Bajar en la parada de Foc ya es en sí un acto reivindicativo, por las décadas que costó llevar el metro hasta la Marina. El largo y amplio paseo de la Zona Franca se extiende en sentido mar y montaña. Algunos acróbatas madrugadores ya danzan sobre el gran skatepark que hace zigzag a pocos metros de la parada y, un poco más allá, asoma el extremo del recinto de Fira Gran Via. En la acera de enfrente se están levantando algunos de los muchos edificios que llenarán el barrio de pisos y de nuevos vecinos. “La Marina ganará 30.000 viviendas en los próximos años”, es el ya conocido titular que mira hacia un barrio ahora de contrastes, donde conviven antiguas viviendas y recintos con modernos edificios de pisos y oficinas.
El paseo tiene como banda sonora el continuo zumbido de las obras; cuando cesa, aunque sea por un momento, se oyen pájaros que pueblan la maleza que rodea los esqueletos de los futuros bloques de vivienda. Aquí la naturaleza parece más exuberante que en otros barrios, sale disparada de debajo de cada árbol, y alcanza su máxima expresión en el nuevo y descomunal parque de las Trece Rosas.
Recorrerlo despierta el hambre. ¿Dónde desayunar en La Marina? “Hace poco que vivo en el barrio, pero ahí hacen buenos bikinis“, cuenta un vecino. Y voy a Tu Tesoro mientras vecinos entran, desayunan, conversan y se van. Si hay que probar el bikini, se prueba. “Llevo un año viviendo aquí, y no sabía que tenían comida colombiana”, comenta un vecino al propietario, que responde algo que parece habitual en un barrio bajo construcción: “Llevamos también justo un año aquí”.
En un barrio nuevo donde todo está en construcción, ¿hay algo de toda la vida? “A cuatro pasos tienes el restaurante Perancho, lleva aquí como cincuenta años”. Cincuenta no, muchos más, puntualiza detrás de la barra Gerardo García. Los bisabuelos del ahora administrador del restaurante lo abrieron hace 80 años.
Desde entonces, han visto cambiar el barrio y su clientela, desde los trabajadores de los polígonos y residentes de las casas baratas a los actuales vecinos. La cuarta generación, que echa en falta más comercio en la nueva Marina, mantiene el emblema del Perancho, que no para de crecer: una colosal tortilla de patatas: “Las hacemos de ocho kilos”.
— ¿Y qué queda de ese barrio de hace 80 años?
Me envía de cabeza a la Colònia Bausili. Parece ser el rincón más antiguo del barrio; no queda rastro de los grandes rebaños de ganado que poblaban la zona hace 200 años, pero aún permanece la huella de las fábricas textiles, que tiñeron las tierras de rojo con sus tintes y le dieron al barrio el nombre de Marina del Prat Vermell.
De camino a la antigua colonia, las calles están tranquilas de una forma casi inquietante. Escondida detrás de una gasolinera de nuevo en el Paseo de la Zona Franca, la Colònia Bausili resiste como el último vestigio popular del barrio. Escaleras que se entrecruzan trasladan a la Barcelona del pasado, pero el olor a basura devuelve al presente. “Mira mira, asómate”, cuchichea una vecina desde lo alto de las escaleras mientras barre su entrada, esa sí, impoluta. Decenas de bolsas de basura se apilan junto a la antigua construcción de dos plantas.
Le pregunto a la mujer, pero se ha vuelto a meter en casa con la escoba; mientras, otra vecina se asoma desde la planta inferior. Me mira desde una puerta de entrada con una singular apertura superior, desde la que apura un cigarro, en un ritual que parece hacer a diario. Con la mirada penetrante enmarcada por el humo, la peculiar ventana y el paso del tiempo, Juana relata como, de las 22 viviendas de la colonia, solo quedan cinco con vecinos; el resto están vacías y tapiadas.
“Antes éramos como una familia, celebramos todas las fiestas y pasábamos el rato juntos en la calle, la teníamos llena de flores”. Ahora han cambiado las flores por la basura y el incivismo de unos vecinos, y por el nerviosismo ante la intención de un fondo de inversión de reconvertir el complejo en oficinas.
— ¿Cómo? ¿¡Pero esto no está protegido!?
El desconcierto se corta cuando llega Maite, la hija de Juana, que vive en el mismo lugar en el que se establecieron sus abuelos hace 50 años, ahora también con su hijo pequeño. Maite se suma a las quejas e indignación de su madre, mientras Juana se enciende otro cigarro, y el humo y la conversación se diluyen al mismo ritmo que la memoria de los barrios.