© Jacobo Zabalo

Complicidad y amor en las sonatas para violín y piano

Si pensamos en el dúo que conforman piano y violín, sin duda una de las piezas de cámara más interesantes de Wolfgang A. Mozart es precisamente aquella escogida para abrir el programa de los hermanos Khachatryan, la Sonata en si bemol mayor, Kv 454

[dropcap letter=”W”]

olfgang y Nannerl asombraban como prodigios de la interpretación durante la infancia, cuando la práctica musical se contaba entre sus juegos favoritos. Ha trascendido la obra del compositor, pero no tanto las dotes de su hermana, excelente pianista, con quien a menudo se asociaba. Ya fuera para tocar a cuatro manos, como evidencia un retrato de la familia al completo (los hermanos compartiendo teclado, el padre en pie y la difunta madre en el cuadro que cuelga de la pared), o empuñando Wolfgang el violín, instrumento que manejaba más que satisfactoriamente. La conjunción de instrumentos tan dispares conoce precisamente en la obra del Mozart un tratamiento nuevo, en la medida que equilibra el protagonismo de ambos, dando pie a los característicos diálogos, tan celebrados en su obra.

La presencia de los hermanos Khachatryan -Sergey y Lusine- en el Palau de la Música inevitablemente nos remite a aquella feliz conjunción, a la fructífera y familiar complicidad que dio pie a composiciones memorables, como la Sonata para dos pianos en do mayor, Kv 448 o el Concierto para dos pianos, compuesto pensando en Nannerl. Si pensamos en el dúo que conforman piano y violín, sin duda una de las piezas de cámara más interesantes de Wolfgang A. Mozart es precisamente aquella escogida para abrir el programa de los hermanos Khachatryan, la Sonata en si bemol mayor, Kv 454. El compositor salzburgués, conocido sobre todo por su producción concertante, sinfónica y operística, demuestra esa misma creatividad en un formato reducido. A pesar de que los recursos son menores, en términos instrumentales, los protagonistas se relacionan gracias a un aparentemente inagotable elenco de recursos: diálogos con registros contrastados, efectos de espejo, o la enunciación de un tema con desarrollo clásico, a pesar de su llamativa expresividad, y las pertinentes y muy agradables sorpresas que incorpora.

Todo ello lo encontramos en la creación mozartiana interpretada de inicio, además de un momento extático, que es un auténtico e inesperado regalo: brota una frase ensoñadora en el seno del movimiento lento, el Andante, una enunciación de inaudita delicadeza que se eleva y que, de algún modo, parece anticipar alguno de los pasajes más celebrados de la pieza programada para el final del recital, la evocadora Sonata de César Franck. La espontaneidad mozartiana se antoja atemporal incluso si incorpora elementos epocales, y los intérpretes en la presente ocasión, Sergey y Lusine Khachatryan, se muestran atentos a las indicaciones de la partitura. El violín es de una precisión poco o habitual en su afinación, sin dejar de ser sumamente comunicativo y cercano, mientras que la pianista no se conforma en absoluto con su papel acompañante, hace sonar el instrumento con gran personalidad, interpretando -y no meramente leyendo- el texto que despliega, en diálogo con el instrumento de cuerda.

La excelente técnica de los intérpretes, así como la fidelidad al espíritu de los compositores -evidentes, ambas cualidades, ya en la versión de Mozart-, se habría de poner a prueba en una colorida y dinámica composición de Sergey Prokofiev, la Sonata para violín y piano núm. 2, en re mayor, op. 94. Obra exigente, que navega entre el clasicismo autoconsciente e intempestivo -neoclasicismo, se entiende- y la experimentación más atrevida, con ritmos extraídos del acervo popular. La pieza más enjundiosa de la velada, con todo, estaba por llegar. Después del entreacto, ya en la segunda parte del recital, el numeroso público que se acercó al Palau de la Música Catalana pudo disfrutar de una convincente versión de la Sonata para violín y piano en la mayor, del compositor belga César Franck.

Renombrado organista en su época y cuya ascendencia wagneriana suele ser recordada, Franck no dejó a la posteridad muchas obras. Pero, sin duda, las que nos han llegado son de una envergadura y calidad muy destacables, caracterizadas por su carácter orgánico y una expresividad posromántica, de inequívoco regusto finisecular. Pensamos sobre todo en la Sinfonía en re menor, el Quinteto con piano o el hipnótico Preludio, coral y fuga, compuesto para teclado. La pieza de cámara programada mantiene el carácter cíclico de aquéllas, con relaciones temáticas más o menos explícitas en sus diferentes movimientos. Los lectores de Proust, concretamente del relato Un amour de Swann, podrán quizá identificar en ella la frasecita de Vinteuil (compositor ficticio) que sella el amor del protagonista con Odette de Crecy. El poder evocador de la melodía del tercer movimiento, en el pasaje Fantasia: ben moderato, hace pensar que quizá sí se trate, éste, del referente en que se inspiró el autor de la Recherche en su primer volumen.

La complicidad de Sergey y Lusine Khachatryan se manifestó incuestionable en una obra que, como sucede en el caso de la Sonata ‘Kreutzer’ de Beethoven, parece impregnada de un halo de misterio y furia, que en ocasiones la literatura ha plasmado en términos eróticos (Tolstoi se inspiró en esta segunda en su apasionado relato Sonata a Kreutzer). Ambas se emparejan en una grabación muy recomendable, realizada por Martha Argerich e Itzakh Perlan. Sin duda se trata de una de las mejores versiones modernas, que además goza de la espontaneidad del directo. El grado de comprensión mutua por parte de estos intérpretes consagrados es comparable al evidenciado por los Khachatryan. Ante la palmaria satisfacción del público, ofrecieron dos bises. Primero, una versión rítmicamente agitada y virtuosa de la “Danza del sable” de Aram Khachaturian, compositor de origen armenio como los propios músicos (de apellido obviamente coincidente, incluso si el parentesco no ha sido acreditado).

Y, ya en perfecto castellano, el violinista anunció la última pieza que sería interpretada: una canción de cuna de Manuel de Falla, dedicada al vástago por venir. Crece la familia de músicos y de amantes de la música, gracias a interpretaciones como la vivenciada en el Palau; con lo que, una vez más, se muestra fecundo el entendimiento íntimo -complicidad y amor- a través de las experiencias estéticas que dejan huella.