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Por un nuevo contrato social

Lo que representaba una ventaja, disponer de una sociedad bien estructurada, con grandes acuerdos en sectores como la educación, sanidad o servicios públicos, se convirtió en un freno para un mundo globalizado que, gracias a la digitalización, podía ir eliminando los costosos esfuerzos económicos y de tiempo necesarios para el consenso social para decisiones que quedaban determinadas por la evolución tecnológica

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o pasa un solo día en que no encontremos en las páginas de los medios de comunicación una nueva noticia que trastoca la estabilidad política. Uno de los principales factores que sostienen y apuntalan la  estabilidad de una sociedad es el contrato social que rige en toda colectividad; un contrato social que se basa en un simple principio, que los ciudadanos acuerdan limitar la libertad individual para obtener una serie de derechos en favor de un proyecto común. Jacques Rousseau lo exponía en su obra El contrato social cuando observaba “la total enajenación de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad (…) cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general”. La voluntad general a la que se refiere Rousseau es en cierta medida la base del contrato social, pues los individuos la asumen en beneficio propio y del resto de la comunidad. Las reivindicaciones del sector del taxi, con una dura huelga que ha afectado a miles de ciudadanos, contra el ataque de las VTC a su negocio son un claro ejemplo de que el contrato social que nos habíamos impuesto debe ser revisado si no se quiere poner en riesgo la cohesión social.

Los ciudadanos que forman parte del núcleo de resistencia a estos cambios, como es el sector del taxi y en un futuro próximo el sector público de transporte cuando lleguen los coches sin conductor, solo pueden ya emboscarse a la espera de que la realidad asalte definitivamente su mundo acabado

Cuando en los años 80 irrumpe el concepto de globalización o, en términos francófonos de mundialización, se pensaba que abría enormes posibilidades para profundizar en el contrato social del que, de forma implícita, se habían dotado muchas democracias liberales para avanzar políticamente y económicamente. Una de las principales armas para actuar en un mundo globalizado era que las democracias liberales habían construido sistemas de mediación que facilitaban los acuerdos, el consenso y los pactos entre las patronales,  los sindicatos, el sector financiero y el Estado para garantizar un objetivo común. La mediación permitía afrontar con mayores garantías el reto de la globalización frente a países con menor capacidad de articulación social y sistemas políticos autoritarios.

Sin embargo, lo que representaba una ventaja, disponer de una sociedad bien estructurada, con grandes acuerdos en sectores como la educación, sanidad o servicios públicos, se convirtió en un freno para un mundo globalizado que, gracias a la digitalización, podía ir eliminando los costosos esfuerzos económicos y de tiempo necesarios para el consenso social por decisiones que quedaban determinadas por la evolución tecnológica. Las empresas tecnológicas podían actuar en cualquier país del mundo desde centros de decisión que siempre se movían en la lógica de evitar, para su óptimo crecimiento, los sistemas de medición de los países en los que impactaba. La consecuencia de este proceso que han vivido sectores como la prensa de papel, las empresas logísticas, el sector de la cultura y en especial el sector de la música, el turismo o la restauración, ahora se está  extendiendo a todas las capas de la sociedad afectando a la mayoría de los ciudadanos. Los ciudadanos que forman parte del núcleo de resistencia a estos cambios, como es el sector del taxi y en un futuro próximo el sector público de transporte cuando lleguen los coches sin conductor, solo pueden ya emboscarse a la espera de que la realidad asalte definitivamente su mundo acabado.

Esta evolución culminará en una sociedad post humana de la que ahora solo podemos advertir una pequeña parte de los beneficios y prejuicios que conllevará. En este contexto debemos situar la crisis del taxi. La violencia, la tensión y la resistencia frente al cambio que expresan los taxistas es el resultado de la certeza de que su tiempo se acaba

Los ciudadanos que forman parte de aquellos que colaboran con los cambios y los precipitan se encuentran atrapados por un nuevo mundo donde sus derechos son difusos cuando no directamente explotados por una realidad que promete mucho pero que puede llegar a dar menos que el viejo mundo. Nos encontramos ante una nueva situación, en  que los consensos sociales que se habían alcanzado van quedando debilitados a medida que avanza la robótica como máxima expresión del cambio. Esta evolución culminará en una sociedad post humana de la que ahora solo podemos advertir una pequeña parte de los beneficios y prejuicios que conllevará. En este contexto debemos situar la crisis del taxi. La violencia, la tensión y la resistencia frente al cambio que expresan los taxistas es el resultado de la certeza de que su tiempo se acaba, como acabó la industria del carbón en Asturias o desaparecieron los astilleros en el País Vasco o Galicia. La experiencia vivida frente a la reacción de los taxistas ante la amenaza de los VTC nos deja una sensación agridulce. Esta crisis manifiesta que algunas de las bases del contrato social implícito, que regía en nuestra sociedad ha saltado por los aires. Ahora toca el que salve quien pueda. El proceso de cambio deberá provocar que las instituciones, las plataformas sindicales, las patronales y los partidos políticos se muevan para estudiar cómo poner en marcha un nuevo contrato social en el que se tengan en cuenta los costes de la transición que estamos viviendo y garantizar que las nuevas formas de organización económica asuman restaurar mecanismos de mediación que permitan anticipar el problema y propiciar la solidaridad en una sociedad cada vez más dividida entre los que forman parte del viejo mundo y los que forman parte del nuevo.