“Un cortado, por favor, y un agua con gas para acompañar”. No es su primer café del día ni, desde luego, será el último. Jordi Vilella disfruta de la cadencia del Early in the morning de Buddy Guy y una sonrisa asoma en su rostro, señal de que se siente a gusto arropado por la atmósfera matutina del Bar. Sin signos de euforia, eso sí, “porque yo lo relativizo todo”, explica acodado a la barra.
“Siempre me he sentido atraído por diversas formas de la expresión artística: música, cine, la fotografía y, sobre todo, la pintura”, confiesa quien admite que toda su vida, con sus etapas, sus recuerdos, sus fases, sus momentos, está conectada a películas, canciones y libros. Y a los dibujos, claro.
Como tantos otros niños, el pequeño Jordi dibujaba todo el rato. Sólo que a él se le daba muy bien. “En EGB, tuve la suerte de tener un profesor de dibujo, Javier Puértolas, que era un pintor afirmado y que creía mucho en mí”, narra el artista, que además del apoyo del docente, al que menciona con gran cariño, también tuvo el de su madre. “A lo 13, me apuntó a la academia Botticelli, hoy ya desaparecida, y ahí aprendí de verdad”.
Aquellos años formativos tuvieron un valor incalculable en el que iba a ser el desarrollo artístico del parroquiano. “Como en cualquier disciplina, uno necesita unas bases sólidas, algo que yo adquirí en ese período de academia clásica”. Un fundamento que salta a la vista en Blues explosion (Confluencias), el volumen que acaba de ver la luz con entrevistas e inspirados textos del también parroquiano David Moreu y un corpus de 61 ilustraciones de Jordi, que pone color, textura, rostro y fondo a conversaciones con personajes de la talla de BB King, Robert Crumb, Irma Thomas, Dr. John o Taj Mahal. Un volumen que transpira cariño y buen hacer en cada una de sus 280 páginas.
“Fue frenético, porque tuve que ir entregando los dibujos a contrarreloj, así que ahora me lo estoy tomando con calma y pensando en mi próximo proyecto”. En esta toma de decisión hay una interdependencia entre el contenido y la forma: “Cuando tenga claro qué quiero retratar, sabré la técnica que querré usar. A la vez, pensar en la técnica que quiero usar me ayudará a definir el tema que querré abordar”. Reflexiona unos segundos. “La verdad es que estoy dándole vueltas a una serie de personajes emblemáticos del soul como Otis Redding o Marvin Gaye, pero bueno, puede girarse en cualquier momento”, añade enigmáticamente.
Una cuestión de oficio
Pese a su preparación en la Botticelli y su evidente mano para el arte, Jordi estudió diseño gráfico, “cuando ni siquiera yo sabía muy bien qué era y, por entonces, era una cosa muy marciana que no estudiaba demasiada gente”. Tras pasar por varios estudios, aterrizó con 30 años en Ogilvy, “y aquello fue un cambio enorme para mí”.
Arrancaba en aquel momento una carrera que le ha llevado a ser un reconocido y premiado director creativo. Una labor que, no obstante, ha vivido con su habitual contención. “Para mí es ante todo un oficio, nunca lo he vivido desde su vertiente más, digamos, glamurosa”. Aunque sí que el ritmo frenético de llevar la creatividad de grandes cuentas hizo que, durante una larga temporada, tuviera arrinconada su faceta artística, a la que volvió en un impasse vital en el que se le juntó un cambio de trabajo con el divorcio.
“Fui haciendo varias exposiciones, centrándome en elementos urbanos de Barcelona o en retratos, como los de varios autores, como Murakami o Auster, que hice recientemente y que expuse en varias salas”. Como a todos, la pandemia se le cruzó de por medio, “justo cuando había dado el paso de trabajar como freelance tras tantos años en agencias”.
Pasado el mal trago, llegó uno aún más amargo: “Me diagnosticaron un cáncer”. La lucha se encarnizó para salir adelante como profesional, como padre, como artista. Una actividad, esta última, que a diferencia del trabajo en publicidad vive de otra manera. Con esa euforia que tal vez no se le note en la cara, pero sale a flote en cada trazo de su obra.
Ciudad de rincones insólitos
Enamorado de Barcelona y declarado urbanita, el parroquiano no se cansa de pasear por un Eixample “del que me encanta retratar rincones insólitos y desconocidos”. Fotos o sketches que capturan retablos de una ciudad todavía hoy capaz de sorprenderle “por su mezcla única de gente, de edificios, de sensación de barrio”. Una suma de mundos a pie de calle cuyo apogeo lo halla en las terrazas, donde disfruta sentándose, desconectando, dejándose imbuir por una irrepetible atmósfera urbana “cuya identidad deberíamos luchar por conservar y no dejar que se pierda”.
Se termina el cortado, carraspea y prosigue. “Además de la pérdida de identidad también me preocupa el civismo, porque mira, de vez en cuando, yo me muevo en patinete, pero ojo, soy muy escrupuloso con su uso y me molesta la gente que va en bici o en patinete sin ningún control”.
— Lo que te hará perder el control es tanto café sin haber comido nada. ¿No quieres desayunar algo?
Jordi Vilella no puede reprimir una carcajada.
— Soy un hombre de costumbre, así que venga, un bocata pequeño de atún que suele ser mi desayuno habitual —replica, dejándose llevar por el compás alegre del I dig your wig de Buddy Guy.