’ barcelonesa duplicará la superficie de su sede de...
El pasado 19 de marzo se inauguraba en el Centro...
'The New Barcelona Post' os propone una selección de diez...
El dúo ampurdanés Between Ones and Zeroes, acompañado por el...
Los dedos de Nelson Freire se conjugan con los de...
La directora del congreso EdTech aborda el impacto de las...
Un 22 de agosto de 1939, Gombrowicz pisaba por primera vez tierra argentina, sin saber que iba a estallar la Segunda Guerra Mundial y quedaría varado en Buenos Aires un cuarto de siglo. No fue hasta otro día 22 –abril, 1963– cuando al desembarcar por unas horas en Barcelona camino de Francia, volvió por fin de nuevo a pisar la vieja Europa. Al día siguiente ya estaba en Cannes y “corría hacia París en el tren Mistral”. En aquel abril acababa de cumplir yo 15 años y llevaba un diario, en realidad una desabrida y fría anotación en estilo telegráfico –exenta de cualquier tentación literaria– de los nombres y hechos que se cruzaban en mi vida. En la mañana de aquel 22 de abril en el que Gombrowicz pasó por primera y última vez por la gris Barcelona de entonces, anoté (como si todo allí fuera una fiesta): “He ido a un festival de música. Los Pájaros Locos y Los Salvajes”.
Un 22 de octubre de 2001, antes de conocer a la viuda, a Rita Gombrowicz, en el hotel Avenida Palace de Barcelona, descubrí que el polaco había narrado en su obra maestra, Diario (1953-1969), su breve paso por la ciudad: “Hoy, día 22, estoy en Barcelona. Desde hace mucho tiempo sé que el doble dos es mi número. También por primera vez toqué tierra argentina un 22 (de agosto). ¡Bienvenida la magia! (…) Llegué a la plaza donde está el monumento a Colón y lancé una mirada a la ciudad, en la que tal vez me instale permanentemente después de mi estancia en Berlín…”. Durante el coloquio en el que presentamos Ferdydurke en Barcelona, le pedí a Rita que nos ampliara la información sobre los pasos de su marido por la parte baja de la Rambla. “Bueno, en realidad, lo más probable es que ni bajara del barco”, dijo. Recientemente se ha descubierto y publicado en París Kronos, el otro diario de Gombrowicz: la cara B o, mejor dicho, los “bajos fondos” de su obra maestra.
En cuestión de diarios, Gombrowicz también parece haberse apuntado al doble dos: el más conocido tiene un profundo acento literario, y en él una poderosa subjetividad se reafirma en cada página a través de una personalidad inventada que no desfigura jamás la intimidad del autor; en el otro, en el recién encontrado Kronos, se dedica a una desabrida anotación en estilo telegráfico -exenta de cualquier tentación literaria– de nombres y sucesos. Cuando en ese segundo duro diario, desprovisto de florituras, llegamos al 22 de abril de 1963, el autor se descuelga con una fría –pero pienso que tan lúcida como elocuente– única anotación: “Barcelona. ¡Nada!”. ¿Dice alguno de sus dos diarios la verdad? Y de decirla, ¿quién tendría más tendencia a exponerla? ¿El literario, o el diario frío, sin emociones? Se admiten apuestas por el doble dos.
Un 22 de agosto de 1939, Gombrowicz pisaba por primera vez tierra argentina, sin saber que iba a estallar la Segunda Guerra Mundial y quedaría varado en Buenos Aires un cuarto de siglo. No fue hasta otro día 22 –abril, 1963– cuando al desembarcar por unas horas en Barcelona camino de Francia, volvió por fin de nuevo a pisar la vieja Europa. Al día siguiente ya estaba en Cannes y “corría hacia París en el tren Mistral”. En aquel abril acababa de cumplir yo 15 años y llevaba un diario, en realidad una desabrida y fría anotación en estilo telegráfico –exenta de cualquier tentación literaria– de los nombres y hechos que se cruzaban en mi vida. En la mañana de aquel 22 de abril en el que Gombrowicz pasó por primera y última vez por la gris Barcelona de entonces, anoté (como si todo allí fuera una fiesta): “He ido a un festival de música. Los Pájaros Locos y Los Salvajes”.
Un 22 de octubre de 2001, antes de conocer a la viuda, a Rita Gombrowicz, en el hotel Avenida Palace de Barcelona, descubrí que el polaco había narrado en su obra maestra, Diario (1953-1969), su breve paso por la ciudad: “Hoy, día 22, estoy en Barcelona. Desde hace mucho tiempo sé que el doble dos es mi número. También por primera vez toqué tierra argentina un 22 (de agosto). ¡Bienvenida la magia! (…) Llegué a la plaza donde está el monumento a Colón y lancé una mirada a la ciudad, en la que tal vez me instale permanentemente después de mi estancia en Berlín…”. Durante el coloquio en el que presentamos Ferdydurke en Barcelona, le pedí a Rita que nos ampliara la información sobre los pasos de su marido por la parte baja de la Rambla. “Bueno, en realidad, lo más probable es que ni bajara del barco”, dijo. Recientemente se ha descubierto y publicado en París Kronos, el otro diario de Gombrowicz: la cara B o, mejor dicho, los “bajos fondos” de su obra maestra.
En cuestión de diarios, Gombrowicz también parece haberse apuntado al doble dos: el más conocido tiene un profundo acento literario, y en él una poderosa subjetividad se reafirma en cada página a través de una personalidad inventada que no desfigura jamás la intimidad del autor; en el otro, en el recién encontrado Kronos, se dedica a una desabrida anotación en estilo telegráfico -exenta de cualquier tentación literaria– de nombres y sucesos. Cuando en ese segundo duro diario, desprovisto de florituras, llegamos al 22 de abril de 1963, el autor se descuelga con una fría –pero pienso que tan lúcida como elocuente– única anotación: “Barcelona. ¡Nada!”. ¿Dice alguno de sus dos diarios la verdad? Y de decirla, ¿quién tendría más tendencia a exponerla? ¿El literario, o el diario frío, sin emociones? Se admiten apuestas por el doble dos.