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n el siglo XXI nos consideramos libres de tabúes, pero la muerte nos sigue incomodando. Veneramos el forever young, promovemos segundas y terceras juventudes y aplaudimos a ‘jóvenes’ de setenta años, pero nos cuesta hablar de la muerte y aceptarla. Podemos vivir saturados de imágenes, pero la de la muerte la rehuimos siempre. En un entierro, por ejemplo, cuando alguien pide ver al muerto a menudo se le toma por un lunático, un morboso o un entusiasta de la tanatopraxia. Y eso que, con la televisión, la muerte entró en todas las casas y tenemos catálogos diarios a todos los informativos.
En un capítulo del ensayo L’ull i la navalla [El ojo y la navaja], Íngrid Guardiola enumera las múltiples caras de la muerte a las pantallas, desde las “imágenes indicio”, como las huellas de frenado que se utilizan en accidentes de tráfico, pasando por las imágenes icónicas de la muerte masiva -las torres gemelas- hasta llegar a la pornografía videoclipera de las matanzas y degollación que ISIS publica en las redes. Guardiola encuentra paradójico que, mientras “la televisión tiene la capacidad de llenarse con relatos mortuorios”, mantiene la muerte como tabú, porque “nunca se representa”.
Y es precisamente porque siempre rehuimos la muerte, que muchos artistas han hecho de ella materia prima, inspirándose por esta voluntad de exhibir lo que no queremos ver y poner el dedo en la llaga. En la Royal Academy de Londres, por ejemplo, este invierno se ha podido ver una retrospectiva del videoartista Bill Viola con una instalación multipantalla que mostraba un nacimiento y una muerte reales. Durante los 30 minutos que duraban las proyecciones simultáneas del Tríptico de Nantes, podíamos ver a una mujer pariendo en tiempo real en el canal de la izquierda, mientras que a la derecha veíamos una vida que se extinguía en una cama de hospital, en concreto la madre de Bill Viola, filmada con su consentimiento mientras se apagaba. El espectador debe elegir por qué imagen decantarse, si por la vida que empieza o por la que se va, y para la mayoría de ojos en la sala, el plano fijo de la anciana respirando cada vez más lentamente resultaba mucho más hipnótico que cualquier bramido primigenio. Pocas veces he sentido tantas cosas, en un museo: el voyeurismo y el miedo enseguida dejaron paso a una extraña sensación de intimidad, y al final todo era bondad y un afecto extraordinario hacia aquella desconocida que emprendía el largo viaje.
Desde la ficción, el cineasta de Banyoles Albert Serra nos proponía hace un par de años una experiencia similar en La mort de Louis XIV. La película describe los últimos días del Rey Sol -Jean-Pierre Léaud con una peluca sensacional- mientras agoniza rodeado de médicos que no saben qué demonios más hacerle. El hombre más poderoso del mundo se muere de una gangrena, y la peli de Serra, que pasa íntegramente en la habitación del monarca, es tan angustiosa y realista que al espectador le acaba pareciendo que puede oler la pierna podrida del protagonista.
En paralelo al largometraje, que se presentó en Cannes, Serra tenía previsto colgar en medio del hall del centro George Pompidou un cubo transparente con una cama, donde pensaba colocar al mismo Jean-Pierre Léaud caracterizado de Rey Sol, con la idea de que el público parisino viera al actor agonizante durante los tres meses que durara la instalación. Finalmente el proyecto se descartó -por presupuesto y porque la estrella francesa se echó atrás- y Serra y su tropa hicieron una versión low-cost en la Galería Graça Brandao de Lisboa. Durante una semana, el Rey Sol murió cada tarde ante el público asistente, pero en aquella ocasión Luis XIV no era el actor fetiche de Truffaut, sino el actor fetiche de Serra. Tras ser Sancho, Fassbinder y uno de los reyes de Oriente, a Lluís Serrat le faltaba ser el Roi Soleil.
Hasta mediados de junio, la Fundación Tàpies permite revivir aquella experiencia con Roi Soleil, un vídeo de 62 minutos que documenta la agonía del monarca entre las paredes blancas de la galería de arte, un tour de force de Lluís Serrat, que cada tarde tenía que estar cuatro horas muriéndose, sin poder hablar ni recostarse mucho para evitar el riesgo de quedarse dormido. Real o de ficción, la oportunidad de ver una muerte en directo siempre es un reto para nosotros mismos.