La força del destí Liceu
'La forza del destino' se puede ver en el Liceu hasta el 19 de noviembre. ©Arola Bofill

Lógica del destino y fragilidad afectiva

Musicalmente superlativa, la puesta en escena de 'La forza del destino' en el Liceu confronta al espectador con los límites de lo comprensible

Éxito incontestable en ocasión del estreno de La forza del destino en el Gran Teatre del Liceu: ni la extensión de la ópera de madurez de Giuseppe Verdi, acrecentada por la presencia de dos intermedios, ni los giros de guión de una historia descaradamente trágica —si bien salpimentada por números cómicos un punto desconcertantes— condicionaron seriamente la valoración de un público entregado a las prestaciones vocales del elenco, con el lucimiento de la pareja protagonista, y muy especialmente de la soprano Anna Pirozzi en el papel de Leonora. El Don Álvaro de Brian Jagde se mostró convincente desde el punto de vista técnico, aunque la deriva del libreto complica casi fatídicamente —volveremos a ello— el despliegue actoral. Los responsables del coliseo barcelonés optaron por recuperar una puesta en escena de Jean-Claude Auvray, alineada con las alusiones históricas y dotada de pocos elementos escénicos, pero efectivos —como la iconología cristiana—, que permiten poner el foco en las interpretaciones, con el acompañamiento de una orquesta poderosa, carismáticamente dirigida por el titular de la ópera de San Francisco, Nicola Luisotti.

Posiblemente sea el inicio in medias res uno de los elementos más sorprendentes y oportunos del drama que se prepara: sin obertura o preludio, el espectador descubre la relación prohibida entre don Álvaro y Leonora, y acontece la accidental muerte del padre, cuando se dispara la pistola del amante en el intento de ofrecerle explicaciones y rehuir el duelo. Una escena similar —y, sin embargo, en cierto modo antitética— es la que inaugura la acción del Don Giovanni. En ese caso, la afrenta parece explícita, y también el consiguiente enfrentamiento; maravillosamente ambigua, con todo, se intuye la implicación de Donna Anna en la convocatoria del dissoluto, anunciadas en la ópera mozartiana por la vehemencia —entre ontológica y galante— de la obertura. En el caso de La forza del destino, el motivo musical correspondiente al fatum y su contrapunto beatífico —o cuando menos esperanzador— sonará luego de la primera muerte, ofreciendo de forma semiconsciente un apoyo semiótico a futuras intervenciones, a lo largo de la ópera. Este interludio sinfónico separa el brevísimo primer acto del segundo, en que emergerá la figura de un Don Carlo indisimuladamente maligno —a pesar de sus disfraces— y creíble con todo en su caracterización por Artur Rucinski.

El hermano de Leonora y representante del extinto commendatore, que busca vengar la supuesta deshonra —no se aportan detalles al respecto— con la persecución de los enamorados, reaparecerá prácticamente durante toda la ópera hasta la escena final en la que —spoiler alert, aunque previsible— cumpla con su cometido en lo que a ella respecta. Una lamentable escenificación más de la violencia ejercida hacia las mujeres, que visibiliza la toxicidad implícita en no pocas relaciones afectivas, en las que el sentimiento es verdaderamente pathos, un sufrimiento que hiere y atrapa. La alargada sombra de la autoridad paterna y el cumplimiento de la ley no solo no chocan con el seguimiento ciego de la ley interna, subjetiva en apariencia, sino que ambas se retroalimentan eventualmente según la freudiana dupla eros-thanatos: la imposibilidad de satisfacer el deseo lo enciende hasta el paroxismo, en los casos más patológicos, mientras que la violencia se esgrime con el falaz pretexto —nunca legítimo— de impartir justicia.

