La ciencia, aunque lo ha intentado no en pocas ocasiones, todavía no han conseguido la fórmula para viajar en el tiempo. Mientras no se encuentre la solución para retroceder y enmendar un error del pasado, o incluso reencontrarse con aquellas personas que ya no están, la única manera continúan siendo las series, libros y películas, que nos teletransportan a épocas remotas e incluso nos hacen imaginar vidas futuras. Sin embargo, en pleno centro de Barcelona, sin tener que recurrir a esas películas y libros, se puede viajar al siglo XX con tan solo entrar en la Casa Amatller.
Entrar en este edificio se convierte, de por sí, en un viaje temporal, ya que su interior y mobiliario parecen haber quedado congelados en el siglo pasado, sin rastro de teléfonos móviles o portátiles, y mucho antes de que las grandes marcas de lujo, el tráfico intenso de la vida moderna y las cadenas de comida rápida llenarán la calle en la que se encuentra, Paseo de Gràcia. El edificio esconde, de hecho, el único interior modernista de toda Barcelona que conserva todo el mobiliario original. Cuatro-cientos metros cuadrados de viaje en el tiempo, con muebles propios de 1900, cuando tuvo lugar la reforma modernista de Puig i Cadafalch. Una joya escondida de Barcelona, muchas veces deslumbrada por la fama de su vecina, la Casa Batlló.
Sin embargo, no solo se ha quedado congelado en el tiempo su mobiliario sino que, además, la Casa Amatller, para conmemorar que hace diez años desde que el 12 de marzo de 2015 se abrió al público como casa-museo, ha celebrado una fiesta modernista para hacer revivir a sus propietarios, el chocolatero Amatller y su hija Teresa. Una visita teatralizada, junto al grupo de recreación histórica Llum i Color del 900, en la que sus propietarios originales cobran vida, vestidos con sombreros de copa, esmoquins, grandes pamelas y pomposos vestidos florales, y todavía duermen en sus habitaciones, administran la fábrica de chocolate desde su despacho, celebran fiestas en su salón y tocan el piano.

Para entrar en la casa, de hecho, debemos ponernos unos patucos de plástico para asegurarnos de no perjudicar el parqué originario del siglo XIX. Tras subir por la escalinata presidida por una imponente claraboya floral, nos recibe la mismísima Teresa Amatller, inmersa en una prueba de vestido para acudir al Liceu ese mismo domingo. Teresa, gran apasionada por las artes teatrales, era hija de Antoni Amatller, tercera generación de maestros chocolateros, que decidió comprar esta casa de Paseo de Gràcia, hasta entonces conocida como Casa Martorell, para convertirla en su residencia. Un edificio que había sido construido en 1875 siguiendo el estilo neoclásico imperante del momento, tras la reforma de Cerdà, y estaba situado en un lugar estratégico ya que por ese momento Paseo de Gràcia ya se estaba configurando como el principal eje urbano de la ciudad.
Para instalarse a vivir, Antoni decide reformar este edificio para adaptarlo a la estética modernista de la época. Así, contrata uno de los arquitectos más reconocidos del momento, Josep Puig i Cadafalch, artífice de otros imponentes edificios, como la Casa de les Punxes o el Palau Macaya. Cadafalch intervino en la propiedad entre 1898 y 1900, encargado de reformar el primer piso, la planta noble, en la que viviría la familia, el vestíbulo principal y la escalera de honor. Tras la reforma, Antoni solo pudo disfrutar diez años de la casa, ya que murió en 1910, por lo que Teresa pasó a ser la única habitante de este primer piso, mientras que las demás plantas estaban habitadas por familias que las alquilaban; un modelo que se replica en la actualidad, ya que la casa-museo comparte edificio con otras oficinas y usos.
Todo el interior está tal y como lo dejaron Antoni y Teresa, que disfrutó sola de la casa hasta su muerte en 1960, excepto el vestidor que ella decide reformar en 1934. Durante la visita, Teresa es la encargada de enseñarnos su habitación, completamente decorada por oro, un material que se encuentra incluso en el cabezal de la cama, decorado por pan de oro, y presidido por una canción de cuna de Jacint Verdaguer, “feu-li, orenetes, cançons d’amoretes“. Una habitación dorada que contrasta con los aposentos de Antoni Amatller, más fieles al gusto medieval de Cadafalch, que son más oscuras, aunque siempre adornadas con grandes lámparas florales de estética modernista o grandes cristaleras florales.

