Hemos normalizado hablar de que Barcelona (entendimiento como un concepto de país, la gran Barcelona) es una ciudad de innovación y startups y, de hecho, la ciudad se ha colado en los rankings mundiales, y lo celebro fuerte. Este mensaje, hace veinte años, parecía ciencia ficción. Pero yo, que soy optimista, no tengo claro que esta realidad del ecosistema tecnológico tenga el impacto que queremos como motor de transformación económico y social de país (y no solo como elemento de la gentrificación de algunos barrios).
De hecho, no entiendo que en la ciudad del Mobile World Congress y del 4YFN, donde cada año vienen los líderes mundiales de las telecomunicaciones; en la ciudad que acoge más de 100 sedes de negocio tech y digital de grandes corporaciones, la ciudad en la que talento de todo el mundo quiere venir, la ciudad que tiene centros de investigación de champions league (el BSC, el ICFO, el CRGB), donde hay dinero, venture capital locales e internacionales… pues que esta ciudad no haya visto nacer un Spotify o Klarna (son suecas), un Vinted (de Lituania) o un Booking (de Ámsterdam).
Faltan referentes de verdad, del modelo de empresa tecnológica que queremos decir cuando hablamos de startups. Tenemos a Fractus, que es la startup catalana que cambió los standards mundiales de las antenas de telefonía móvil. Fractus es la spin-off de la UPC que hizo posible que los iPhones, y todo el resto de móviles que han venido después, no tengan una protuberancia como antena. Fractus se fundó hace 26 años, y todavía es una historia demasiada desconocida (os animo a leerla). Es una historia de visión, de ambición y de ejecución: lo que podía haber sido una empresa fabricante de antenas, se reconvirtió en un negocio de propiedad intelectual. Y quizás es el único gran referente real de éxito de transferencia tecnológica del ecosistema catalán de startups. Ha habido y todavía hay nombres importantes de startups, pero la mayoría se han vendido, tienen poco arraigo aquí, o están sufriendo. De acuerdo, también hay que funcionan, que crecen, resuelven problemas, generan puestos de trabajo y que ganan o pronto ganarán dinero. Y seguramente no serán —ni hace falta ni quieren— unicornios.
A estas alturas, al ecosistema ya lo podríamos empezar a considerar maduro: estamos viendo a emprendedores de la primera y segunda hornada invirtiendo en jóvenes emprendedores que podrían ser sus hijos. Y siguen surgiendo proyectos. Hay cantera y hay experiencia. Pero, más allá del negocio financiero en sí mismo (que justifica la necesaria industria de los venture capital), ¿cuál es el foco, el propósito de estas startups?
Y hago esta pregunta con dos excepciones: el deep tech, que es motor de un cambio que nos supera y que viene impulsado por los centros de investigación de primera división mundial, encabezado por el BSC; y las ciencias de la vida —biotech y med tech—, que forman parte de un ecosistema completo, con hospitales, centros de investigación, compañías farmacéuticas e inversores especializados, el objetivo de los cuales —mejorar la salud y la vida de las personas— se vende solo. Quizás aquí sí que tenemos la gran esperanza del país, la apuesta está hecha y solo es una cuestión de tiempo. Pero el camino de emprender en ciencia y salud también es duro, muy duro.
En general seguimos viendo muchos proyectos que sí, que utilizan la tecnología para hacer pequeñas mejoras a procesos actuales, y que quizás no justifican rondas de inversión millonarias y sin fin. Y hay un boom de marcas verticales, que sí, que usan tecnología, pero que son hypes como los que se han vivido toda la vida en el B2C. Y resuenan mucho en la primera eclosión del ecommerce. Hace muchos años un emprendedor me decía que había startups que no pasarían de ser pequeñas pymes, y que esto tampoco está mal. Y tanto que no: ¡somos un país de pymes!
