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nas semanas antes de la proclamación de la República, en una visita con amigos al dancing barcelonés La Criolla, Josep Pla anotó en el álbum de firmas dellocal: “Tenen un cafè ple de vida, que és un gran element turístic i ens fa quedar molt bé”. Era el 13 de febrero de 1931. El 15 de junio del mismo año, el periodista Sebastià Gasch garrapateaba en las mismas páginas la siguiente dedicatoria: “Al señor Antonio, cordialíssim amo de La Criolla, l’únich lloch de Barcelona que ens fa quedar bé davant els estrangers”. Resulta significativa la alusión, en ambos casos, a la atracción turística. La Criolla, un establecimiento que abrió sus puertas en 1925 en el número 10 de la calle Cid —casi al tiempo que Francisco Madrid inventaba el topónimo Barrio Chino para aludir a una de las zonas más degradadas del distrito quinto de la ciudad condal, primero en unos reportajes en El Escándalo y al año siguiente en el best seller Sangre en Atarazanas—, fue un lugar mítico, visitado por españoles de todos los sectores sociales y por turistas europeos. En la segunda mitad de la década de 1920 y, en especial, en la siguiente, La Criolla se convirtió en el espacio más transgresor, cosmopolita y atractivo de Barcelona, en donde circulaba la cocaína —la llamada mandanga o, si era de especial calidad, mandanga chachi—, la homosexualidad y el travestismo se expresaban libremente, la prostitución era bienvenida y el baile entre personas del mismo o de distinto sexo al ritmo desenfrenado de una orquestina era, propiamente ya, un espectáculo.
“Las damas y los caballeros parados en la puerta de La Criolla llamaban muy poco la atención. El barrio estaba acostumbrado a este tipo de visitas, se había hecho ya bastante literatura sobre el aspecto purulento del distrito quinto, y los extranjeros y los curiosos del país eran recibidos en La Criolla de una manera normal y correcta”.
La Criolla devino el centro de las tournées des grans ducs en Barcelona. La prensa y la literatura propiciaron este fenómeno. Londres, París y otras ciudades europeas habían vivido situaciones parecidas desde el siglo XIX, que suponían un descubrimiento de los bajos fondos urbanos, degradados y pintorescos, con sus putas y rateros, curdas y navajazos, malos olores y peligrosidad. La expresión, en francés, aludía a los excesos y derroches de los grandes duques rusos en la ciudad del Sena y se aplicaba al grupo de turistas, locales o extranjeros, que, durante una noche, se lanzaban a la búsqueda de exotismo y nuevas sensaciones en un ambiente cercano a la miseria. Josep Maria de Sagarra, en Vida privada (1932), describió una visita de este tipo a La Criolla. En uno de los pasajes, apuntaba: “Las damas y los caballeros parados en la puerta de La Criolla llamaban muy poco la atención. El barrio estaba acostumbrado a este tipo de visitas, se había hecho ya bastante literatura sobre el aspecto purulento del distrito quinto, y los extranjeros y los curiosos del país eran recibidos en La Criolla de una manera normal y correcta”. El cielo o el purgatorio burgués y aristocrático eran trasladados, por unas horas y controladamente —un poco de miedo, sin embargo, era imprescindible para completar esta búsqueda de sensaciones excitantes y experimentos antropológicos—, al infierno urbano. La lista de visitantes famosos no es corta. La Criolla situó Barcelona en la vanguardia del turismo europeo en la etapa de entreguerras.
Es reciente la aparición de un interesante libro de Paco Villar dedicado, precisamente, al famoso establecimiento que fue La Criolla. Con el subtítulo La puerta dorada del Barrio Chino, el autor desgrana con detalle y amenidad la historia de La Criolla, entre su inauguración en 1925 hasta 1938, cuando una bomba de la aviación italiana impactó de lleno en el local. Además de reconstruir las distintas etapas del famoso dancing —con sus parroquianos, espectáculos variados y apreciado reservado—, Villar elabora una auténtica biografía de la sórdida calle Cid, desde su época industrial hasta la del aparente esplendor de la década de 1930, sin olvidarse de las siniestras casas de dormir, los concurridísimos burdeles del Manquet, la taberna La Mina que inmortalizara Juli Vallmitjana, La Taurina —la niña Carmen Amaya bailó allí—, el concurso de belleza Miss Barrio Chino, exclusivamente para travestidos, o los crepusculares transformistas. Tampoco faltan personajes como Flor de Otoño o Maruja Guerrero, la Reina del Barrio Chino. Es otra Barcelona, que nos recuerda unos años de transgresión, alegría y libertad sexual. Pero también aparece como una convulsa capital, con amplias zonas barriobajeras de miseria lacerante, que se convirtió en uno de los principales centros mediterráneos de la trata de blancas, de la prostitución y del consumo de drogas. Como asegurara en 1934 el ya citado Francisco Madrid, La Criolla, junto con Cal Sagristà —o Casa Sacristán, en la misma calle Cid o, como decían algunos ilustres visitantes galos, del Cid Campeador—, dieron más fama a la ciudad catalana que la Exposición Internacional de 1929 y que su museo románico.
