Tenemos un teatro muy bueno. Hacemos un teatro muy bueno, somos la hostia en patinete en interpretación y dramaturgia, y también en dirección. Amèrica está dispuesta en torno a una mesa: no sólo la acción, sino también el público, con el formato de gradas partidas por la mitad como un parlamento británico o como si, efectivamente, fuéramos comensales a distancia.
Si Julio Manrique se ha cuidado de todo, Julio Manrique ha hecho un trabajo impecable: a destacar, recursos interpretativos que son tan de verdad y que incluso dan tanta rabia (gestos, miradas, actitudes dialécticas que hemos aprendido todos del cuñado en la sobremesa de Navidad o de la peor de las peleas entre nuestros padres) que ni nos damos cuenta de tan pequeños que son. ¿Eso lo hacen los actores o lo hace Manrique? No sé, pero el resultado del pacto es superlativo. Una interpretación de detalles, de manufactura delgada, exquisita, generosísima. Mireia Aixalà en primer lugar, seguida muy de cerca por Joan Carreras. Ella, porque es inesperada, porque es un papel menos previsible, menos estereotipado, que da más margen a la creatividad y la originalidad: la mujer frívola del multimillonario, en definitiva. Y él, porque Joan siempre, cuando le tocan papeles de hombre prepotente, lo hace tan bien que le matarías. Esa debilidad infinita que contiene este tipo de arrogancia, la clava. La borda. La encarna.
La obra contiene muchos más tesoros, pero vayamos por partes. Situación: el hijo de un matrimonio multimillonario, futuro heredero de una fortuna derivada en parte de la actividad esclavista de su antepasado en Cuba durante los últimos años del siglo XIX (como en algunos casos de la burguesía catalana), presenta su novia para cenar. Y la novia (Kayla) es “así como es”, es decir, negra. Americana, afroamericana, pero negrita, pobrecita.
Esta obra, tan de aquí, tan sobre nosotros, conecta nuestros dilemas nacionales con los de todo el mundo: derribar la estatua del Marqués de Comillas (o la de Cristóbal Colón) o bien considerar qué suerte tuvimos, de ellos, por tantas otras cosas
La comida se desarrollará durante la Diada del 2021, aunque antes ya habremos presenciado las costumbres adúlteras del padre mientras está en Nueva York precisamente el 11 de septiembre de veinte años antes, es decir, mientras caían las Torres Gemelas: un enlace que Sergi Pompermayer, el autor, quiere hacer entre el 11-S universal y el nuestro, y entre América y nosotros. El siguiente enlace ya tendrá la forma explícita de flashbacks constantes: pero ahora, hacia el antepasado esclavista (también encarnado por Joan Carreras) y hacia su esclava, que bautiza como a Amèrica, y que encarna a la misma actriz que representa la novia, una impecable Tamara Ndong. “Nuestra Sidney Poitier”, si admitimos que buena parte de la situación nos recuerda inevitablemente la película Adivina quién viene a cenar: ser negro, ser invitado entre blancos poderosos, y todo lo que conlleva.
No hay nada que decir sobre el guión, quiero decir que lo diría todo: delicioso, perfecto, rítmico, astuto, lleno de buenas ideas, provocador, atrevido, ágil, sexy. Se mantiene así hasta el final, o hasta poco antes del final, donde me sabe mal que el regusto ideológico sea demasiado explícito. No era necesario, Sergi. No hacía falta ni siquiera tomar partido, porque ya tomas partido escogiendo este tema. El partido que debías tomar era el que ya has ganado con unos diálogos tan eléctricos y tan llenos de contradicciones, de emociones, de rabia contenida (por ambos lados). El conflicto debería ser el tema, el mensaje, y ya se presupone que el público se decantará a favor de más bien ir tendiendo a condenar la esclavitud (a no ser que me equivoque mucho).
Quiero decir, que la gracia del texto es el conflicto de intereses, que existe, y que debería hacernos pensar no tanto en los excesos de los esclavistas catalanes, que también, sino en la razón que puede tener un heredero de estos antecesores por proteger su fortuna, su reputación, su dignidad y, sobre todo, la seguridad de su hijo. Es decir: me sabe mal que en el pasado los negros fueran esclavizados, pero a mí lo que me corresponde es asegurarme de que a mi hijo le quieres. Y que le quieres tal y como es. Con sus antepasados, también. Para mí el conflicto es bastante interesante, es suficiente mensaje, es suficientemente el tema, y si Pompermayer quiere dejar claro hacia dónde se decanta, yo sólo puedo decir tres cosas: la primera, que yo también. La segunda, que esto no interesa a nadie (y lo que piensa el guionista, ya nos lo suponemos). Y la tercera, que no es la fuerza del guión. Que la gracia está en la guerra, y en los gestos, y en la sutil presencia del cinismo en cada molécula de aire. Hay más mensaje en las frases secas de la abuela con Alzheimer, que en ningún discurso final.
El personaje de la abuela te lo comerías, no porque se haga querer, sino por lo bien hallado que está y lo bien que encaja en la discusión: es el pasado, que nos observa, que tiene memoria aunque parezca que le falle, porque sabe muy bien de dónde viene y quién es. “Remember who you are”, que diría el padre del Rey León. “Hostes vingueren”, dice el gesto de la abuela que apenas dice algo, del mismo modo que el síndrome de Estocolmo manifestado por la criada nos expresa que hay cosas, actitudes, posos, que nunca cambian. La esclavitud está abolida, sí. Pero el esclavismo que corre por algunas venas, en algunos caracteres, no.
Tenemos un teatro muy bueno, hacemos un teatro muy bueno. Esta obra, tan de aquí, tan sobre nosotros, conecta nuestros dilemas nacionales con los de todo el mundo: derribar la estatua del Marqués de Comillas (o la de Cristóbal Colón) o bien considerar qué suerte tuvimos, de ellos, por tantas otras cosas. Identificar qué parte de nosotros disfruta todavía, indirectamente, de aquellos abusos de hace siglos. Y qué le podemos hacer, si es que podemos hacer algo. Ésta es la parte que más me gusta de la obra: hay cosas que podemos hacer, y otras que ya no tendrán remedio. El pasado no lo podremos borrar, y además lo llevamos dentro, en los huesos. Catalunya se creó matando a moros. Y, si bien sabemos cómo queremos los 11-S del futuro (libres, antiesclavistas, igualitarios, democráticos y justos), los 11-S del pasado y del presente (como los fantasmas de las Navidades de Dickens) todavía están llenos de privilegios de raza, de clase y de geopolitica. ¿A qué parte de ellos exactamente estamos dispuestos a renunciar? Pensadlo bien: aunque no lo parezca, podría comportar renunciar a vosotros mismos.