Mucho antes que el entrepreneurship se reinventara en Silicon Valley, aquí, emprendedor era el que tenía una idea brillante y la sabía convertir en un buen negocio
El concepto emprendedor se asocia a tener una idea brillante y hacer un deck brillante y que seduzca a los inversores (que les genere FOMO) para que se suban al carro. Monetizar a veces cuesta algo más… Llevamos veinte años creando esta figura del emprendedor tecnológico visionario, buscando a los mesías sucesores de Steve Jobs… Y sabiendo que sí, que el 80% (¿solo?) fracasan, que alguno subsiste, y que algún otro triunfa (aquí abriría otro melón: ¿qué quiere decir, para una startup, triunfar? ¿Celebramos tener clientes o celebramos hacer una gran ronda de inversión, o venderse la empresa por una cifra con muchos ceros? Pero esto ya es otro tema).
Mucho antes que el entrepreneurship se reinventara en Silicon Valley en 90 y se comercializara en las escuelas de negocio, la palabra aquí se usaba diferente: emprendedor era el que tenía una idea brillante y la sabía convertir en un buen negocio (con ayuda de inversores, o de los bancos, pero, sobre todo, de los clientes).

¿Y si ser emprendedor tiene que ser lo que había sido siempre? ¿Y si volvemos a hablar de empresas, las que conocen el mercado, los clientes, y las que pueden financiar y liderar la innovación? ¿Dónde están las empresas dispuestas a arriesgar y a salir a abrir camino, en vez de esperar a ver por dónde vendrán los tiros? Esta cultura nuestra de denostar las empresas: gusta más recelar del éxito de los otros y poner el dedo en la llaga al fracaso… Por eso en un momento determinado (¿recordáis? ¡Fue coincidiendo con la gran crisis del 2008!) fue tan bien hablar de emprendedores y startups, porque es más cool y no había que mojarse defendiendo empresas y empresarios. Pero igual que a Puig no le dio miedo (o sí, pero se lanzó igualmente) a aspirar y llegar al top 5 mundial de la perfumería de lujo, o Fluidra fue capaz de comprar al competidor americano y liderar el mercado mundial de las piscinas…tenemos unas cuántas empresas locales más con liderazgo mundial, y poco caso se les hace. También hemos tenido muchas que podrían haber sido y no son, que quedarse a medio camino no es exclusivo de las startups.
El ecosistema de startups no tendría que ir solo, desvinculado de la vida y de la gente de la ciudad, y de las empresas del país
Hace unos años, un joven científico catalán hacía su investigación en Suiza, creó una starup biotech y la vendió a una gran farmacéutica: aquel día fue noticia principal en el telediario suizo. De esto hace veinte años, pero ya explicaba que entonces, un día, en un concesionario de coches cualquiera, charlando con el vendedor, acabaron hablando de las acciones de la biotecnología en bolsa.
Cuando estás atascado a la Ronda de Dalt, pocos piensan que a pocos metros, en el BSC, más de 1.000 researchers venidos de todo el mundo están haciendo cálculos estratosféricos y cuánticos buscando soluciones a los grandes retos de la humanidad. Cerca hay las obras del futuro CaixaResearch Institute; unas cuántas salidas más allá hay el VHIR, y yendo hacia la playa, se construye la Ciutadella del Coneixement en el antiguo Mercado del Pescado. Ciencia de frontera, innovación y tecnología punta, a tocar de casa. No somos suficientemente conscientes de todo lo que esto representa, de cómo nos pone al mapa.

El ecosistema de startups no tendría que ir solo, desatado de la vida y de la gente de la ciudad y de las empresas del país. Nos lo tenemos que creer para que tenga éxito de verdad. Y sí: hay mucho buen trabajo para que nos lo creamos. Un emprendedor catalán, que forma parte de la élite internacional, me decía el otro día que se había cansado de hacer el primo desde Barcelona, que la próxima startup la montaría en Estados Unidos; que aquí los buenos proyectos se pierden entre discusiones políticas de mirada muy corta.
Tenerlo, podríamos decir que lo tenemos todo. Lo que es un regalo y lo que hemos construido. La ubicación, la geografía, el clima. Las infraestructuras. La cultura, la gastronomía. Las universidades, los centros de investigación. El talento. Tenemos empresas innovadoras. Y gente con ganas de hacer grandes cosas. Quizás no siempre bastante coordinados.
Y entonces, ¿qué nos falta? Que nos lo creamos de verdad, Apuntar alto y grande, y que actuemos todos en consecuencia.