El verano es un tiempo insufrible donde todo dios sufre una desesperación hipnótica para viajar (incluso los conciudadanos que hace poco se manifestaban contra el turismo de masas en Barcelona y en breve ejercerán de pixapins en Formentera, embutiendo sus villas y playas). Si deseáis ahorraros las incomodidades repulsivas de aeropuertos y de estaciones de ferrocarril o la cohabitación con la familia y el cónyuge, yo os recomiendo un viaje incomparable en términos de disfrute, para el que sólo necesitáis un buen sillón y ganas de excitar la imaginación. Hace poco he vuelto a leer La ruta blava, obra maestra de Josep Maria de Sagarra, un libro de viajes descomunal escrito por un autor de retina privilegiada que mi querido Narcís Garolera ha publicado en Club Editor y que tiene la gracia de haberse transcrito siguiendo los dictados del propio manuscrito sagarresco, muy bien pulido de ultracorrecciones y erratas.
En 1937, atemorizado por las bullangas de la FAI que habían provocado la muerte de su querido amigo Josep Maria Planas, Sagarra se las pira a París con Mercè Devesa. Se casan enseguida y los hermanos Tharaud sugieren al escritor que se exilie todavía más lejos, a la Polinesia, para escribir un libro sobre su viaje de bodas. La aventura la acabará pagando Cambó, trinco-trinco, porque hubo un tiempo en el que —a los burgueses de nuestra ciudad— les interesaba mínimamente la cultura de la tribu. Sagarra hace las maletas (después de quemar muchas cartas y documentos por los que ahora daríamos la vida), viaja a Marsella y allí se embarca a bordo del Commissaire Ramel hasta Tahití. Este camino, y la posterior estancia en els mars del sur, configuran este volumen excepcional, que de hecho el autor no publicó en vida y que hasta ahora, como les decía, habíamos leído con numerosas alteraciones del catalán inigualado de mi adorado genio.
En una literatura de exilio como la nuestra —marcada mayoritariamente por la añoranza, la melancolía y la imposibilidad de digerir la Guerra Civil—, La ruta blava sorprende por ser un texto maravillosamente insultante, rebosante de la habitual alegría de vivir de Sagarra. Cualquier persona que quiera aprender a escribir debería fijarse especialmente en la primera parte del libro, la ruta del barco por el Atlántico hasta el canal de Panamá, porque nuestro mejor prosista sabe sacar petróleo de un universo que acontece entre los escasos metros de un mercante. Por mucho que lo escriba sonriendo, Sagarra narra una ruta homérica por el océano que anticipa un libro antiromántico; nuestro autor había leído la literatura idealista del XIX, pero tenía muy bien aprendida la lección de Gide, Conrad y Sommerset Maugham. Aquí no se idealizan los cocoteros ni se pinta el trópico como un edén; Sagarra juega en la liga de la mejor contemporaneidad mundial.
La ruta blava es el testimonio de un mundo colonial al que quedan pocos años por globalizarse. Sagarra lo ve muy bien; en una conversación teatral maravillosa con un cargo político francés que se queja de la atrasada vida tropical, Josep Maria le dispara: “Tots aquests canacs, aquests maorís, aquests papús de l’Oceania, com tots els negres i grocs del món, acabaran portant pantalons de golf, menjant sardines de llauna i prenent cafè amb llet per esmorzar. Què voleu fer-hi! I quan els vostres instructors i els vostres missioners hagin enllestit la feia, quan els vostres governs hagin donat totes les concessions a totes les companyies explotadores, aquesta massa humana —que a vós i a mi ens l’havien pintada idíl·lica i coronada de flors— acabarà cantant La Internacional o fent el pas de l’oca.” Irónico pero profundo, nuestro escritor siempre mezcla la insolencia con una lucidez ilimitada
En este libro hay escenas maravillosas, como el instante en que el autor tiene ganas de bañarse medio en bolas en el mar y se apura cuando divisa a lo lejos las dentaduras de un tiburón. La lengua (¡y sobre todo la musicalidad!) de Sagarra brota de una forma que debería enseñarse en todas las escuelas de periodismo. Fijaros en cómo describe los cuerpos —antes de que la corrección política prohibiera hablar de ellos— y cómo escruta la particularidad de cada raza de una forma magistral. Dejaros de viajes prefabricados, insisto hasta la náusea, y precipitaros a esta magnífica edición de La ruta blava que, a su vez, dignifica la pencada que Narcís Garolera lleva treinta años perpetrando. Él solito editó veinte volúmenes de la edición crítica del autor en Edicions Tres i Quatre, y todavía le quedan cuatro volúmenes para publicar, una serie de poemas inéditos y un montón de cartas. Pero nuestro païset lo tiene todo en suspensión.
No viajéis muy lejos, que todo son molestias. Volved a casa, escuchad la lengua viva y la sonoridad inigualada de mi escritor favorito. Leed, y sobre todo releed, esta obra maestra que es La ruta blava.