Resultaba arriesgado plantear una adaptación teatral de ese Ensayo de la ceguera escrito premonitoriamente por José Saramago como lo ha hecho el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) y el Teatro Nacional São João. Mezclar el catalán con el portugués continuamente, a pesar de contar con la ayuda de subtítulos, y hacerlo durante más de tres horas podía parecer atrevido, incluso temerario, más con una trama que tampoco es fácil de digerir. Pero arriesgarse a veces vale la pena. Carme Portaceli y Nuno Cardoso, con la dramaturgia de Clàudia Cedó, lo han demostrado. Quienes quieran comprobarlo por sí mismos yendo a ver la obra, programada como una de las principales de la temporada, tienen hasta el domingo 30 de octubre. Si les va mal, la obra seguirá su gira en Braga, Aveiro y Oporto.
Con un reparto mixto, formado por actores catalanes y portugueses, el espectáculo ha conseguido esa ambigüedad narrativa del escritor portugués, que prescinde de los símbolos de puntuación tradicionales y confunde al lector con páginas y páginas sin puntos y diálogos en los que no deja claro quien habla. Cada personaje tiene un doble, que se expresa en el otro idioma y con el que se va intercambiando las escenas, lo que genera esa sensación de desamparo tan saramaguiana. Pensándolo, da igual quién interprete a cada personaje, al fin y al cabo, sus historias podrían ser la de cualquiera de nosotros.
En este juego de dobles, sorprende escuchar el portugués y darse cuenta que no dista tanto del catalán ni del castellano, que hay expresiones que son iguales, palabras que intuyes pese a que suenen diferentes. Siempre de espaldas a Portugal, ese gran desconocido derrotado por Francia, la coproducción del TNC y el teatro de Oporto ha conseguido acercar un poco a las dos culturas, a la espera de que se reconozcan al nivel que deberían. Carme Portaceli persigue con coproducciones como esta seguir internacionalizando a la sala catalana y probablemente ha conseguido mucho más. Y es que no es de extrañar que uno encuentre a muchos portugueses entre el público que va a ver Assaig sobre la ceguesa y siga escuchando su idioma cuando el telón ya ha caído, visibilizando unos vecinos que igual no pensábamos que teníamos.
Todo esto sin entrar en la trama de la novela de Saramago, ya escrita desde su exilio en Lanzarote, donde vivió los últimos 20 años de su vida, lo que hizo que muchos, entre ellos Portaceli, pensaran que era español. El escritor tejió en Ensayo sobre la ceguera una historia universal en la que una sociedad ve como sus ciudadanos se contagian de una dolencia desconocida e inexplicable, denominada por las autoridades como ceguera blanca. El gobierno va improvisando medidas, castigando y abandonando a su suerte a los enfermos, prefiriendo que mueran cuanto antes y poder solucionar así lo que viene a ser un trámite más, protegidos siempre por los tecnicismos. Uno se pregunta cómo se sentirán los políticos —reales— que a veces se encuentran sentados en los asientos del TNC, como algún flamante conseller, qué pensarán de la desidia y la desconfianza hacia los de su clase que pensó Saramago.
En las páginas de Ensayo sobre la ceguera y estos días en el TNC, el caos se acaba apoderando y los que antes eran ciudadanos ordenados y cumplidores se dejan llevar por sus instintos más primarios y sus necesidades más egoístas, hasta crueles. Impactantes son la mayoría de las escenas de descontrol y supervivencia agría que se viven en el manicomio donde, irónicamente, el gobierno decide encerrar a los primeros enfermos. Los débiles son siempre ellas, las que cuidan, se preocupan y con las que se puede hacer cualquier cosa. Porque, hasta en el desorden, los que se creen los fuertes acaban engañando y abusando de los que consideran que están por debajo. Por suerte, también son ellas las que siempre ven más y, en una sociedad ciega, eso siempre ayuda.
Analizar todo esto con las gafas poscovid, pensando en pandemias, confinamientos o estados de alarma, todo lo que Saramago describió en la década de los 90, suena, salvando las distancias, a conocido y a nadie le resulta ajeno. Leer su libro años antes del coronavirus parecía ciencia ficción, imposible que pudiera pasar, una buena historia con la que reflexionar pausadamente y sin sobresaltos sobre lo peligrosos que pueden llegar a ser los seres humanos, pero Saramago ha demostrado tener algo de brujo visionario. Choca ver las escenas que escribió, más para los que van al teatro sin la novela leída, y notar su vigencia. Se provoca así la sensación que rezuma en toda la adaptación que ha hecho el TNC y el Teatro Nacional São João, los protagonistas de la obra podríamos ser nosotros mismos y, si no nos damos cuenta, igual es porque nosotros andamos igual de ciegos.
Si tenemos algo de suerte, Saramago se equivocó en alguna prospección. Preocúpense si en las siguientes elecciones gana el voto en blanco. La pandemia ya ha pasado, pero Ensayo sobre la lucidez, la continuación de la novela que ha dejado de ser tan distópica, es la siguiente pantalla. Y, desgraciadamente, volvemos a salir malparados.