A lo largo de la casa el visitante encuentra pistas no solo del apellido de la familia, encontrando hojas de almendros como elementos decorativos de varias habitaciones, sino también de su profesión chocolatera, como una escultura que preside el comedor con una reina europea y otra azteca, refiriendo al largo viaje que hace este ingrediente desde las Américas. Tras la muerte de Antoni, y para conservar este valioso patrimonio, Teresa siguió las órdenes de su padre, quien había expresado que si ella no tenía descendencia, “la casa debía pertenecer a la ciudad de Barcelona”.
Los rumores explican que quizás Teresa se quedó conmocionada por la separación de sus padres cuando ella era todavía una niña, y la posterior marcha de su madre a Italia, siguiendo a un cantante de ópera del que estaba enamorada. Sea esto o no verdad, lo cierto es que nunca se casó ni tuvo hijos, así que decidió crear la Fundación Amatller y el Instituto de Amatller de Arte Hispánico, para preservar el patrimonio de la casa y su colección privada e incentivar la investigación en historia del arte, fundaciones que se instalan en la planta noble, donde habían vivido ella y su padre. En 2010, la fundación decidió abrir la casa al público, restaurando la esencia de 1900. Tras cinco años de reformas, en las que se devolvieron los muebles a su sitio original y se restauró su decoración primigenia, la casa-museo volvió abrirse a la ciudadanía ahora hace diez años.
La casa es una de esas joyas que los barceloneses, aunque hayan paseado por delante de ella en numerosas ocasiones, todavía desconocen. El edificio está situado en el cruce conocido por ‘la manzana de la discordia’ porque contiene los tres testimonios modernistas más famosos de la capital catalana: la Casa Lleó Morera, de Domènec i Montaner, la Casa Batlló, de Antoni Gaudí, y la Casa Amatller, de Puig i Cadafalch. De estas tres, la casa de Gaudí, se lleva el mayor protagonismo de vecinos y turistas.

“Tampoco queremos competir con la Casa Batlló, ya que tenemos un modelo de visita muy diferente, nosotros somos gran defensores de las visitas guiadas en grupos reducidos, con un importante discurso museístico, porque debemos ser muy respetuosos con el patrimonio”, explica Isabel Vallès, impulsora de Cases Singulars, empresa que gestiona las visitas de Casa Amatller. Así, solo se puede acceder en grupos reducidos cada media hora y de forma guiada, ya sea con guía o audioguía.
Un modelo, por tanto, diferente al de la Casa Batlló, que apuesta cada vez más por la innovación tecnológica y la realidad, y contrario también a la planta baja que ocupa la Casa Amatller, ahora reconvertido en un espacio de artes digitales, que, hasta abril, explora las luces y sombras de Goya. De hecho, los visitantes entran directos al centro de arte para dejarse alumbrar por la realidad virtual o se dirigen a la cafetería que ocupa la planta baja sin ni siquiera observar el techo de la casa, que preside una impresionante claraboya.

Así, la única parte que ha cambiado respecto a la original es su jardín que, si en su momento eran ocho-cientos metros de plantas y naturaleza, ahora se ha quedado reducido a una terraza, con unas pocas flores, con vistas a edificios del Eixample repleto de vecinos ajenos a la historia centenaria que se esconde tras la Casa Amatller. Una terraza desde la cual también se observa la parte trasera de la Casa Batlló. La historia relata que, si bien eran vecinos, los Amatller y los Batlló no tenían demasiada relación, ya que casualmente nunca acudían a las fiestas públicas que tanto unos como otros organizaban. En el jardín, muy diferente al original, sí podemos degustar una taza de esta bebida que enriqueció a los Ametller, siguiendo la receta original del abuelo de Antoni, aunque la empresa está ahora en manos de Simon Coll, a quien Teresa la vendió.
La visita también permite adentrarse no solo en su mobiliario y personajes, sino también en sus aficiones. Antoni era un gran amante del coleccionismo y de los viajes, y en sus estancias se observan recuerdos de tierras lejanas, cartas e incluso facturas, hechas a mano y calculada en pesetas. Antoni también era un apasionado de la fotografía, como se demuestra en su estudio fotográfico situado en la cuarta planta, donde termina la visita teatralizada. Un estudio por el que tuvo que pagar una multa, ya que construyó una planta más de las permitidas por el Pla Cerdà, pero no le importó porque su pasión por la cámara era tal que incluso participó en exposiciones por Nueva York o Berlín. Gracias a estas fotografías, de hecho, se ha podido reproducir de forma tan fiel el interior de la casa.

“Cualquier día que tengan tiempo pasen por aquí y les hago unos retratos”, nos despide Antoni Amatller antes de abandonar su casa. Sin embargo, la Casa Ametller no necesita vestirse de época, como ha hecho en motivo del décimo aniversario de su apertura al público, para ofrecernos un viaje en el tiempo sin salir del centro de Barcelona. Su imponente interior, fiel al original y a los criterios estéticos modernistas, que lo convierten en el único interior modernista original que se conserva en toda la ciudad, habla por sí solo, sin necesidad de revivir a Antoni y Teresa.