Decía Jaime Gil de Biedma que se había pasado la...
Los dos ingenieros barceloneses, formados en el MIT, debatirán sobre...
La irremisible emancipación humana de la naturaleza -transformada en “cultura”-...
El Ayuntamiento invertirá casi 16 millones en transformar 24.000 metros...
Cabe preguntarse si, a nivel social, estamos preparados para afrontar...
La brutal disrupción provocada en la movilidad y el mercado...
La Marina del Prat que gestiona el Consorcio de la...
Recuperar los valores clásicos del humanismo ese esencial ahora que...
Los municipios vecinos se suman al proyecto que permitirá ampliar...
Las Tres Xemenies de Sant Adrià se salvaron de la...
La muestra permanente exhibe más de doscientos objetos de la...
El Macba repasa la figura de la pintora y escultora,...
La ‘startup’ barcelonesa propone cambiar las plataformas habituales de grandes...
Acodada a la barra, sonríe mientras deposita su mirada azul...
Mitad neozelandés mitad catalán. Y se nota porque durante toda...
Más de 15.000 personas vibran con el regreso del cantautor,...
El pensador Peter Sloterdijk se acerca a la historia filosófica...
La compañía explora nuevas aplicaciones de su tecnología desde el...
El inmueble, cerrado a principios de año, revivirá con el...
La ciudad se recupera, pero aún busca una transformación hacia...
Se dirá no sin cierta razón que la lectura ha sido desde siempre posibilitada por el sentido de la vista, sin que sustancialmente se haya modificado la forma de relacionarse con los textos por parte de los lectores. Y, sin embargo, uno de los episodios en que más evidente y sintomática se muestra la evolución de los hábitos intelectuales lo refiere san Agustín, quien descubrió con asombro a san Ambrosio en lectura silente, degustando las palabras sin siquiera mover los labios. El anacronismo acecha a la creencia de que siempre se ha leído en silencio, creencia que consideraría la lectura como una actividad de ensimismamiento en que de algún modo desaparece el mundo, y el lector pertenece a la lectura en que se pierde. Hoy, como se sabe, los textos se leen en pantalla, en lectura táctil, se tocan y trastocan, invitan a pasar página con un solo gesto o a ser comentados por uno o más lectores
Son varios los cuadros de Pablo Picasso titulados La lectura que, ya en el siglo XX, trasladan una participación de este tipo, comparable a su vez a la que Julio Cortázar narró en Continuidad de los parques: ese produce y reproduce la desaparición del sujeto-lector, escindido y desplazado, actor que pasivamente es movido por el otro que es él mismo. En el fondo, la novela que inaugura esta apasionante ambigüedad es El Quijote; una novela que leen y comentan los propios protagonistas, en una inversión que precipita al lector en el goloso pozo de la ficción. Pues la novela —la realidad de la novela— existe virtualmente quizá por vez primera, más allá del extraño y extraviado soporte físico, y en tres temporalidades: existe por lo que se dice en el presente de la narración, por lo que alude del pasado implícitamente —es decir, las novelas de caballerías—, y por la expectativa de las incontables relecturas que promueve. El Quijote de Pierre Ménard, relato de Jorge Luis Borges, resume ad absurdum la novedosa perplejidad del mundo hermenéutico que abrió semiconscientemente Miguel de Cervantes: ya no hay texto que no se escriba sobre otro texto o se le vincule, ejerciendo de link el propio lector que “se lee” desde ambos.
