Una ‘murrieria’ 

La última vez que fui a Colmado Múrria, lo recuerdo bien, compré una sobrasada de Menorca de cerdo fajado deliciosamente picante y que, en casa, nos duró dos días. Cuando, prácticamente, todavía sentía su sabor en la boca, leí en la prensa que el mítico comercio modernista del Eixample barcelonés cerraba puertas temporalmente. Pese a que ese “temporalmente” llevaba implícita una promesa de reapertura, me temí lo peor: que este establecimiento irrepetible, almacén de suculencias, fundado en 1898 y dedicado a los productos de alta gastronomía, volvería a abrir efectivamente al cabo de unos meses, pero lo haría convertido en oficina inmobiliaria, tienda de ropa de franquicia internacional o, peor aún, restaurante poke bowl regentado por jóvenes de estética hawaiana.

Mi preocupación fue en aumento una mañana que pasaba por el chaflán que ocupa el Múrria (Roger de Llúria con Valencia) y comprobé que las persianas y los característicos murales modernistas del establecimiento, ya temporalmente cerrado, habían sufrido el ataque de los vándalos del spray. Algo especialmente grave, puesto que la fachada del local está incluida en el Inventario del Patrimonio Arquitectónico de Catalunya y forma parte de la Ruta del Modernismo de Barcelona.

Todo hacía pensar, por tanto, que Colmado Múrria correría la misma suerte que El Indio (Carme, 24), otro comercio modernista de la ciudad que, pese a estar catalogado, presenta un estado deplorable. En 2015, se anunció que reabriría como restaurante, pero ha ido pasando el tiempo y las persianas del que fuera uno de los almacenes de tejidos con más solera de la Barcelona de los años 30 siguen bajadas y acumulando suciedad y miseria, para vergüenza de toda la ciudad.

Es una historia sobradamente conocida en Barcelona: un comercio histórico que echa el cierre porque se les ha muerto la clientela o los propietarios del inmueble han subido el alquiler; un día aparece una pintada en su fachada y nadie la borra; poco después hay ya más de una docena, también carteles publicitarios y pegatinas de cerrajero 24 horas y, por supuesto, tampoco pasa nada… Una fachada con signos de abandono es un reclamo goloso para ladrones y gamberros de toda condición porque genera una sensación de impunidad que les anima a robar sus elementos decorativos para lucrarse o sencillamente para destrozarlos por el simple placer de hacerlo. Cuando, finalmente, los engranajes de la administración se ponen en marcha para preservar pedazos de nuestra historia como estos, a menudo por la insistencia de un vecindario militante, resulta que ya no queda nada que merezca la pena conservar. Una pena.

En el caso de Colmado Múrria, afortunadamente, la cosa no ha ido por estos derroteros. Todo lo contrario. Este lunes, como prometía ese “temporalmente”, el establecimiento ha reabierto sus puertas. Le han hecho un lavado de cara muy acertado y añadido un espacio destinado a la degustación que no desentona para nada. El Múrria sigue siendo el Múrria, un comercio especializado en quesos, embutidos y vinos.

Según el DIEC, una persona “múrria” es alguien “sagaz, astuto, pícaro, hábil para conseguir lo que pretende”. Pues bien, Joan Múrria, el bigotudo propietario, ha hecho honor a su apellido. Aliándose con el chef Jordi Vilà y el empresario y vecino el barrio Ernest Pérez-Mas, ha sabido encontrar la forma de asegurar el presente y el futuro del comercio que regenta desde que tiene diecinueve años. En un contexto tan difícil para el pequeño comercio como el actual, podemos considerarlo una heroicidad o, ya puestos, como se dice en catalán, una “murrieria”.