La grapadora es un edificio triste por fuera, con una carga de noventas demasiado indisimulada, encajonado entre las interminables obras de las invisibles Glòries Catalanes. Por dentro, seguramente debido a su situación geográfica y temporal, está bastante vacío. Pero hay que admitir que cuando entras tienes la sensación de encontrarte en un espacio grande, quiero decir lleno de grandeza, algo así como si estuvieras en un museo americano en términos de dimensiones, en términos de Gulliver, de no estar exactamente en Barcelona sino en Manhattan. La lástima es que Elisava u otras escuelas y facultades de diseño no estén cerca, porque este espacio sólo tiene sentido si está lleno de gente joven tecleando y desayunando, más que suplicando la visita de dos familias con niños. El diseño sólo merecía un museo si era capaz de demostrar que conectaba, y las exposiciones actuales conectan (Digital Impact, ahora hablaremos de ella; la cerámica de Picasso, que me han recomendado enormemente; y TvBoy, un artista que no me gusta pero entiendo que llame la atención). El problema creo que es el edificio, el sitio y el momento. Porque el contenido me parece, por ahora, bastante digno.
Digital Impact, que se puede visitar hasta el 27 de agosto, es un recorrido que mezcla arte y diseño aprovechando el hilo conductor de la digitalización, contando con artistas de renombre internacional como Refik Anadol, Universal Everything, Random International, Brendan Dawes y Field, aparte de los locales Domestic Data Streamers, Alba G. Corral y Antoni Arola. Pero entonces, ¿es arte, es diseño o es digitalización? Diría que éste es el problema, que lo es todo y nada a la vez, a diferencia por ejemplo de la exposición de Picasso, que todo el mundo sabe perfectamente de qué va. Les ha costado visiblemente decidir si hacían una muestra más artística, más espacial o más tecnológica, y al final acabas con un “ah, interesante” que desmerece el resultado porque ciertamente hay piezas magníficas. Quiero decir que no sé si hacen falta los iglúes (espacios divertidos, diseñados con voluntad de aislarte de las otras piezas), si no es para acoger la obra Oasis (Archivo de los Cielos) de Antoni Arola, una emotiva sucesión de colores proyectados en la cúpula que nos impregna la retina de Mediterráneo, de luna, de amanecer y de lluvia. Sin duda la obra con más sentido, más sencilla y más ambiciosa a la vez, de todo el recorrido.
Creo que si toda la tónica fuese así, más artística y poética, a estas alturas la exposición tendría más sentido. Quiero decir que ya no nos hacen falta discursos, ni big datas, ni exhibicionismos tecnológicos, para que la digitalización nos provoque algo. Ya somos seres digitales, no me sorprenderás explicándome cuántas personas acaban de conectarse a Instagram o a Tinder en ese momento aunque lo hagas a través de bellos trazos simétricos producidos por máquinas. La digitalización ya no nos sorprende, pero puede aspirar a conmovernos: lo hace la pieza Artificial Spaces de Ezequiel Pini (Six N. Five con Someform), una invitación a arquitecturas amables donde haces rodar el sol a distancia y transformas toda la atmósfera, o bien pulsas para volver a construir un nuevo espacio evocador, o bien la pieza Storms de Quayola, donde imágenes de definición ultraalta de los mares de tormenta de Cornualles se proyectan como conjunto de datos para generar nuevas pinturas computacionales, es decir como pintadas en directo sobre un lienzo tradicional, y todo esto en movimiento. He aquí el buen camino, la apuesta correcta. Si de algo debemos huir es de la frialdad del medio, e ir hacia la humanización del contenido. Nunca un dato, o una computadora, nos dejarán de parecer fríos.
Hay espacio para la comicidad (las figuras de Universal Everything de la entrada) y para la chapa (una planta digital que no crece si te mueves, vamos, que mejor nos morimos si queremos salvar el planeta). Y, cuando a una pantalla con rostro humano le respondes “no” a la pregunta “¿estaríamos mejor con menos tecnología?”, ella te responde de inmediato como si le hubieras respondido que sí. De nuevo, los discursos prefabricados que van a lo suyo y que quieren imponernos ideas en un momento en el que estamos intentando disfrutar de una experiencia. Como los excesos discursivos de un concierto de Coldplay, escuche usted, ya le he oído, ahora haga el favor de limitarse a cantar porque si no me hará sentir como un alumno de P3 que no sabe pensar por su cuenta.
En definitiva, vayan. Y vayan con niños, que fliparán bastante. Pero no fliparán por las máquinas o los trastos, ni siquiera por el diseño, sino sobre todo por haber introducido algo de sensibilidad en esta era tecnológica y por haber conseguido, sólo a veces, rehuir el exhibicionismo futurista. El futuro ya lo conocemos. Ahora háganoslo vivir.