¡Dios! Cinco pasiones cinematográficas (perspectivas sobre la espiritualidad cristiana)

El cine, desde sus inicios capacitado para representar lo irrepresentable y hacer realidad lo que solo la magia y el mundo del sueño permitían concebir (pensamos en la obra de Georges Méliès, por ejemplo), no solo no evitó el tema de Dios, sino que empleó el relato bíblico para ofrecer un gran número de variaciones, ya en los primeros años de siglo XX y hasta la actualidad.
Fotograma de la película El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

2. PERPLEJIDAD DEL REALISMO: El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

A una distancia considerable de la impronta luterana, evidente en la película de Dreyer (una forma de entrar en el núcleo duro de la fe, a través de la vivencia extrema de Juana de Arco), una película como ElEvangelio según San Mateo, mucho más lírica y evocadora, se abisma sin embargo al misterio de la fe desde sus orígenes, tomando de un modo alarmantemente literal los evangelios. Rodada también en blanco y negro, y sin demasiados recursos de escenografía, los personajes bíblicos desfilan con espontaneidad, acaso justificada por la inexperiencia de los actores que los representan. Comenzando por el protagonista, el humilde y consistente (y, por tanto, creíble) Jesucristo de Enrique Irazoqui, un estudiante que declama el texto con engañosa ligereza, como tantos actores de Pasolini. También convincentes resultan los padres del hijo de Dios: en lugar de mostrar una psicología moderna, reflejan una incertidumbre elíptica, sin palabras. Con sus miradas solo dejan ya entrever el miedo de la empresa en la que se hallan implicados.

No se ofrece por tanto una visión retrospectiva, triunfal, de la gloria que supondría el ser llamado por el Señor (para ser madre de Dios o padre adoptivo de Jesús), sino la peligrosa extrañeza de no saber cuáles serán las implicaciones y consecuencias de sus actos. El sentido de la fe les hace creer que todo acontecerá según la planificación divina, pero sin ningún tipo de garantía, obviamente. El espectador asiste al nacimiento de Jesús en un medio austero, sus progresos cuando crece como niño, y hace cosas de niños, hasta convertirse en un joven sensible y muy seguro de sí mismo. Su predicación enhebra afirmaciones contundentes y un acercamiento a los seres desfavorecidos o discriminados. Como un nuevo Sócrates, se deja seguir por todo aquel que quiere seguirlo y escucharle. No rehúye el peligro de estar cerca del enfermo, ni de aquel que no le quiere bien, que acabará traicionándolo. Es memorable y patética la escena en la que, por turnos, los discípulos le preguntan en primera persona si son ellos los traidores, hasta que a Judas se le da la respuesta que nadie quiere oír: «Tú lo has dicho».

 

La indignidad del traidor facilita la realización del plan divino, que culminará con la muerte de Cristo en la cruz. El guion está escrito, y parece previsible, a tenor de los evangelios, concretamente el de Mateo, que se recita de forma literal en ciertos momentos (por ejemplo, el sermón de la montaña). Pero junto a la literalidad de las Escrituras, el elemento que dinamiza paradójicamente el drama es el silencio. La ausencia de palabras entre los partícipes, de gran elocuencia, solo superada por el dramatismo de las partituras religiosas de Johann Sebastian Bach y Wolfgang A. Mozart. Redunda el vacío de significación (la imposibilidad de representar con sentido, humanamente, cuanto acontece) gracias a la música tremendamente hermosa de esos dos creadores. Música compuesta mucho tiempo después, pero de validez atemporal. La exquisita sencillez con la que está filmada la vida de Cristo se aviene a la perfección con el silencio, y conoce una amplificación portentosa una vez que se acompaña de música. Grandilocuente y emotiva, que conoce asimismo un espacio para el blues en el espiritual Sometimes I feel like a motherless child.

Cartel de la película El Evangelio según san Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini

De manera semejante convive la espontaneidad de los actores noveles con la incomprensible grandeza de la presciencia divina, cuyos designios actualizan lógicamente sin ninguna conciencia. Los primeros planos, en los que se aprecian matices de desconcertante realismo, alternan con planos lejanos; se vislumbran individuos, deambulando, en un paisaje semidesértico (filmado en el sur de Italia), que ha sido comparado con los cuadros de Brueghel. La espontaneidad de los actores, que se muestran naturalmente, tal como son (sin que, en apariencia, haya algún tipo de actuación), suscita una perplejidad única, dando a entender desde la distancia lo incomprensible del mensaje cristiano. «Han dicho que tengo tres ídolos: Cristo, Marx y Freud. En realidad, mi único ídolo es la realidad», precisó Pasolini. No deja de ser significativo que el director dedicara la película a Juan XXIII, papa que quiso hacer una profunda renovación de la Iglesia, la cual solo impidió su prematuro fallecimiento. En cualquier caso, el aspecto transgresor del Evangelio de Pasolini radica en su respeto al texto y en el empleo de un lenguaje directo y de gran sencillez, que logra trasladar la real complejidad de la creencia, en absoluto evidente en los primeros años de cristianismo.