La força del destí Liceu
La forza del destino, la ópera de madurez de Giuseppe Verdi. © Arola Bofill

La pretensión de poner orden en el caos y controlar, de separar drásticamente azar y necesidad —no atendiendo que son la misma realidad vista desde perspectivas distintas—, se asemeja a aquel deseo infantil manifestado por Alan Watts, consistente en enviar por correo un paquete de agua. Entra en escena la cuestión del destino, y su poderosa fuerza, sea como hado (fatum) o ananké; red invisible que conecta los sucesos todos, por remotos que parezcan, y sumamente “extraña” la causalidad resultante. El esfuerzo —necesariamente infructuoso— por entender lo no deseado, aquello que se vive y se sufre como inaceptable, ha movido al sapiens sapiens a acuñar términos como el de “destino”, especialmente operativo durante el s. XIX, bajo el prisma o filtro interpretativo inherente a la mentalidad Romántica, que aún nos condiciona; y no por casualidad, sino como descubrimiento alarmantemente sintomático de la cara oscura del proyecto ilustrado que —como se ha reconocido a menudo, pero insuficientemente— Hölderlin percibió en carne propia en contra la tendencia de su generación (algunos de cuyos miembros más egregios optaron por la fuga hacia delante, en la concepción evolutiva del espíritu humano y el canto de sirenas del materialismo utilitarista que acompaña al llamado “progreso científico”).

Decía Søren Kierkegaard que sólo entendemos la vida retrospectivamente pero que nos vemos abocados a vivir “hacia adelante”. El irónico danés, asiduo en su juventud del antiguo Teatro Real en Köngens Nytorv, y buen conocedor de las tramas y disfraces requeridos para la puesta en escena verosímil de la ficción, explicaba en sus Migajas filosóficas que la comprensión de los hechos acontecidos desde la perspectiva histórica otorga una falsa sensación de control, una equívoca comprensión de “lo necesario”: establecida su causalidad a posteriori —como, de hecho, había precisado Hume— parece claro que se desactiva toda ascendencia apriorística, toda verdad universalizable o absoluta, más allá de los tiempos en que los deseos y voluntades humanos se despliegan o precipitan. Así, el hecho de que algo “haya pasado” no es, contra la creencia popular, una prueba de que eso “tenía que suceder” —como si en algún lugar ya estuviera escrito— sino todo lo contrario: que igual que pasó, precisamente por eso, podría no haber pasado. Porque la necesariedad es producto de una (retro)proyección, con que se certifica algo acontecido que, realmente tampoco está ya siendo, más que como hecho (re)presentado. Y aquí, en la ausencia de respuesta al sempiterno e irresoluble “¿Por qué?” radica el verdadero drama, sobre todo —por supuesto— cuando lo acontecido afecta de raíz a los deseos o expectativas más genuinas del ser humano.

La noción de necesidad es producto de una proyección, mediante la que se certifica algo acontecido que, realmente tampoco está ya siendo

La misma urgencia que mueve a alcanzar una explicación consoladora (“¿Por qué esto, y por qué a mí?”) es síntoma de su carácter indisponible. Volviendo, pues, a la ópera verdiana, recordemos ese inicio en que “accidentalmente” se le dispara el pistolón a Don Álvaro. Ante el sinsentido de lo que acontece casualmente, el discernimiento de una causalidad preestablecida, la noción de “destino” —que como la fortuna posee un lado fatídico, perjudicial para los intereses humanos, y otro esperanzador, que esboza la posibilidad de un tipo de salud inmaterial—, posee una función consoladora. De hecho, los protagonistas del drama aspiran a alcanzar esa salud desde el momento en que el padre aprovecha sus últimos suspiros para maldecir a Leonora, no atendiendo en modo alguno a las razones que son expuestas —supuestamente incompatibles con algún código de honor— y condenando a su propia estirpe, de lo cual —como es sabido— se encargará el emisario póstumo, Don Carlo.

