Producción y edición: Morrosko Vila-San-Juan

Vicenç Altaió: “Me ha tocado organizar muchos funerales de nuestra cultura”

El piso del poeta Vicenç Altaió –o tal vez deberíamos decir “la Casa museo Altaió”– es una especie de cueva de los cuarenta ladrones al lado de la Rambla, con las paredes llenas de miles de libros, pero también de obras de arte, esculturas, poemas objeto y todo tipo de testimonios y recuerdos de décadas de contacto y amistad con los grandes nombres de la cultura catalana. La hemos visitado para que nos hable de algunos de estos grandes nombres del siglo XX con los que tuvo la suerte de convivir y colaborar.

El poeta Vicenç Altaió habla con Albert Forns y Morrosko Vila-San-Juan para The New Barcelona Post de su relación con JV Foix, Joan Brossa, Josep Palau i Fabre, Perejaume, Antoni Tàpies y Albert Serra:

¿Tienes una biblioteca espectacular. Lo has leído todo?
Todo.

¿Cómo aparecen, los libros, en tu vida? ¿En casa de tus padres teníais una gran biblioteca?
No, en casa hay pocos libros, pero mucho amor a los libros. Mis padres leen poco –somos seis hermanos–, pero siempre hay libros, te los regalan los cumpleaños, etcétera. Dos momentos que recuerdo bien: el día que, con 16 años, me regalan un libro del Amado Nervo, un poeta que, salvo Pere Gimferrer, no debe conocer ahora nadie más en Cataluña. Pero era lo que yo leía, y poeta es lo que quería ser. También tengo mucho recuerdo de La força d’estimar –La fuerza de amar– de Martin Luther King, editado por La Mirada, y los libros de Pierre Teilhard de Chardin.

Y luego había la tienda de libros y objetos de regalo que tenía un monje que había colgado los hábitos, en Mollet, el pueblo de al lado. Recuerdo que mi padre, que era amigo suyo, me envió, “ve a verlo, que hace lo que a ti te gusta”. Y iba a pie, 7 kilómetros, y lo ayudaba. Y este tipo me dio a leer muchos autores, como Espriu, pero lo que más me impresionó de él fue que, a la vuelta de un viaje que hizo a la Mesopotamia, me enseñó un ejemplar de la obra poética de Salvador Espriu que había sumergido en el río Éufrates. Y para mí es un descubrimiento artístico, porque veo que el libro también puede ser un objeto portador de significado, en este caso de un Espriu bañado en las aguas fundacionales de la civilización.

“Pase, pase, que de los míos ya no queda ninguno” me dijo JV Foix; (…) Leí a Foix sin entender nada de nada, porque todavía no tenía el sentido del idioma ni de la palabra

Y con la literatura catalana, ¿qué contacto tienes?
Tú eres pequeño y en la escuela te lo meten todo en castellano: te hablan de Federico García Lorca, ya en ese momento, y también de Rubén Darío y de Gustavo Adolfo Bécquer, pero nunca te citan ningún autor catalán. En cambio en casa ves libros del abuelo o de los padres, editados en catalán porque entonces ya existe Ediciones 62. Ya ha habido toda una modernidad, ha habido una gauche divine que se ha movido y ha actuado, y por tanto vivo las dos culturas de manera habitual; una es la oficial, la otra la natural. El franquismo había sido muy eficaz, porque había una parte de la cultura catalana que desconocíamos totalmente, y no es hasta la universidad que empiezo a hacerme preguntas.

En la universidad es cuando entras en contacto con Foix, Brossa y los grandes poetas.
En la Universidad Autónoma descubro y adquiero conciencia de todo este mundo desconocido de la literatura catalana, y Joaquim Molas nos orienta con las lecturas, y nos hace leer Nabi de Josep Carner, y las Elegies de Bierville de Carles Riba. Y en un momento dado nos hace elegir un poeta para hacer un trabajo, entre los que había Sagarra, Espriu, Carner, Pere Quart y JV Foix. El nombre de Foix era el que me resultaba más desconocido, y fue a través de la obscuridad que fui a parar en un poeta que ha sido para mí de una gran claridad y que me determina. Llegué a su casa, llamé a la puerta –yo tenía 17 años y él estaba a punto de cumplir 80– y al abrirme, le pido excusas, y lo primero que me dice Foix es “pase, pase” –nos trataba a todos de usted–, “pase, que de los míos ya no queda ninguno”. Es decir, aquello era el encuentro de alguien que había perdido todo su marco de vida cultural con alguien muy joven que tampoco sabía nada de esa vida cultural. “Pase, pase, que ahora les toca a ustedes”, me dijo: Foix tenía bien clara conciencia que nos estaba pasando el testigo.

