“Mi madre rompió aguas sentada al piano de pared del bar-restaurante de mi familia, El Faristol, en Altafulla. Estaba ahí, cantando, y ahí llegué yo”. La cantante y compositora de ascendencia escocesa y catalana Lynne Martí ríe al narrar esta anécdota que ilustra una niñez impregnada de música. “Crecí en un ambiente inspirador, rodeada de músicos, artistas, jam sessions, arte y cultura”. De fondo, los Teskey Brothers arrastran las notas de Forever you and me mientras la parroquiana picotea unos dados de queso Idiazabal con una copa de tinto Ribera del Duero.
“Uno de los músicos que frecuentaba el bar era el británico William Topley, cantante de la banda The Blessing. Un verano le enseñé las canciones que había escrito en mi habitación con la guitarra, y me sugirió acompañarlo a su estudio en Inglaterra para grabarlas”. Así, con sólo 16 años, Lynne se subía a un avión y cruzaba la campiña inglesa decidida “a experimentar mi primera grabación en un estudio”. Desplaza la mirada, en silencio, hacia aquel punto de inflexión vital. “En una semana grabamos dos temas con su guitarrista Luke Lewis. Todavía recuerdo los nervios de estar en el estudio dando forma a aquellos temas. Ahí ya pensé: voy a hacer esto siempre, ¡qué pasada!’”.
Años después, se mudaba a Barcelona para estudiar filología inglesa y fundaba Poet In Process. “Con esta banda he tenido mis mejores momentos musicales de juventud y experiencias increíbles. Grabamos dos maquetas y dos discos: Free Way, que grabamos en Blind Records en 2006, y Long time no see, dos años después”. El proyecto duró algo más de una década, en la que Lynne compartió escenario con bandas como Stereophonics o Take That, cruzó el océano para actuar en la Canadian Music Week de Toronto, recorrió las cataratas del Niágara en furgoneta y llegó a subirse al escenario del SXSW de Austin, además de girar por toda Europa con Muse.
“Con aquella gira crecimos y nos dimos cuenta de qué era realmente el mundo musical, cómo funcionaba la industria: algo salvaje y grandioso”, recuerda, orgullosa de “haber seguido haciendo música siempre, a pesar de las dificultades y las miserias que a veces conlleva el oficio. De no tirar la toalla, aunque a veces el resultado es triste. No me gano la vida con la música, pero me da la vida”.
Algo que nace en Berlín
Terminados Poet in Process, la artista sintió la necesidad de ahondar en un repertorio más suyo, más íntimo, que reflejara con profundidad los colores y los acordes de su alma. “Me fui a Berlín, donde actué por primera vez en solitario. Ahí, de hecho, surgió el alter ego Lynne Martin, porque a la gente de ahí le costaba pronunciar Martí”, ríe.
En la capital alemana, algo en ella se transformó, más allá de su nombre artístico. Nuevas canciones nacieron dentro de ella y, con todo ese bagaje expresivo, regresó a Barcelona “buscando dónde grabar todo el material compuesto en Berlín”. A su vuelta, conoció “a la persona clave de esta nueva etapa, Miguel Zanón, que produjo mi primer disco en solitario, Texturas, en 2018, y con el que no he dejado de trabajar en los cuatro siguientes álbumes registrados a mi nombre”.
Mientras siguen grabando en su estudio en casa, trabajando “en un proyecto a dos voces de temas compuestos por Miguel en castellano, que está quedando muy especial”, la cantante acaba de publicar un single a dúo con el también parroquiano Carles Estrada, que incluye una versión del Fairy tale of New York de The Pogues, en homenaje al recientemente fallecido Shane MacGowan.
Una ciudad que tal vez ya no dé alas
Actualmente afincada entre Altafulla y Barcelona, la artista piensa en ella como “aquella ciudad que me dio alas en mi juventud”. Ensayos en los locales de la calle Pallars, tapeo, vino y risas en bodegas “como la Bodega d’en Rafel, que aunaba la cultura del barrio”; hablar de libros hasta las tantas en Joaquim Costa, disfrutar de fiestas y eventos en “el Sidecar, la Paloma o el Astrolabi”. Recorrer en bicicleta sus rincones, “plazas como la de Sant Felip Neri, en las paredes de cuya iglesia se puede ver lo que queda de la metralla de una de las bombas lanzadas en la Guerra Civil, o la del Diamant, e imaginarme a la protagonista de Mercè Rodoreda, Natàlia, en la época de la República”. Conocer a “gente interesantísima y amigos para siempre”. Una ciudad por la que siente una gratitud sincera, profunda, aunque quizás ya no pueda dar las mismas alas que antes.
— ¿Qué crees que falla?
La cantante frunce el ceño. “Ese término tan odioso que ya resonaba en Berlín cuando vivía ahí: la gentrificación. El descuido de lo autóctono y auténtico de la ciudad”, replica. Y hace hincapié en el maltrecho circuito musical, “que es ya para llorar, porque hay muy pocos bares en los que los músicos semiprofesionales o bandas locales que arrancan, o simplemente proyectos musicales de calidad, puedan tocar, si no es pagando una sala carísima, y luego teniendo que arrastrar a los colegas. ¿Dónde quedaron esos bares musicales en los que te podías tomar una copa y disfrutar de alguien tocando?”. Se termina el vino y añade: “Tampoco se come bien. Si Vázquez Montalbán levantara cabeza, ¿qué diría de la Barcelona de ahora?”.
— Probablemente vendría a este Bar, que aquí lo tenemos todo de calidad. Por si quieres tomarte otro vino y acompañarlo con unas tapas, unas raciones, un bocata o un rico menú.
Lynne Martin ríe con toda la amplitud de su mandíbula y mirada, casi siguiendo el ritmo de Oceans of emotions de los Teskey Brothers.
— Pues una buena ración para compartir sería lo suyo—, responde, mientras marca el número de Miguel Zanón para que no se pierda el tapeo inminente.