La força del destí Liceu
Una escena de La forza del destino. © Arola Bofill

En tanto que contrapeso de ese modelo autoritario y discriminador, no podemos dejar de abundar en la potencial toxicidad de un paradigma amoroso con el que —como se ha dicho— eventualmente se retroalimenta; un paradigma de origen platónico, basado en la idea de la mutua e inextricable posesión, expresado como mítico retorno a un estado anterior a los tiempos. Por su reciprocidad parecería más equilibrado, y fructífero, pero en lo que respecta a la entrega de la propia vida, se inmiscuye —no siempre conscientemente— en aquel movimiento siniestro, negador de la misma. La versión tristaniana —el “amor-pasión”— puede sonar más noble, y loable, sobre todo más poética; con todo, abre la puerta a un sufrimiento en que la indisponibilidad del amado —inevitable, stricto sensu— enajena también al amante, lo separa de lo más propio. No sólo abona el campo de la fantasía novelesca una cosmovisión que se recrea en la desconexión o pérdida de sí, en la línea de lo ilustrado por Flaubert en su particular Quijote —al ofrecer una realidad paralela mucho más trepidante desde el punto de vista afectivo que la fría realidad— sino que condiciona desde entonces el modelo de relación.

En el momento en que nos encontramos, pensando en la propuesta del Liceu en clave estética —y, por tanto, sin perder completamente de vista lo aprendido en los albores de la reflexión sobre el impacto de la representación escénica en los espectadores, plasmado en la primera Poética— parece innegable que la identificación con los personajes de la trama de La forza del destino y por tanto la conocida catarsis, resulta cuando menos compleja. Entre acto y acto pasan años, y los personajes siguen atados por la fantasía de una pasión posiblemente sin consumar —quién sabe si, por eso, incombustible—; un sufrimiento autoinfligido que al mismo tiempo alimenta el deseo, y actúa como fuerza motora. Jaufré Rudel, uno de los inventores del sentimiento galante en occidente, ya cantó las delicias del amor de lonh. Muchos siglos después, en nuestra era de la virtualidad, parecería que la escisión entre lejos/cerca es ella misma irreal, o si acaso está siendo realizada como introyección, potenciando el gozo narcisista de la imagen que uno encuentra en otros (que, al mismo tiempo, podrían perfectamente no ser).

Parece que la escisión entre lejos/cerca es ella misma irreal, o si acaso está siendo realizada como introyección, potenciando el gozo narcisista

Más allá de disquisiciones psicoanalíticas, la neurociencia ha demostrado que tan real siente el cerebro que es la imagen percibida como aquella recreada de forma artificial; lo cual explica los fatídicos desaguisados de los —ya aludidos— Quijote y Bovary, así como de todas las generaciones de lectores que actualizamos sin saberlo sus hazañas, explicitados por narrativas audiovisuales recientes, como la celebrada Her, de Spike Jonze. En este contexto, la prueba para todo caballero/a andante, ¿no residiría acaso en aceptar el vértigo de que desde siempre el otro no exista más que como fantasía, y que por tanto no puede ser poseído? Ello podría alterar la búsqueda de la propia consistencia en la apreciación ajena, poniendo en jaque el erotismo metafísico de Platón, que hallaba en la atracción un anhelo de reunión con la otra mitad de uno mismo, para recuperar una forma de plenitud atemporal.

En la versión original de La fuerza del destino, que pudo verse en el estreno de la ópera en San Petersburgo, en 1862, el propio Don Álvaro perdía la vida, ante la insoportable visión de la pérdida de lo que creía más propio, devenido realmente —a conciencia— imposeíble. Siete años después, tras los finales intensos de óperas como Rigoletto o La traviata, Verdi optó por modificarlo y hacer de la amada a punto de perecer un vehículo para la purga en vida de los desatinos de Don Álvaro; señalando por su condición de dona angelicata la dimensión espiritual como única vía para la felicidad. Para la mentalidad romántica, una “vía trascendental” —según la expresión de Schiller— que la vibración musical acaso traslade de la mejor manera posible.