Encontramos la colección en la sala de exposiciones, pero la Casa Golferichs ya dispone desde hace años de un espacio-taller con el nombre de Francesc Català-Roca. Hacía tiempo que no entraba, en la Golferichs, este chalet medio casita del bosque, medio castillo de la familia Addams, de un modernismo gótico y sin colorines de Joan Rubió, pero con un tentador barniz de crocanti, transformado en centro cívico y sede de la Fundación Pi i Sunyer. Una placa en el muro exterior recuerda cómo los vecinos detuvieron su venta y derribo para hacer pisos de Nuñez y Navarro, en 1972, demostrando que en esta ciudad no todo el mundo se dejaba robar las joyas y que, a diferencia de la Sagrada Família, aquí la bulimia racionalista no logró su propósito de vender por avaricia espacios reservados a la belleza. Y dentro, como decíamos, Català-Roca y la piel de Barcelona. Nos encontramos en una especie de trinchera del buen gusto.
Dispuesta en una tira horizontal que rodea toda la sala, la exposición La pell de Barcelona, que se puede visitar hasta el 14 de septiembre, alinea fotografías que a algunos les rebotarán dentro del cerebro de tan icónicas que son, y a otros simplemente les despertarán el alma. Tumbas grabadas en el suelo de la Catedral, o de Santa María del Mar, aquellos vasos de un sastre o de un mercader y dels seus que son piel pura de una ciudad con magma latente. Contraluces de rejas sobre flores modernistas, las llagas profundas de las balas en la pared de Sant Felip Neri, texturas y más texturas que se alejan del retrato humano y transforman a la ciudad de Barcelona en un personaje con arrugas, maquillaje, complementos, pendientes, orificios.
El Pantocrátor de Taüll, expuesto hoy en el MNAC, condenado a su nariz y a sus mejillas redondas, el Mamut de la Ciutadella, las ocas que van descalzas por el claustro, los anuncios de moda de los años 80 y 90, los palos mayores de los veleros atracados en el Port Vell haciendo la danza del vientre sobre el reflejo del agua, la escalera de caracol (o el caracol-escalera) del templo de la Sagrada Família, el techo submarino de los interiores de La Pedrera, los rosetones de las iglesias comparados con bandejas de sardinas. “Entre las cosas que aún tengo ganas de hacer, está un libro de fotografías que me gustaría titular La pell de Barcelona y que mostraría el paso del tiempo a través de las fachadas de la ciudad”, dejó dicho el artista. Dicho y hecho.
“Entre las cosas que aún tengo ganas de hacer, está un libro de fotografías que me gustaría titular La pell de Barcelona y que mostraría el paso del tiempo a través de las fachadas de la ciudad”
Publicado por el Grup Enciclopèdia y el Ayuntamiento de Barcelona para conmemorar el centenario del nacimiento del fotógrafo, el libro, como es sabido, se dispone en una sucesión de dobles páginas que facilitan el contraste de las pieles. Pero la exposición, que no puede hacer esto, sí las coloca una junto a otra y las divide en marcos de dos fotos. De modo que el resumen, la expresividad del doble contraste, es la misma y al mismo tiempo permite contemplar el conjunto como una colorida cicatriz de la historia.
Si el libro fue recuperado por su hijo Andreu, la exposición realza la idea y demuestra que el fotógrafo tenía razón pensando que archivar, guardar, hacer que una fotografía fermente muy a menudo le da un valor que en el primer momento quizás no se puede ver. No es pues que estemos mirando imágenes del pasado: estamos recibiendo postales enviadas desde el pasado hacia el futuro, pensadas para ser vistas ahora, reveladas ahora, con el valor y la gala que da el paso del tiempo.
Así, la estatua de Colón señala a su vecina montaña con castillo, el marco florecido de una puerta se refleja en el crecimiento de una hierba entre dos piedras urbanas, los hierros de la Estación de França se entrelazan eiffélicamente con los del mercado del Born, el mural coloreado de Miró en el Pla de l’Ós contrasta con los adoquines grises de un callejón de Ciutat Vella, y Gaudí, por todas partes, hace que el trencadís y el hierro forjado parezcan criaturas orgánicas más que una obra de ningún hombre.
Compren el libro, visiten la exposición o hagan ambas cosas. Este obsesionado por Barcelona provoca una lectura visual, una caricia visual única por la epidermis y la esencia de una ciudad preocupada por perder su esencia. Hagan que los turistas la vayan a ver, si quieren entenderla aparte de visitarla y tomar fotos. Quizá aprendan, de paso, cómo se hace para que una foto diga más que patata o más que cheese. El truco es encontrar a un fotógrafo que, aparte de poner el ojo ahí donde dispara, a cada disparo se juegue la piel.