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asta la época de Luis XIV, las ferias parisinas conformaban un entretenimiento de primer orden para sus ciudadanos, ansiosos de descubrir nuevos pasatiempos además de cortar un gigantesco salchichón. Juglares, marionetas y fieras salvajes se mezclaban con salazones, vinos, objetos utilitarios de poca monta e ilusionistas de lengua larga. A partir de la Edad Media, las ferias prosperaron por toda Europa: pan y circo para el pueblo. Con todo y con ello, en la Inglaterra de 1683 una de las mayores atracciones consistía en un puesto con impresora que, por 6 peniques, te permitía comprar tu nombre impreso. No obstante, a partir del reinado de Luis el Grande, el Rey Sol, hubo una feria que se distinguió del resto: la del barrio residencial de Saint-Germain, que abrió una nueva página en la historia del shopping refinado. Cubiertos de plata y joyas, bellos tejidos u objetos y productos exóticos importados por la Compañía Francesa de las Indias Orientales se ofrecían en los veinte pabellones que, durante dos meses, crearon una nueva fórmula de ocio que no incluía a mujeres barbudas. Fue en ella donde, en 1672, se tomó por primera vez café en un lugar público. Un siglo más tarde, la gran viajera Lady Mary Wortley Montagu, relataba que nada en Inglaterra podía compararse con un paseo por esa feria parisina. En Saint-Germain, siglos antes del esplín existencialista de café noisette, nació el mercadillo nocturno —ocio por duplicado— y se empezó a cultivar una mirada educada en la belleza, que sabía apreciar las ropas de alta costura al igual que la alegría del hallazgo ante aquellos objetos viajados, portadores de un valor simbólico más allá de la antigualla. Pronto el barrio se convirtió en el preferido de enciclopedistas y literatos, y en él nacería la bohemia moderna.
En pleno siglo XXI, cuando la tecnología solapa la experiencia física de la compra, las ciudades abren sus entrañas en busca de reformulaciones del mercado: lugares donde la memoria se abandona, pero también puede despertar sobresaltada. En Bath, al lado de la georgiana Green Park Station, junto a viejos vagones, en un pequeño cercado, se ofrecen flores y tomates ecológicos, tartas de manzana, relojes de diseño, camisetas con mensaje o chocolates con intenciones. Se trata de un patrón global que, ya sea en Londres, París, Ámsterdam, Oslo, Madrid —con su Mercado de Motores—, o Lisboa, reúne diseño joven, restaurantes veganos, cartas de cervezas artesanas, neoartesanía, smoothies de colores saturados y jóvenes en bicicleta. Unos les llaman bohos —bohemian chic, aunque la etiqueta sea muy siglo XX—, otros hipsters y millennials, también yuccies, la evolución cool de los yuppies engominados. Tanto es así que la palabra bohemia arrastra una carga melancólica. Carece de singularidad, y por supuesto de extravagancia.
El normcore ha uniformado a una generación de jóvenes emprendedores que viven en casas de inspiración nórdica, tienen niños rubios y veranean en Formentera. A diferencia de la mentalidad años noventa, construida sobre una cinta rodante sobre la que masticar la ansiedad, su meta consiste en ser moderadamente felices. En vulgar: tener calidad de vida. La élite de la bohemia millennial está integrada por los ases de la conectividad, los amos de la red, hijos de aquel Steve Jobs que vestía jerséis negros y zapatillas deportivas, y cuya última palabra fue: “¡Wow!” Los Zuckerberg, Bezos, Musk, Dorsey y compañía, con sus parejas minimalistas son comiditas, disfrutan del buen vino, y en lugar de navegar por Cerdeña recorren la Patagonia.
Cuando la clase media se ha jibarizado, y la burguesía —incluido su tedio— empieza a ser nostálgica, la brecha social se agranda y la gran mayoría responde al nombre de “usuario”. El marketing de la diferencia persigue atrapar la emoción y el ansia de vivir nuevas experiencias. Deleita al “cliente” con un menú sensorial, invitándole a gozar de una nueva sensualidad ambientada con velas de tuberosa, bizcochos orgánicos, perfumes niche y una pantalla inteligente, el amante incansable. Gilles Lipovetsky considera que “el consumo diseña hoy una identidad cultural más que social”. La multiplicación de cadenas de ropa, cafés o librerías reparte poco juego a la variedad. A fin de destacar de entre ese ejército de uniformados que visten igual en todo el mundo, para ser diferente y único, o bien te llamas Palomo Spain, proclamas el reinado del barroco andrógino y paseas por Nueva York como hace años lo hacía Carmen Amaya y sus gitanos —asando sardinas en su suite del Waldorf Astoria—, o te inventas una app y te forras. Y, entonces, ya puedes ser bohemio.