¿Te gustaba, su poesía?
Leí a Foix sin entender nada de nada, porque todavía no tenía el sentido del idioma ni de la palabra, y aprendí que es gracias a la dificultad que se aprende un lenguaje, zambulliéndose en los diccionarios, contrariamente a lo que se dice en el campo de la comunicación vehicular.

¿Qué te marcó, de JV Foix?
De Foix aprendí cosas extraordinarias, seguramente la más potente es que nosotros éramos jóvenes sublevados, con el cabello largo, pero él repetidamente me daba el mismo consejo: «Altaió, Altaió: no piense que porque lleve el cabello largo y grasiento y las uñas sucias seréis más artista que los demás”. Patapám. Con una sola frase te educa en el racionalismo higiénico, en la estética, en el sentido del trabajo. Y esto te lo dice un onírico que venía del surrealismo… Y luego te llevaba a su biblioteca y cogía un clásico de la Bernat Metge, lo abría y te hacía leer lo mismo que te acababa de decir, por ejemplo, “no penséis que porque lleváis…”. Entonces te decía “Lo ves? Plotino”. Y te demostraba que, a la hora de la verdad, la sustancia humana es siempre la misma y son las formas que cambian. De Foix aprendimos mucho.

“El mundo no puede ir bien si durante el verano cierran la Filmoteca”, dice la última dedicatoria que me hizo Brossa; (…) Brossa estaba cerca de los artistas jóvenes y les daba rienda suelta, y allí aprendí a hacer lo mismo

En el PEN catalán entras en contacto con Palau i Fabre. Un hombre oscuro, dices a menudo.
El conflicto de Palau i Fabre es el del adolescente, que es lo que éramos entonces. Por eso era el poeta más cercano y sabía presentar el sentido de la rebelión y del atolondramiento juvenil. El primer prólogo que escribimos a cuatro manos Jaume Creus y yo es para un libro de Palau. Él fue menospreciado en la universidad. Primero, por generación, Palau i Fabre huye y se exilia muy joven, y es en el extranjero donde conecta con gente de amplitud de miras, Octavio Paz, Pablo Picasso… Cuando vamos a verlo Jaume Creus y yo por primera vez después de que volviera de Llançà y del exilio en París, nos encontramos que vive a oscuras, iluminado solo por una bombilla baja. Y cuando le preguntabas por su relación con Antonin Artaud, veías que abría los ojos como loco al ver que había alguien que quería escucharlo. Era curioso porque, cuando salía, siempre llevaba unas camisas muy floridas, un rasgo estilístico que quizás he heredado de él, pero a pesar de este sentido de luz, tenía un mundo interior muy cerrado. Con Palau i Fabre vivimos momentos extraordinarios. Años más tarde, recuerdo verlo un día en la galería Joan Prats, con la silla de ruedas parada ante un cuadro del Perejaume donde había un horizonte que era como una barra de pan. Estaba mirándolo atentamente, la gente pasaba por su lado y él no les hacía caso alguno. Con un amigo, salimos a tomar una cerveza y ponernos al día, y después de una larguísima conversación, cuando volvimos todavía estaba Palau allí sentado, mirando el mismo cuadro.

Esa oscuridad de Palau i Fabre le venía de la falta de reconocimiento social?
Es que no era reconocido. Él había producido una obra muy grande como poeta, pero que él mismo cerró pronto, y luego inició el ciclo teatral, pero aquí de teatro en catalán no se hacía. Tenía algún cuento, pero todavía no había comenzado. Es a través del contacto con los jóvenes que conseguimos volver a ponerlo en escena, y después, de una manera natural, vino el mercado y la editorial Proa lo absorbió y lo puso en el lugar que le correspondía, de manera que hoy en día nadie discute el valor literario de la obra de esa generación. Pero son autores que hace 40 años no existían casi para nadie.

