Lo primero que sorprende de la exposición 100 objectes d’Ikea que ens hagués agradat tenir a Vinçon es la aglomeración de conciudadanos que se aglutina ante una selección de las archifamosas bolsas de la ancestral tienda de Paseo de Gracia, contemplándolas boquiabiertos como si estuvieran ante la misma Victoria de Samotracia. Durante mi visita al DHUB, confieso que me fijé muy poco en los contenidos de esta muestra (para mirar tantos paneles y gráficos ya tenemos internet), puesto que me atrajo mucho más saborear el espíritu gozosamente apenado de sus visitantes, un grupo de barceloneses de tercera edad que se habían precipitado hacia la grapa de Glòries para regalarse la praxis de nuestro deporte nacional predilecto; la nostalgia. Pero también captaba el orgullo clasemediano indisimulado de los que pudieron dejarse el sueldo en Vinçon y mantener una jubilación lo suficientemente razonable como para ayudar a hijos y nietos a poblar su pisito con muebles de Ikea.
Por mucho que el comisario Juli Capella haga esfuerzos bien loables en conectar los universos de Ikea y de Vinçon (en aspectos interesantes como la importancia del naming, la promoción de artistas locales o el sentido del humor) y más allá de la lejanía abismal entre el alcance geográfico de cada negocio, el núcleo duro del cisma entre las dos invenciones radica en un aspecto de pura clase. A diferencia de Ikea, Vinçon no fue un hallazgo de espíritu democratizador; dicho de forma más soez, en el templo de Paseo de Gràcia podía entrar tanta gente como en un almacén de los suecos, entre éstos mucha peña se llevaba el calendario de America Sanchez a casa, pero la teca nos la quedábamos en el Eixample. Mientras Ikea excitó genialmente la idea de una república independiente hogareña (con objetos de infinita reproducibilidad), la gracia de Vinçon fue que todo dios miraba el sofá pero en casa lo teníamos nosotros.
De hecho, la ironía macabra de esta exposición —adecuadamente coordinada con la familia Amat— es que, en el fondo, Vinçon no habría disfrutado robando ningún producto a los cráneos privilegiados de Ikea, porque (a pesar de compartir un espíritu de diseño industrial, práctico y artístico al mismo tiempo) la clave de negocio era el receptáculo en sí mismo y el áurea que te regalaba después de comprar, paseando tranquilamente por la Cuadrícula. Los conciudadanos que se agrupan ante esta ensalada multicolor de bolsas perpetran un homenaje sentimental a la Barcelona del bienestar, de cuando podías encargar la lista de bodas en Vinçon y sabías que la vajilla en cuestión duraría treinta años (porque los catalanes, eso sí que lo tenemos, no somos gente que se tire los platos por la cabeza). Aquellos que hemos sido empujados a irrumpir en Ikea sólo hemos podido admirar la pericia que tienen los suecos al hacernos olvidar que ya no tenemos tanta pasta ni barra libre como nuestros papis.
Ikea ha sobrevivido a Vinçon no porque tenga una mayor pericia para con el diseño, sino porque ha sabido democratizar una falsa sensación de bienestar a precios altamente razonables. La tienda mítica de Barcelona dejó de existir porque, a pesar de seguir teniendo bastante buen gusto como de admirarse de los objetos de los Amat, los barceloneses ya no teníamos suficiente dinero para sufragarlos. En este sentido, Vinçon cerró sus puertas justamente por su ambición de perdurabilidad y trascendencia objetual. Dicho de una forma mucho más fácil de entender; cuando me las pire de mi piso de Ciutat Vella, los objetos de Ikea que tenemos en casa acabarán entre un montón de desechos o continuarán empotrados en la pared. Por el contrario, si los progenitores no me han expulsado del testamento, los muebles vinçonianos que guardamos en la Cuadrícula me sobrevivirán durante lustros y los defenderé con uñas y dientes como si fueran la partitura original de la Júpiter de Wolfgang Mozart.
Vinçon no era Ikea, y por eso me encuentro ahora muy contento en el DHUB, rodeado de muchos barceloneses que se acumulan enfermizamente gayos ante un rollo de papel de envolver regalos de nuestra tienda querida para cortar un trocito y guardarlo como souvenir; yo los espío recordando feliz los años de bonanza preolímpica, de cuando todos estábamos encantados de ser cosmopolitas del PSC y lo de ser catalán era un rasgo igual de folclórico como la condición de esquimal. Un tiempo que ahora vuelve con el eructo horripilante de la farsa repetición de sabernos parte de una tribu colonizada y, por si fuera poco, de conformarnos con la puta estantería blanca de los pobres. Paradojas vitales, voy pensando mientras salgo de la grapa, anticipo este artículo notoriamente marxista (por tanto resentido), pero aun así entonando para mis adentros un “visca l’Eixample” y que mueran estos suecos, aficionados de mierda.