El futbolista como obra de arte

Decía Jaime Gil de Biedma que se había pasado la vida queriendo ser poeta, hasta que se dio cuenta de que lo que realmente quería es ser poema. El deportista, que hace posible en los aficionados la celebración repetida de la superación involuntaria de sus incapacidades, se convierte en esta obra de arte global, hija de la belleza atlética masivamente mercantilizada.

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i miramos filosóficamente al fútbol, ​​parece adecuado centrarse en el fenómeno que nos viene al encuentro cuando participamos de una experiencia futbolística. Este método, la fenomenología, es explícitamente empleado por Simon Critchley en su excelente ensayo ¿En qué pensamos cuando pensamos en fútbol? (Sexto Piso), del que hablaremos en otras ocasiones. Del abanico de matices que tienen los fenómenos de la alta competición deportiva, propongo centrarnos en los que pertenecen a la estética.

El fútbol aparece entonces como una actividad a la que podemos atribuir propiedades tradicionalmente asociadas al arte, como la belleza, lo sublime o la fealdad. Contemplamos un partido de manera meditativa, con la esperanza de que se den los momentos de momentos, dice Critchley, en los que acontece un estremecimiento colectivo en torno a una identidad propia. Se suele asociar esta expresión colectiva al gol, como si la finalidad primaria de los equipos fuera vencer a cualquier precio. Habría, por el contrario, que cultivar una estética que evitara este golcentrismo, una estética al di là del risultato. Se trata de una experiencia futbolística tántrica, por así decirlo, que no persigue desesperadamente el orgasmo. La concentración meditativa del espectador no se dirige a la satisfacción de un deseo de victoria, sino a la esperanza de participar en un hecho extraordinario.

En el siglo XXI, los logros del club han modificado la disposición de los culés, que ya no se muestran esperanzados, sino que van al estadio para asistir a la repetición regular del milagro.

Por ejemplo, en los años 80 y 90, la esperanza de los seguidores azulgrana era ver fenómenos épicos (Tenerife), grandes remontadas (Gotemburgo), goles salvadores (Kaiserslautern). Una esperanza que se consuma en un instante y se paladea el resto de la vida. En el siglo XXI, los logros del club han modificado la disposición de los culés, que ya no se muestran esperanzados, sino que van al estadio para asistir a la repetición regular del milagro. Huelga decir que esto también se acabará, y que entonces será necesario alimentar de nuevo la esperanza, en este caso la del retorno del mesías.

El momento de momentos que el espectador confía vivir es eminentemente estético. Se trata de asistir a la consumación de una prestación atlética exitosa. ¿Qué celebramos en estos momentos? El filósofo alemán Martin Seel sostiene, en un artículo de 1993, que en estos instantes álgidos de la competición deportiva se celebra una incapacidad. En concreto, la incapacidad de hacer lo que se intenta hacer y que a veces se consigue hacer. Escribe Seel que para tener éxito en la competición, es decir, para participar de manera exitosa en un evento deportivo de primer nivel, en los instantes decisivos los deportistas deben trascender lo que pueden hacer, entregándose al movimiento de su cuerpo. Se trata pues de una capacidad que no se controla, sino que depende de una respuesta corporal no voluntaria.

Puede ser definida también como una forma de inteligencia, como comentaba Daniel Dennett en su reciente visita a Barcelona, ​​citando a Piaget y Claxton, que consiste en saber qué hacer cuando no se sabe qué se ha de hacer.

El peligro y, por tanto, el desencadenante del momento de momentos, radica en el límite. Romper un fuera de juego, apurar la línea de fondo, driblar justo antes de recibir la patada, acariciar el larguero. Quien mejor vive al límite, y sabe rebasarlo a su favor, sale vencedor.

Hablar de fútbol hoy, desde Barcelona, es hablar de Lionel Messi. Su grandeza radica precisamente en la manifestación regular de un exitoso desafío a la imposibilidad. Lo que se celebra pues es una forma de inteligencia que no es sólo prestación atlética, sino también adaptación a las condiciones del terreno y a las leyes que rigen la interacción entre agentes. Su desafío constante a la física humana es posible gracias a la perfecta compenetración con las circunstancias y los imprevistos del evento deportivo. El rectángulo verde es el biotopo óptimo de su despliegue en el juego. Desde que entra, se manifiesta una simbiosis con el deporte que no puede ser sólo causado por la tenacidad y el talento, sino que requiere una fe inmutable en que, si se entrega, el destino le favorecerá.

El peligro y, por tanto, el desencadenante del momento de momentos, radica en el límite. Romper un fuera de juego, apurar la línea de fondo, driblar justo antes de recibir la patada, acariciar el larguero. Quien mejor vive al límite, y sabe rebasarlo a su favor, sale vencedor, pero no porque siempre gane (esto es imposible e indeseable), sino porque habrá creado las condiciones para que los aficionados puedan participar de algo más grande que el juego, una experiencia de felicidad estética colectiva, efímera y sin embargo tenaz.

Los atletas que saben suscitar de manera repetida situaciones en las que terminan haciendo cosas que no controlan plenamente no son artistas. Son más bien la obra de arte misma. Decía Jaime Gil de Biedma que se había pasado la vida queriendo ser poeta, hasta que se dio cuenta de que lo que realmente quería es ser poema. El deportista que facilita en los aficionados la celebración repetida de la superación involuntaria de sus incapacidades se convierte en esta obra de arte global, hija de la belleza atlética masivamente mercantilizada.