En pantalla las palabras se ven casi como pictogramas o iconos, poseen entidad propia y pueden ser desplazadas o manipuladas. Ciertamente, la inmediatez visual que habilita la digitalización comporta también el riesgo de una lectura demasiado automatizada por parte de un lector que poco o apenas nada retendría
La visualización de contenidos en tabletas u ordenadores parece actualizar la idea de palimpsesto, ese soporte textual reutilizado para la escritura de un nuevo texto. Se pone sobre la mesa la virtualidad del saber, el carácter de artefacto de todo escrito, que conforma una red —una biblioteca— y un determinado modo de desplazarse en busca de contenidos. En pantalla las palabras se ven casi como pictogramas o iconos, poseen entidad propia y pueden ser desplazadas o manipuladas. Ciertamente, la inmediatez visual que habilita la digitalización comporta también el riesgo de una lectura demasiado automatizada por parte de un lector que poco o apenas nada retendría. Pero también se abre la posibilidad de la práctica de la glosa, la marcación personal o el hipervínculo: balizas en el texto virtual que realizan la lectura, que materializan la interpretación de quien se sabe partícipe de lo (in)existente. En los inicios de la escritura filosófica, Platón había intuido los peligros de la fijación de contenidos que, en ausencia del autor, podrían ser comprendidos en un sentido distinto, incluso contrario a sus originales intenciones. La era de Internet ha hiperbolizado está problemática aliándose con la posmoderna muerte del autor, convertida en premisa para un tipo de interpretación que desconfía de los argumentos de autoridad.
Así, por tanto, ¿hacia dónde va la lectura? ¿Existe un término medio entre la reescritura —que implica la interpretación y glosa de pasajes, práctica más bien intelectual— y la mera visualización de contenidos, que se toman por virtualmente verdaderos? Demasiado frecuentemente la adquisición y acumulación de información virtual lleva a presuponer su real comprensión, como si el esfuerzo de interpretación ya no hiciera falta. ¿Acaso la digitalización de Los hermanos Karamazov, su compresión en un archivo de ínfimo peso, asegura algún tipo de comprensión, más allá de confirmar el dicho según el cual el saber no ocupa lugar? Puede haber dejado de pesar, hecho muy ventajoso, pero no está claro que alivie o facilite el seguimiento de contenidos que difícilmente pueden ser asimilados en el trayecto que del trabajo a casa separa a muchos de los usuarios de dispositivos móviles. Leer una novela decimonónica de diez en diez minutos, o de quince en quince, implica pasarse meses con el ejemplar virtual a cuestas; si la posibilidad de lectura es más prolongada, y se da en un sofá confortable, quizá no importe tanto el peso que tenga y el olor a historia de un ejemplar en papel.
En todo caso, pensando en las nuevas generaciones —instaladas desde siempre en la realidad digital— es más que probable que no sientan ningún tipo de nostalgia, o se comporten con relación a los libros como quien hoy en día colecciona vinilos: objetos de veneración, poco prácticos, que evocan una era en la que el soporte material, de apariencia bella, aportaba realidad a la cosa. Algo engañoso, pues no hay más realidad en lo material que en lo virtual. Puestos a desvelar tópicos, también es falso que la lectura digital se torne más fácil y accesible. Efectivamente posibilita una mayor difusión, pero la lectura seguirá siendo un placer y una carga, una liberación y una obligación, difusión de ideas y enclaustramiento en dogmas, apertura a la vida o consolidación de la idiocia, sin que nadie pueda garantizar positivamente de qué lado nos encontramos.
Se dirá no sin cierta razón que la lectura ha sido desde siempre posibilitada por el sentido de la vista, sin que sustancialmente se haya modificado la forma de relacionarse con los textos por parte de los lectores. Y, sin embargo, uno de los episodios en que más evidente y sintomática se muestra la evolución de los hábitos intelectuales lo refiere san Agustín, quien descubrió con asombro a san Ambrosio en lectura silente, degustando las palabras sin siquiera mover los labios. El anacronismo acecha a la creencia de que siempre se ha leído en silencio, creencia que consideraría la lectura como una actividad de ensimismamiento en que de algún modo desaparece el mundo, y el lector pertenece a la lectura en que se pierde. Hoy, como se sabe, los textos se leen en pantalla, en lectura táctil, se tocan y trastocan, invitan a pasar página con un solo gesto o a ser comentados por uno o más lectores
Son varios los cuadros de Pablo Picasso titulados La lectura que, ya en el siglo XX, trasladan una participación de este tipo, comparable a su vez a la que Julio Cortázar narró en Continuidad de los parques: ese produce y reproduce la desaparición del sujeto-lector, escindido y desplazado, actor que pasivamente es movido por el otro que es él mismo. En el fondo, la novela que inaugura esta apasionante ambigüedad es El Quijote; una novela que leen y comentan los propios protagonistas, en una inversión que precipita al lector en el goloso pozo de la ficción. Pues la novela —la realidad de la novela— existe virtualmente quizá por vez primera, más allá del extraño y extraviado soporte físico, y en tres temporalidades: existe por lo que se dice en el presente de la narración, por lo que alude del pasado implícitamente —es decir, las novelas de caballerías—, y por la expectativa de las incontables relecturas que promueve. El Quijote de Pierre Ménard, relato de Jorge Luis Borges, resume ad absurdum la novedosa perplejidad del mundo hermenéutico que abrió semiconscientemente Miguel de Cervantes: ya no hay texto que no se escriba sobre otro texto o se le vincule, ejerciendo de link el propio lector que “se lee” desde ambos.
