El pianista Evgeni Kissin.
Evgeni Kissin en el Palau de la Música. © Antoni Bofill

Kissin en el corazón y en la memoria

Evgeni Kissin llenó el Palau en una noche que trataba de ser de sabor barroco, pero que acabó derivando en un repaso musical a todas las posibilidades del piano. De Bach a Chopin pasando por Shostakivich, el músico ruso confirmó su prestigiosa reputación con un lenguaje hipnótico y creativo, transparente y a la vez lleno de misterio. No hubo duda de haber presenciado uno de los grandes conciertos de la temporada, y de haber transformado lo que parecía ser una lección de mecanografía en una lección de acupuntura de las más punzantes.

En el Palau de la Música se habían agotado tanto las entradas que tuvieron que disponer butacas en el escenario. Normalmente los conciertos de piano solista cuestan un poco más, la gente es más proclive a ver cuerdas y metales rellenando el espacio escénico hasta derramarse por los laterales, pero Evgeni Kissin es una especie de superstar interpretativa que incluso redujo drásticamente la media de edad habitual en la sala: detrás suyo, y estallando con aplausos fervorosos como verdaderos hooligans, cinco hileras de jóvenes espectadores que me dijeron que venían de una escuela de música de Bruselas. Kissin es de los mayores o quizás el más grande, pero sobre todo es de los que se hacen querer más. Y me pasé el concierto preguntándome, y respondiéndome, por qué.

El pianista Evgeni Kissin en el Palau de la Música.
Kissin protagonizó uno de los grandes conciertos de la temporada. © Antoni Bofill

La idea del repetorio era Bach. Sin duda. Por mucho que nos metiera dos nocturnos y un scherzo de Chopin (un Chopin menos romántico al que estamos habituados), el Shostakovich de la segunda parte era declaradamente (e inusualmente) bachiano, debido a que se trataba de preludios y fugas. De modo que, si empezamos el concierto con aquella disposición musical (y ergonómica) que tiene la obra de Bach (Partita número 2 en Do menor), y que hace que la interpretación se asemeje a una lección de mecanografía, terminamos el concierto con un tono similar. si bien pasado por la siempre sorprendente abstracción rusófona de los años 50.

Tras estos aires clavicembálicos, clasicistas y con peluca, los nocturnos de Chopin fueron una nueva lección de acupuntura: Kissin parece relajarse, como todo el Universo, cuando se quita el corsé y pasa las formas de los nocturnos o los impromptus y las rapsodias. Se vale más todo pero, además, vamos a exprimir todas las posibilidades de este nuevo instrumento llamado pianoforte. Y el músico y compositor ruso que hacía enmudecer el Palau (ni un solo tosido inoportuno, como máximo un breve móvil distraído) parece fundirse dentro del teclado sin mapa, sin partitura, sin limitaciones ni dudas. Por alguna razón en inglés lo llaman by heart (y en francés part coeur), a saberse algo de memoria: hay cosas que no pasan por la memoria, y que sólo son posibles si pasan por otro lado.

Kissin no hace malabares ni exhibiciones de virtuosismo: expone con una claridad cristalina, pero llena de creatividad

El 1 y el 2 no son en efecto los más populares de los nocturnos, pero se acercan a la forma de balada con la emocionalidad domesticada (excepto el segundo, más tormentoso). Están dedicados a una condesa y a una baronesa, respectivamente, mientras que el scherzo que les sigue invita a tomarnos la noche con un espíritu más juguetón y casi obesivamente beethoveniano (o beethovenianamente obsesivo). Un final de primera parte, ahora sí, romántico y lleno de colores anímicos, de la alegría en la melancolía y de la angustia al miedo en una especie de Inside Out del siglo XIX magistralmente ejecutado en doce minutos. Ovación de pie, los fans enloquecidos, pausa larga.

Shostakovich me tiene intrigado, maravillado, eternamente sorprendido. Siempre que me lo encuentro en el programa desconfío, por su peligrosa tendencia a la abstracción, pero siempre me acaba convenciendo y abriendo los ojos. La Sonata número 2 en Si menor (1943) es de una imaginación desbordante, seductora e hipnótica, con espacios para una bitonalidad espasmódica que siempre resulta interesante para un beethoveniano como yo. Me decanto claramente por ella frente a los posteriores preludios y fugas, por mucho que sean más relevantes para los expertos o para el público en general. Será por su lenguaje neobarroco, que ya he dicho que pone peluca al ambiente hasta extremos que intento rehuir, pero en manos de Kissin (ahora sí, leyendo partitura) y sobre todo de Shostakovich, el sello es de modernidad y de magia. Kissin, de hecho, no hace malabares ni exhibiciones de virtuosismo: expone con una claridad cristalina, pero llena de creatividad, que es lo que merece que el Palau se derrumbe en aplausos y muestras de gratitud infinita.

El pianista Evgeni Kissin.
Kissin agotó las entradas en el Palau. © Antoni Bofill

Sin embargo, diría que él sabe que la mayor magia se produjo en el bis. Concretamente, en el scherzo número 2 de Chopin que nos regaló como una especie de urgencia de última hora, de gran idea principal dejada en el tintero, y que me confirmó la irrepetible excepcionalidad del momento, de esas manos y de esa reencarnación. Esta noche, más que un intérprete, hemos estado presenciando en directo a un compositor. Un acto creativo. Efímero y eterno, como una rosa, como un abrazo, como un discurso brillante mientras se levanta la copa y se invita a decir “¡viva!”.

Evgeni Kissin en el Palau de la Música.
Kissin, ovacionado por el público del Palau de la Música. © Antoni Bofill