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asta la época de Luis XIV, las ferias parisinas conformaban un entretenimiento de primer orden para sus ciudadanos, ansiosos de descubrir nuevos pasatiempos además de cortar un gigantesco salchichón. Juglares, marionetas y fieras salvajes se mezclaban con salazones, vinos, objetos utilitarios de poca monta e ilusionistas de lengua larga. A partir de la Edad Media, las ferias prosperaron por toda Europa: pan y circo para el pueblo. Con todo y con ello, en la Inglaterra de 1683 una de las mayores atracciones consistía en un puesto con impresora que, por 6 peniques, te permitía comprar tu nombre impreso. No obstante, a partir del reinado de Luis el Grande, el Rey Sol, hubo una feria que se distinguió del resto: la del barrio residencial de Saint-Germain, que abrió una nueva página en la historia del shopping refinado. Cubiertos de plata y joyas, bellos tejidos u objetos y productos exóticos importados por la Compañía Francesa de las Indias Orientales se ofrecían en los veinte pabellones que, durante dos meses, crearon una nueva fórmula de ocio que no incluía a mujeres barbudas. Fue en ella donde, en 1672, se tomó por primera vez café en un lugar público. Un siglo más tarde, la gran viajera Lady Mary Wortley Montagu, relataba que nada en Inglaterra podía compararse con un paseo por esa feria parisina. En Saint-Germain, siglos antes del esplín existencialista de café noisette, nació el mercadillo nocturno —ocio por duplicado— y se empezó a cultivar una mirada educada en la belleza, que sabía apreciar las ropas de alta costura al igual que la alegría del hallazgo ante aquellos objetos viajados, portadores de un valor simbólico más allá de la antigualla. Pronto el barrio se convirtió en el preferido de enciclopedistas y literatos, y en él nacería la bohemia moderna.
En pleno siglo XXI, cuando la tecnología solapa la experiencia física de la compra, las ciudades abren sus entrañas en busca de reformulaciones del mercado: lugares donde la memoria se abandona, pero también puede despertar sobresaltada. En Bath, al lado de la georgiana Green Park Station, junto a viejos vagones, en un pequeño cercado, se ofrecen flores y tomates ecológicos, tartas de manzana, relojes de diseño, camisetas con mensaje o chocolates con intenciones. Se trata de un patrón global que, ya sea en Londres, París, Ámsterdam, Oslo, Madrid —con su Mercado de Motores—, o Lisboa, reúne diseño joven, restaurantes veganos, cartas de cervezas artesanas, neoartesanía, smoothies de colores saturados y jóvenes en bicicleta. Unos les llaman bohos —bohemian chic, aunque la etiqueta sea muy siglo XX—, otros hipsters y millennials, también yuccies, la evolución cool de los yuppies engominados. Tanto es así que la palabra bohemia arrastra una carga melancólica. Carece de singularidad, y por supuesto de extravagancia.
El normcore ha uniformado a una generación de jóvenes emprendedores que viven en casas de inspiración nórdica, tienen niños rubios y veranean en Formentera. A diferencia de la mentalidad años noventa, construida sobre una cinta rodante sobre la que masticar la ansiedad, su meta consiste en ser moderadamente felices. En vulgar: tener calidad de vida. La élite de la bohemia millennial está integrada por los ases de la conectividad, los amos de la red, hijos de aquel Steve Jobs que vestía jerséis negros y zapatillas deportivas, y cuya última palabra fue: “¡Wow!” Los Zuckerberg, Bezos, Musk, Dorsey y compañía, con sus parejas minimalistas son comiditas, disfrutan del buen vino, y en lugar de navegar por Cerdeña recorren la Patagonia.
Cuando la clase media se ha jibarizado, y la burguesía —incluido su tedio— empieza a ser nostálgica, la brecha social se agranda y la gran mayoría responde al nombre de “usuario”. El marketing de la diferencia persigue atrapar la emoción y el ansia de vivir nuevas experiencias. Deleita al “cliente” con un menú sensorial, invitándole a gozar de una nueva sensualidad ambientada con velas de tuberosa, bizcochos orgánicos, perfumes niche y una pantalla inteligente, el amante incansable. Gilles Lipovetsky considera que “el consumo diseña hoy una identidad cultural más que social”. La multiplicación de cadenas de ropa, cafés o librerías reparte poco juego a la variedad. A fin de destacar de entre ese ejército de uniformados que visten igual en todo el mundo, para ser diferente y único, o bien te llamas Palomo Spain, proclamas el reinado del barroco andrógino y paseas por Nueva York como hace años lo hacía Carmen Amaya y sus gitanos —asando sardinas en su suite del Waldorf Astoria—, o te inventas una app y te forras. Y, entonces, ya puedes ser bohemio.