Ni un solo cuadro o escultura de Picasso dedicado directamente a Miró. A la inversa, he contado al menos unos ocho. Ver este desequilibrio de actitudes nada tiene que ver con una mayor amistad de uno hacia otro, o menos de un desequilibrio de fascinaciones, pero sí hace pensar sobre la idea de amistad que ambos debían tener. Mejor dicho, hace pensar sobre cómo la forma de gestionar la amistad retrata a las personalidades con una precisión nada abstracta.
Me ha hecho recordar la cósmica diferencia entre la amistad (más que amistad) que sentía y ejercía Lorca hacia Dalí en comparación con su retorno a la inversa: Dalí claramente estaba fascinado por Lorca, pero tenía mucha más fascinación por sí mismo o bien mucha más prisa por ser un gigante, un coloso tan dorado, hiperbólico e inalcanzable que era difícil de encajar en mecanismos tan humanos como el de la amistad: la amistad es igualitaria, democrática, gratuita y casi socialista, mientras que Dalí era demasiado angelical para ser humano, demasiado creyente en la monarquía individual como para ser demócrata, demasiado pendiente de la deuda del mundo con él y con un ego demasiado comparable al de Picasso como para ser socialista o comunista. Es decir: Miró era un buen amigo, Picasso tampoco.
Los retrató, sin saberlo, Orson Welles en la famosa entrevista donde diferencia a aquellos artistas que ponen el arte por encima de todo, que serían los ejemplos de Dalí o Picasso, pongamos por caso, de aquellos artistas que ponen la amistad por encima de todo. Que serían el caso de Miró o Lorca, y que seguramente por eso son más vulnerables, es decir, más fuertes.
La creación que sale de esta exposición es un duelo de virtuosos que esperan abajo, tomando una copa sucios de pintura, mientras nosotros todavía intentamos atraparlos
La exposición del Miró-Picasso del Museu Picasso es sobre todo una exhibición de caracteres, de dos personalidades, dos cosmogonías no antagónicas (en absoluto) pero sí contrapuestas que muestran más que nunca, con una claridad única y excepcional, la mirada diferente que ya sabíamos que tenían. Los ves dialogando en la infinidad de salas que se han dispuesto, un recorrido verdaderamente imprescindible e irrepetible que nadie debería perderse porque será una vez en la vida, y te imaginas los ojos de Joan regalando el Universo entero a Pablo, como lo regalaba también de vuelta a todo el Universo, mientras Pablo respondía con un tono más masturbatorio, más pagado de sí mismo, más necesidad de marcar huella, mirad lo que sé hacer.
Se aman, está claro que sí. Y conviven, y se respetan, y se influencian. Las semejanzas entre algunas obras sí que sorprenden, como en la disposición en paralelo de Gran desnudo en un sillón rojo de Picasso y Flama en l’espai i dona nua de Miró, porque demuestran como de vez en cuando dos pinceles se pueden tocar involuntariamente como dos boxeadores en el vestuario. Sobre todo cuando conviven tanto y cuando las obras son de tan fechas tan cercanas, el ambiente de principios de los 30 donde todo parecía tan posible como pintar estas dos obras tan parecidas y tan diferentes, y tan rompedoras ambas.
Picasso rompe con todo, Miró rompe con el todo y con la nada, y entre los dos, unidos por París y por Barcelona, rompen la idea de la realidad. “Yo no pinto nada que no haya visto”, dice Picasso de forma revolucionaria, y Miró no pinta nada que no haya creado antes. Copiar un árbol es lo contrario de pintar la realidad, ciertamente, y ninguno de los dos pinta para ser comprendido sino para progresar. Nos dicen ambos a la vez que, cuando los observamos, hagamos el favor también de crear. Y viéndoles hoy, en esta exposición en Barcelona, la creación que sale es un verdadero duelo de virtuosos que esperan abajo, tomando una copa sucios de pintura, mientras nosotros todavía intentamos atraparlos.
Al principio de todo, La Masia de Miró. El icónico cuadro que nunca tenemos ocasión de ver, aquel que Joan decía que resumía todo el mundo que le rodeaba, y que Hemingway compró en París (antes de que Picasso se lo llevara a los toros en Pamplona). Éste es el resumen del temperamento de Miró, no dejarse nada, hacer obras que lo expliquen todo, que miren desde arriba y hacia arriba (de ahí que merezca bautizar el aeropuerto). El temperamento de Picasso es en cambio seco, tensionado, más concentrado en forzar una llave de judo en la realidad que en mirarla de lejos. Como decía él mismo: “Si quiere descubrir cómo es un artista, hágalo hacer un círculo perfecto. El círculo no será perfecto, pero podremos saber su personalidad y su temperamento”. Miró y Picasso, dos círculos imperfectos encajados en un solo retrato, en una obra, en una sola exposición.
Se diría que Barcelona todavía se agarra demasiado a estos dos mitos, que no sale de aquí, también como en un círculo de nostalgia y de vanguardia superada. Quizá sí. Pero quizá sea la nuestra, imperfecta también, forma de dibujar un círculo. Nuestro temperamento. No se trata de rehuirlo, el círculo: se trata de no empequeñecerlo. Exactamente lo que supieron hacer, al mismo tiempo, estos dos perfectos amigos e imperfectos temperamentos.