Antes de quemar el féretro lo abrimos y tiramos dentro una baraja de cartas

Joan Brossa también lo visitas a menudo, desde la época de estudiante ¿verdad? En ese taller caótico, lleno de papeles por el suelo: “No me desordenes nada!”, dice Pilar Aymerich que le dijo el día que fue a retratarlo.
Lo visité muchas veces, porque un día le pediría un poema objeto para la revista Èczema, otro día habría una revista italiana que quería hacer algo con él… Todos esos papeles tenían algo de escenografía, porque un día fuí y no había ni uno ya que se había inundado y se habían estropeado. La siguiente vez ya volvía a haber papeles por todas partes. Brossa tenía por costumbre dejar notas, y tengo unas cuantas guardadas [las va a buscar]. Mira, esta debe ser de 1975: «Amigo Altaió, he tenido que salir, te he esperado hasta ahora, aquí tienes el poema, tal como quedamos, te espero el viernes sobre las 18».

Son notas que me dejaba y que yo guardaba. Esta otra me la dio la Pepa Llopis cuando murió. “Ya está resuelto el affaire de los billetes. Los utilizará el Vicenç Altaió. También se hará cargo de la gasolina”. Era de un viaje a Valencia. Son detalles de la vida cotidiana. Yo tenía pocos libros del Brossa dedicados, y poco antes de que muriera, con una extraña intuición, lo fui a ver allí en la calle Balmes, donde recuerdo perfectamente que se quejó: “El mundo no puede ir bien si durante el verano cierran la Filmoteca”.

Perejaume es alguien que vive lo mágico y lo real a un solo tiempo

Es un prodigio, que guardes todos estos papeles y papelitos.
Foix me aconsejó: “Usted, cuando sea mayor, ¿qué desea ser?” “Yo, como usted, poeta”, le dije. “Pues mantenga un segundo oficio”. Y así lo hice. Yo tenía muy claro que mi segundo oficio no sería ni la pastelería, ni tampoco volver a la empresa familiar de la que había marchado voluntariamente: mi segundo oficio sería la cultura. Y vi que en todo aquello había un potencial. Yo nací desordenado, pero al conocer Foix, a los 17 años me vuelvo metódico. Es aquello de “no piense que porque lleve el cabello largo y grasiento y las uñas sucias seréis más artista que los demás”. En este piso tengo la documentación de todos los libros que he preparado, en aquella vitrina todos los libros que he publicado, y toda esta estantería son libros donde he participado, con prólogos, epílogos o textos en libros colectivos. Y aquí están todos los libros del KRTU, en esta estantería todos los publicados en Santa Mónica, y luego todas las revistas objetuales…

Brossa murió aquel diciembre, meses después de la dedicatoria, y me encargué de su entierro. Me ha tocado organizar muchos funerales de nuestra cultura, de buenos amigos que se van. Recuerdo que estaba aquí en casa y me llama Jaume Josa, que a menudo hacía de chófer al Brossa, y me dice “chico, te tengo que dar una mala noticia, Brossa ha caído por la escalera y ha muerto. La Pepa y la familia nos piden si nos podemos cuidar del entierro”. “Lo primero que tenemos que hacer”, le dije a Jaume, “es decir que por voluntad de la familia y del mismo Brossa, no habrá protocolo y todo será fila cero”. Así nos ahorramos las presiones de directores de museos, políticos, ministros de cultura, etcétera. Todo el mundo entró a acompañar al difunto del mismo grado, que es una medida muy republicana, justamente lo que era Brossa. El entierro incorporó música de Mestres Quadreny y de Carles Santos, e incluso –y esto lo sabe muy poca gente– antes de quemar el féretro lo abrimos y tiramos dentro una baraja de cartas. Lo comentamos a la familia para que nadie lo considerara una profanación, pero pensábamos que Brossa debía marchar del mundo con unas cartas sin trucar.

Antes del KRTU y el Santa Mónica fuiste comisario del Espai 10 de la Fundació Joan Miró. ¿Lo conociste a Miró?
No lo conocí a fondo, porque Miró no hablaba. Miró te miraba, tenía unos ojos luminosos e infantiles, sonreía, las veces que lo vi siempre fue así. No teníamos conversaciones. Tampoco con Brossa, que éramos muy amigos pero tampoco charlábamos mucho. Cuando salíamos de una inauguración, él ya procuraba que se terminaran las conversaciones para empezar el teatro de la vida, y hacía poemas acción en directo, lo que después hemos visto convertido en poemas objeto dentro del circuito artístico: cogía un tapón y le clavaba una espina de pescado, etcétera. Hay gente, como Brossa, que transforman su vida en una obra de arte, pero con los que no tienes una relación intelectual. Pero él estaba cerca de los artistas jóvenes y les daba rienda suelta, y allí aprendí a hacer lo mismo. Durante la vida he dado confianza y rienda a mucha gente. Brossa nos ayudó mucho con la revista Èczema, y consiguió que nos dieran el Premio Ciudad de Barcelona, a pesar de ser tan jóvenes.