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nas semanas antes de la proclamación de la República, en una visita con amigos al dancing barcelonés La Criolla, Josep Pla anotó en el álbum de firmas dellocal: “Tenen un cafè ple de vida, que és un gran element turístic i ens fa quedar molt bé”. Era el 13 de febrero de 1931. El 15 de junio del mismo año, el periodista Sebastià Gasch garrapateaba en las mismas páginas la siguiente dedicatoria: “Al señor Antonio, cordialíssim amo de La Criolla, l’únich lloch de Barcelona que ens fa quedar bé davant els estrangers”. Resulta significativa la alusión, en ambos casos, a la atracción turística. La Criolla, un establecimiento que abrió sus puertas en 1925 en el número 10 de la calle Cid —casi al tiempo que Francisco Madrid inventaba el topónimo Barrio Chino para aludir a una de las zonas más degradadas del distrito quinto de la ciudad condal, primero en unos reportajes en El Escándalo y al año siguiente en el best seller Sangre en Atarazanas—, fue un lugar mítico, visitado por españoles de todos los sectores sociales y por turistas europeos. En la segunda mitad de la década de 1920 y, en especial, en la siguiente, La Criolla se convirtió en el espacio más transgresor, cosmopolita y atractivo de Barcelona, en donde circulaba la cocaína —la llamada mandanga o, si era de especial calidad, mandanga chachi—, la homosexualidad y el travestismo se expresaban libremente, la prostitución era bienvenida y el baile entre personas del mismo o de distinto sexo al ritmo desenfrenado de una orquestina era, propiamente ya, un espectáculo.
“Las damas y los caballeros parados en la puerta de La Criolla llamaban muy poco la atención. El barrio estaba acostumbrado a este tipo de visitas, se había hecho ya bastante literatura sobre el aspecto purulento del distrito quinto, y los extranjeros y los curiosos del país eran recibidos en La Criolla de una manera normal y correcta”.
La Criolla devino el centro de las tournées des grans ducs en Barcelona. La prensa y la literatura propiciaron este fenómeno. Londres, París y otras ciudades europeas habían vivido situaciones parecidas desde el siglo XIX, que suponían un descubrimiento de los bajos fondos urbanos, degradados y pintorescos, con sus putas y rateros, curdas y navajazos, malos olores y peligrosidad. La expresión, en francés, aludía a los excesos y derroches de los grandes duques rusos en la ciudad del Sena y se aplicaba al grupo de turistas, locales o extranjeros, que, durante una noche, se lanzaban a la búsqueda de exotismo y nuevas sensaciones en un ambiente cercano a la miseria. Josep Maria de Sagarra, en Vida privada (1932), describió una visita de este tipo a La Criolla. En uno de los pasajes, apuntaba: “Las damas y los caballeros parados en la puerta de La Criolla llamaban muy poco la atención. El barrio estaba acostumbrado a este tipo de visitas, se había hecho ya bastante literatura sobre el aspecto purulento del distrito quinto, y los extranjeros y los curiosos del país eran recibidos en La Criolla de una manera normal y correcta”. El cielo o el purgatorio burgués y aristocrático eran trasladados, por unas horas y controladamente —un poco de miedo, sin embargo, era imprescindible para completar esta búsqueda de sensaciones excitantes y experimentos antropológicos—, al infierno urbano. La lista de visitantes famosos no es corta. La Criolla situó Barcelona en la vanguardia del turismo europeo en la etapa de entreguerras.
Es reciente la aparición de un interesante libro de Paco Villar dedicado, precisamente, al famoso establecimiento que fue La Criolla. Con el subtítulo La puerta dorada del Barrio Chino, el autor desgrana con detalle y amenidad la historia de La Criolla, entre su inauguración en 1925 hasta 1938, cuando una bomba de la aviación italiana impactó de lleno en el local. Además de reconstruir las distintas etapas del famoso dancing —con sus parroquianos, espectáculos variados y apreciado reservado—, Villar elabora una auténtica biografía de la sórdida calle Cid, desde su época industrial hasta la del aparente esplendor de la década de 1930, sin olvidarse de las siniestras casas de dormir, los concurridísimos burdeles del Manquet, la taberna La Mina que inmortalizara Juli Vallmitjana, La Taurina —la niña Carmen Amaya bailó allí—, el concurso de belleza Miss Barrio Chino, exclusivamente para travestidos, o los crepusculares transformistas. Tampoco faltan personajes como Flor de Otoño o Maruja Guerrero, la Reina del Barrio Chino. Es otra Barcelona, que nos recuerda unos años de transgresión, alegría y libertad sexual. Pero también aparece como una convulsa capital, con amplias zonas barriobajeras de miseria lacerante, que se convirtió en uno de los principales centros mediterráneos de la trata de blancas, de la prostitución y del consumo de drogas. Como asegurara en 1934 el ya citado Francisco Madrid, La Criolla, junto con Cal Sagristà —o Casa Sacristán, en la misma calle Cid o, como decían algunos ilustres visitantes galos, del Cid Campeador—, dieron más fama a la ciudad catalana que la Exposición Internacional de 1929 y que su museo románico.