Leyendo mi querido The New Barcelona Post, supe que, hará algo así como un mes, nuestra ciudad (autoridades incluidas) rindió homenaje a Ildefons Cerdà empotrando una placa en el número 49 de la calle Bruc, lugar donde residió durante años. Debemos aplaudir al conciudadano Pere Calvet —decano del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Catalunya (hay que recordar que Cerdà era ingeniero, no arquitecto, como todavía piensa el común de la tribu)— por ser el rompehielos de esta loable iniciativa. Al saberlo, me precipité al lugar para ver el objeto en cuestión, una copia descaradísima de las blue plaques londinenses; la esfera es algo difícil de divisar, dada la nueva y espantosa costumbre de tintar los edificios del Eixample con rótulos de establecimientos auténticamente nauseabundos y otros trastos decorativos tipo ensaladas, pero los cerdanistas agradecemos ese gesto, sólo faltaría.
Estoy de acuerdo con el alcalde Collboni cuando, en la inauguración de la cosa, afirmó que este es todavía un “pequeño gesto” de dimensiones raquíticas si se presta atención a todo lo que nuestra ciudad debe a su demiurgo. Quizás la tarea de restitución empezaría con sacar el buen nombre de Ildefons Cerdà de su plaza actual, uno de los recovecos más sórdidos de Barcelona, que no sólo se aleja del Eixample hasta Sants-Montjuïc, sino que representa todo el caos y el desbarajuste que nuestro protagonista habría odiado en vida.
Coincido con barcelonólogos como Lluís Permanyer en proponer que la plaza Cerdà esté en medio de la Cuadrícula y, más en concreto, en el cruce entre Paseo de Gràcia y la Gran Via, rotonda que podría ampliarse para construir un monumento. Porque, ay, a diferencia de algunos de sus competidores (como Rovira i Trias), Cerdà aún espera tener su estatua.
La transformación de Barcelona en una ciudad moderna, a través de la Cuadrícula, se cimentó en una base filosófica auténticamente titánica
Hace poco, coincidiendo con el bicentenario de Paseo de Gràcia, el Ayuntamiento instaló de forma efímera una escultura (bastante mediocre, si me dispensa su autor, Lluís Lleó) inspirada en el plano original del barrio, donde confluyen la Diagonal y el Palau Robert. De nuevo, se agradece el intento, pero nada sería más oportuno para indultar a Cerdà (así lo expresaba Xavi Casinos aquí en el Post) que devolverlo a su barrio y dedicarle un monumento que sea auténticamente diferencial.
Todo ello es relativo al aspecto visual; pero a Cerdà todavía tenemos que estudiarlo como es debido. Los que hemos leído su mítica Teoría general de la urbanización y aplicación de sus principios y doctrinas a la reforma y ensanche de Barcelona de 1867 hemos tenido que zamparnos reediciones que se hicieron durante los años setenta (por fortuna, el Institute for Advanced Architecture of Catalonia (IAAC) lo versionó al inglés en una edición ejemplar).
Si leemos a Cerdà, lo disfrutaremos más y, después de hacerlo, seguro que no permitiremos que la plaza de nuestro fundador sea un vertedero
Sería oportuno que la Teoría General cerdanesca tuviera una versión crítica y actualizada en catalán, a fin de que la mayoría de lectores pudieran entender que la transformación de Barcelona en una ciudad moderna —a través de la Cuadrícula— se cimentó en una base filosófica auténticamente titánica. Habría que releer a Cerdà, no sólo para dejar que pudiéramos resucitarlo o indultarlo, sino para empezar a disfrutarlo más allá de su condición de figura sacralizada. Los reconocimientos simbólicos como la placa de la calle Bruc son cosas de ciudad normalizada, y servidor los celebra, pero esta nuestra tribu es especialista en salvar la estética olvidarse de los cimientos que se guardan en las bibliotecas. Si leemos a Cerdà, lo disfrutaremos más y, creedme, después de hacerlo, seguro que no permitiremos que la plaza de nuestro fundador sea un vertedero, y también le regalaremos el panteón que merece. Hágase pronto, lo ruego.