Conoces a Perejaume a través de él.
Una de las primeras cosas que me dice Joan Brossa cuando empiezo a encontrarme con él es “he conocido a uno igual que tú, ve a verlo”, y se refería a Perejaume. Fui a ver a un jovencísimo Perejaume, que en aquel momento no sé si todavía vivía en Sant Pol de Mar, de donde eran sus padres.

Perejaume es alguien que vive lo mágico y lo real a un solo tiempo. Perejaume y yo tenemos en común, como generación, esta participación de unos lugares sin frontera. Siempre he creído que Perejaume era el primer posmoderno tras la línea recta de la modernidad, aquellos que tenían una escritura que se escribía siempre de la misma manera, y donde cada uno era porque tenía un estilo diferente e identificable, ya sea Miró, Tàpies o Chillida. Él no, él es reconocible, pero no por el estilo de su caligrafía.

Con Perejaume hicimos un número muy bonito de la revista Èczema, donde había un globo con uno de sus primeros poemas, al estilo brossiano. El poema estaba estampado en un globo aerostático, y el globo tenía la particularidad de que al insuflarle aire cogía la forma del mundo. Encendías la mecha, un algodón con alcohol, y a través de la combustión te encontrabas que, a medida que el globo se inflaba y podías leer el soneto, a media lectura el poema te iba de las manos y despegaba hacia el cielo donde, dependiendo del frío y de los vientos, iría a parar a un lector anónimo. Era una metáfora muy temprana, pero muy auténtica.

Tàpies tenía una grandísima influencia porqué cualquier opinión suya podía ser determinante para otro artista

Hablamos de Antoni Tàpies. Después de Miró y Dalí es el pintor catalán más importante, y a pesar de todo, en el mundo artístico de aquí siempre he visto un cierto rencor hacia su figura.
Mira, yo estos tópicos también los he oído, pero me entretengo muy poco con el chismorreo, no creo en este tipo de revista ¡Hola! trasladada al plano cultural. Yo con toda esta gente he tenido una relación cultural, profesional, y de amistad. Y uno es así, uno es asá, pero siempre he encontrado una buena manera de estar. Hay artistas que solo trabajan para ellos, pero en el momento que hemos tenido que hacer un intercambio, ha sido siempre positivo.

Cuando preparábamos la exposición sobre Palau i Fabre con Julià Guillamon, por ejemplo, tuvimos una crisis un día que Julià descubrió unas cartas que a Palau no le gustaban, y el hombre detuvo toda la operación a punto de inaugurar la exposición. Así que fui a ver en Palau, y aquella persona tan cerrada se me abrió y me pidió perdón y excusas. Y no lo convencí riñéndole, sino diciéndole “escucha, Palau, que este dinero no es nuestro. Que es el país, es Cataluña que ha puesto ese dinero para hacerle una exposición!” Y patapám, fue oír esto y automáticamente pedirme perdón.

Al Tàpies fui a verlo muchas veces y había complicidad y amistad, incluso me hizo algún dibujo para alguna portada. Quizá no ha llegado a entender el trato no-elevado que yo hacía de algunas de las cosas que él me había pasado, pero tengo recuerdos de una gran potencia intelectual, y hacia el final de su vida, recuerdos de una ternura extrema. Una de las últimas veces que le llevé un buen amigo, Alfredo Jaar, interesado por la relación entre arte y política, recuerdo que Tàpies estuvo charlando allí todo el tiempo con su mano puesta sobre la mía, y no lo podía creer, era un momento de una gran ternura porque aquello no era propio de él.

Pero ocurre que, a veces, la gente que tiene poder es muy influyente, y su opinión puede provocar muchas adversidades. Yo puedo estar hablando con poetas jóvenes, por ejemplo, y emitir de manera natural la opinión sobre el último libro que acabo de leer, y esto a sus oídos puede llegar a ser magnificado. Tàpies tenía una grandísima influencia en el sector artístico, y cualquier opinión suya podía ser determinante para otro artista.

Albert Serra ha dado función cinematográfica a la vida radical

¿Fuiste alguna vez a Campins?
Por supuesto, tuve el privilegio de ir a Campins varias veces a ver la obra que había hecho durante el verano. El primer año toda esa cantidad ingente de obra chocaba, ningún amigo mío producía tanto, pero al año siguiente entendías que había una sistematización de los formatos, de la técnica, como una especie de calco. Y en invierno lo veías en casa, hablando acerca del mundo, leyendo libros de ciencia, de religiones, y editando libros, normalmente de poesía.