En pantalla las palabras se ven casi como pictogramas o iconos, poseen entidad propia y pueden ser desplazadas o manipuladas. Ciertamente, la inmediatez visual que habilita la digitalización comporta también el riesgo de una lectura demasiado automatizada por parte de un lector que poco o apenas nada retendría
La visualización de contenidos en tabletas u ordenadores parece actualizar la idea de palimpsesto, ese soporte textual reutilizado para la escritura de un nuevo texto. Se pone sobre la mesa la virtualidad del saber, el carácter de artefacto de todo escrito, que conforma una red —una biblioteca— y un determinado modo de desplazarse en busca de contenidos. En pantalla las palabras se ven casi como pictogramas o iconos, poseen entidad propia y pueden ser desplazadas o manipuladas. Ciertamente, la inmediatez visual que habilita la digitalización comporta también el riesgo de una lectura demasiado automatizada por parte de un lector que poco o apenas nada retendría. Pero también se abre la posibilidad de la práctica de la glosa, la marcación personal o el hipervínculo: balizas en el texto virtual que realizan la lectura, que materializan la interpretación de quien se sabe partícipe de lo (in)existente. En los inicios de la escritura filosófica, Platón había intuido los peligros de la fijación de contenidos que, en ausencia del autor, podrían ser comprendidos en un sentido distinto, incluso contrario a sus originales intenciones. La era de Internet ha hiperbolizado está problemática aliándose con la posmoderna muerte del autor, convertida en premisa para un tipo de interpretación que desconfía de los argumentos de autoridad.
Así, por tanto, ¿hacia dónde va la lectura? ¿Existe un término medio entre la reescritura —que implica la interpretación y glosa de pasajes, práctica más bien intelectual— y la mera visualización de contenidos, que se toman por virtualmente verdaderos? Demasiado frecuentemente la adquisición y acumulación de información virtual lleva a presuponer su real comprensión, como si el esfuerzo de interpretación ya no hiciera falta. ¿Acaso la digitalización de Los hermanos Karamazov, su compresión en un archivo de ínfimo peso, asegura algún tipo de comprensión, más allá de confirmar el dicho según el cual el saber no ocupa lugar? Puede haber dejado de pesar, hecho muy ventajoso, pero no está claro que alivie o facilite el seguimiento de contenidos que difícilmente pueden ser asimilados en el trayecto que del trabajo a casa separa a muchos de los usuarios de dispositivos móviles. Leer una novela decimonónica de diez en diez minutos, o de quince en quince, implica pasarse meses con el ejemplar virtual a cuestas; si la posibilidad de lectura es más prolongada, y se da en un sofá confortable, quizá no importe tanto el peso que tenga y el olor a historia de un ejemplar en papel.
En todo caso, pensando en las nuevas generaciones —instaladas desde siempre en la realidad digital— es más que probable que no sientan ningún tipo de nostalgia, o se comporten con relación a los libros como quien hoy en día colecciona vinilos: objetos de veneración, poco prácticos, que evocan una era en la que el soporte material, de apariencia bella, aportaba realidad a la cosa. Algo engañoso, pues no hay más realidad en lo material que en lo virtual. Puestos a desvelar tópicos, también es falso que la lectura digital se torne más fácil y accesible. Efectivamente posibilita una mayor difusión, pero la lectura seguirá siendo un placer y una carga, una liberación y una obligación, difusión de ideas y enclaustramiento en dogmas, apertura a la vida o consolidación de la idiocia, sin que nadie pueda garantizar positivamente de qué lado nos encontramos.