Una casa en la que esconderse, un jardín en el que patinar, una oficina para los relatos de Cavall Fort, una capilla en la que abastecerse de agua carbonatada. Todo esto y mucho más es la casa modernista que desde siempre ha llamado la atención en el número 22 de la calle Carolines, en los límites de Gràcia. La que era la vivienda familiar para unos, “la casa de las brujas” o el lugar de trabajo para otros, ahora genera colas ante sus rejas, con visitantes que esperan entrar en la Casa Vicens y sumergirse en la primera casa que diseñó Antoni Gaudí.
“Aunque la hayan pintado y arreglado, esta es mi casa”, dice Antonio Herrero. “Carolines 22 es Cavall Fort, no me importa quién fue el amo”, añade una extrabajadora de la revista. Y es que esta joya modernista estuvo viva y llena de usos cotidianos hasta que fue vendida en 2014 y se abrió al público tres años después. Ahora, sus gestores se han propuesto recuperar estas historias que llenaron de vivencias el fascinante inmueble durante el siglo XX.
“Tenemos información de sus orígenes, pero no teníamos prácticamente información de lo que ocurrió durante el siglo XX”, ha destacado el director general de Casa Vicens, Emili Masferrer. El origen del edificio está claro: se levantó hace 140 años como casa de veraneo de la familia Vicens. Sin embargo, los Vicens residieron en la peculiar casa sólo unos 15 años, hasta que la viuda la vendió en 1899. Quien la compró fue Antoni Jover i Puig, y hasta aquí es prácticamente hasta donde se sabía. Hasta que la Casa Vicens se ha puesto a indagar en su historia cotidiana.
“Aunque no teníamos esta información, esta información existe; está en las casas, en las memorias y en los corazones de gente que ha tenido relación con la casa”, ha remarcado Masferrer. Y estas memorias han emergido de la mano de este proyecto: Antonio Herrero, nieto del Antoni Jover que compró la casa hace 125 años, narra ahora cómo fue vivir en el edificio durante 65 años. “Para nosotros, Vicens no existe, es sólo un nombre, que se mantuvo porque lo quiso mi madre, porque él hizo la casa. Pero esta es mi casa, ha sido la casa Jover durante 100 años”.
“Antes no había ni un turista. Sólo venía de vez en cuando alguien que quería verla, sobre todo japoneses, y mi madre le dejaba pasar para enseñársela”, rememora. La casa, eso sí, se abría una vez al año al barrio, y lo hacía por todo lo grande. Por Santa Rita, el 22 de mayo, se celebraba una misa en una ermita que habían mandado construir su madre y su abuela —y en la que Antoni jugaba escalando sobre su techo—. Las protagonistas eran las flores y, sobre todo, el agua: una agua carbonatada que tenía fama en toda Gràcia, y para la que se hacían colas para comprarla a cinco céntimos el vaso —sobre todo, taxistas, como recuerda el entonces vecino Daniel Giralt-Miracle, ahora como reconocido crítico de arte que fue comisario del Año Internacional Gaudí 2002—.
Y un día, llegó una familia con nada más que diez hijos, que se instaló en un piso superior que alquilaba la familia Jover. Entre ellos, estaban Salvador y Lluís Alsius. “Cuando traías a amigos del colegio, se quedaban sorprendidos” y hablaban de ella como “la casa de las brujas”, rememoran. Más problemático era cuando les pedían dibujar su casa en la escuela: “La profesora te miraba y te decía: ¡Anda ya!”. Y jugaban al escondite, a perseguirse con las bicicletas e incluso con patines.

Y arriba, entre azulejos de colores y formas sinuosas a la vez que cuadriculadas, la redacción de Cavall Fort. “Entonces no le llamábamos la Casa Vicens, era simplemente Carolines 22. Y cuando decías dónde trabajabas, la gente del barrio reconocía la casa de Carolines”. Incluso por Sant Medir, las carrozas a menudo hacían el recorrido para lanzar caramelos ante la vivienda modernista. “El barrio ha vivido mucho más la casa de Carolines que los que trabajábamos en ella”, aunque fuera por pocos años, como fue el caso de Rosamaria Budó, que trabajó desde la casa tres años, antes de que se trasladara.
La casa está llena de recuerdos de quienes vivieron y trabajaron en ella, pero también de microhistorias que esperan salir a la luz a través de este proyecto de la Casa Vicens, para resignificar esta obra modernista. “Llevamos meses trabajando en este proyecto, y con pequeñas indagaciones hemos descubierto historias apasionantes. Pero no nos queremos limitar a eso, sino que queremos recopilar también pequeñas historias, pequeños documentos, pequeñas fotografías que ayuden a dibujar la historia de esta casa”, ha destacado su director general. Él mismo puede contribuir en este trabajo de investigación: su padre cuenta que, cuando era pequeño, iba con su abuelo a buscar agua a la casa el día de Santa Rita.

Y es que eran centenares los vecinos que acudían anualmente el 22 de mayo al 22 de Carolines. La ermita que los acogía fue desmantelada en el inicio del declive, que tuvo su detonante al otro lado del océano: los Jover se hicieron ricos en Cuba, inicialmente llevando vacunas a la isla, y perdieron mucho tras la Revolución Cubana. A raíz de esa crisis económica familiar, una década más tarde se optó por vender la sección más apartada de la casa, precisamente la esquina en la que se ubicaba la popular ermita. “No se vendió con tristeza; se vendió por supervivencia”, rememora Herrero. Guardaron algunos elementos de la capilla, que se trasladó a otro espacio de la casa, y él mismo conserva un vitral reconstruido.

La casa siguió con su historia e historias, con sus juegos de escondite e incluso como puesto de trabajo, mientras en 1969 fue declarada monumento histórico-artístico por el Estado, y en 2005 pasó a ser considerada patrimonio de la humanidad por la Unesco. Mientras, sus paredes seguían siendo escenario de usos familiares y cotidianos hasta que, en 2014, la familia Herrero-Jover decidió venderla al banco andorrano MoraBanc, que la abrió al público después de tres años de restauración.
Desde entonces, la casa dejó de lado sus escenas más costumbristas para pasar a ejercer de tesoro arquitectónico que atrae a amantes del modernismo y a turistas curiosos hasta la primera casa de Gaudí, pero su historia más corriente es tozuda y vuelve ahora a emerger para dar un nuevo sentido a sus coloridas paredes. Así, lo que había pasado a ser una joya modernista recupera el carácter de lo que había sido: una casa, un puesto de trabajo y un lugar de encuentro e incluso de asombro; todo, menos una joya modernista.
Y a cada historia, más historias; a cada incógnita resuelta, nuevas incógnitas: “Nos ha llegado una carta de América que explica que la casa no fue comprada en realidad por mi abuelo Antoni, sino por su hermano José”, ha revelado de forma inesperada Antoni, abriendo un nuevo capítulo a esta historia de historias. ¿Por qué alguien compraría un tesoro modernista y se la regalaría luego a su hermano? Un nuevo interrogante que tratará de resolver la Casa Vicens para reconstruir el rompecabezas de su pasado.