Y por último hay Albert Serra. ¿Os conocéis de Cadaqués?
No, nos conocimos antes. Una chica artista que hace un gran trabajo en torno a Marcel Proust me habló de un tipo catalán “parecido a ti” que empezaba a triunfar en París y dejaba todo el mundo estupefacto, y con el que compartíamos imaginario, y me recordó lo del Brossa, “conozco uno igual que tú, ve a verlo”. Y lo llamé y me dijo “yo te conozco muy bien, he leído tus libros”, y quedamos en el museo del Empordà de Figueres para que le firmara los libros, un rato antes de ir a un acto sobre Pere Portabella en el Museu del Joguet. Encuentro a Albert Serra que llega con dos sacos llenos de libros. Primero pensé que entre todo lo que he escrito tal vez llenaban los sacos, pero mi sorpresa fue ver que un saco lleno era todo del mismo libro, el Biathànatos o L’elogi del suïcidi y el otro saco estaba lleno del Tràfic d’idees. Llevaba 20 libros de cada, porque en ese momento tenía la costumbre de hacer partícipes de los libros a los otros, y los regalaba a amigos. Fue un momento muy grande, los cogí y, como si nada, los fui firmando uno a uno. En Cadaqués nos encontramos un día, hará unos 10 años, yo estaba escribiendo en la parte de atrás de mi casa, pasa Albert Serra y me invita a una fiesta, porque él y su comunidad habían alquilado un apartamento en el pueblo. Y esa noche estuvimos charlando desde las siete y media de la tarde hasta las 4 de la madrugada, cuando me llamaron para decirme que se había muerto Lanfranco Bombelli. Pasamos la noche charlando el uno ante del otro, sin movernos de la misma baldosa, como quien dice. Y como allí había mucha gente de Cadaqués, el día siguiente el pueblo entero sabía del encuentro entre dos tontos que habían pasado ocho horas charlando.

¿Qué te une, con Serra?
Tenemos una auténtica pasión intelectual. Serra ha dado función cinematográfica a la vida radical, y evidentemente mucha gente no podrá entender su manera de trabajar, o que incluso la sufrirá, pero yo, que he vivido otras radicalidades similares con Pasolini o con Palau i Fabre, estoy dispuesto a dejarlo hacer y saber encontrarnos en lugares que son totalmente impropios y originales.

Serra me dijo que no leyera nada de Casanova, y yo evidentemente me lo leí todo

Y en este “dejarlo hacer”, dejaste que te transformara en Casanova.
Sí, en la película Història de la meva mort–Historia de mi muerte. Serra me llama un día, vamos a comer, y me dice que ha pensado que yo podría hacer el papel de Casanova. “Pero ¿qué debo hacer?”, le pregunté. Y él me dijo “lo que debes tener en cuenta es, sobre todo, que en Rumanía, donde iremos a rodar, hay muchos osos salvajes, y como es posible que en pleno rodaje nos encontramos a uno, debes recordar de quitarte la ropa y bajar la montaña no derecho, sino en zigzag”. “Ah, ya lo entiendo”, le dije, “como Miró, que dibujaba aquellas líneas en todas las direcciones”. Vamos, que nos entendimos muy fácilmente.

Me dijo que no leyera nada de Casanova, y yo evidentemente me lo leí todo porque todo es tal como soy, triturado, que la cultura sea vida y no se note, y que haya un híbrido entre lo de original que aportaremos. Y finalmente dejamos que Serra hiciera su trabajo filológico, porque la realidad la grabamos en tiempo continuo, y entonces es el montaje la madre del cordero: saber discernir y construir momentos. Su método en ese momento era grabar todo durante la vida, y luego hacer un trabajo infatigable de verlo todo y montarlo según unos criterios que quizás no son de lógica ni de sintaxis, sino que pueden ser combinatorias de colores , de pausas, etcétera. La película es muy particular, muy original y muy dura, pero cuando la pasaron en Locarno, en el gran festival europeo del cine de ensayo, enseguida fue súper apreciada, y la gente tuvo la capacidad de mirarla y destacarla. En estos momentos, Serra se ha convertido, tras Dalí, de Miró y, naturalmente, de Tàpies, en el artista catalán más grande y con más reconocimiento internacional.