Volver a Dogville, o el problema del Humanismo

La puesta en escena de Dogville en el Teatre Lliure es una ocasión para volver a plantear la cuestión del mal en nuestras sociedades, que se han reclamado herederas del Humanismo por la defensa de las libertades individuales. Como destaca la directora Sílvia Munt, no se trata de una historia de buenos y malos, sino que, fiel al espíritu de la película con que Lars von Trier sacudió las conciencias, invita a mirarse en un espejo que revela la faz deformada del irreconocible individuo que podríamos llegar a ser. Vía negativa, la contemplación de la posibilidad más siniestra acaso suponga una aproximación responsable a la complejidad de la esencia de lo humano, esquiva por naturaleza.

[dropcap letter=”S”]

i la película con que Lars von Trier desconcertó al mundo una vez más (después de Rompiendo las olas, Los idiotas o Bailar en la oscuridad pero antes de Anticristo o Melancolía) constituía un verdadero un tour de force narrativo, al desarrollar historias en contrapunto sobre casillas de un tablero -una realidad máximamente abstracta- con el denominador común del sufrido peón protagonista, Grace, en la versión para teatro de Sílvia Munt y Pau Miró encontramos, junto al consabido escenario, recursos audiovisuales que deslocalizan cinematográficamente la trama en paisajes ajenos, invirtiendo la lógica del creador danés de un modo impecable. Pues, con todo, se mantiene el drama en el sentido más extremo, aquel que afila preguntas urgentes -ya a mediados de siglo pasado- y que la posmodernidad no ha logrado disimular por completo: ¿qué sentido damos a la palabra Humanismo? ¿Posee acaso un valor intrínseco, refiere algún principio de respeto universal? Y, sin duda lo más arduo: en caso de ser así, ¿cómo aplicarlo, sin caer en la priorización del interés particular?

 

Virginia (Bruna Cusí) huye de un hombre poderoso, busca cobijo en el primer lugar que encuentra en ese “pueblo cualquiera” -precisa con acierto el subtítulo de la versión del Teatre Lliure- llamado Dogville. Como en todas partes, el Bar es el lugar de encuentro, de confluencia de caracteres distintos, que acuden para hallar distracción. Más allá de los pasajes filmados en exteriores, y de los capturados mediante una cámara fija instalada en el quicio del local -del estilo de las cámaras de seguridad- que muestra lo que sucede dentro/fuera, en el tránsito entre los dos ámbitos, más allá de esas proyecciones -decíamos- todo acontece en las diferentes estancias de ese local. Allí Virginia conocerá, entre otros, al idealista e ilustrado Max (David Verdaguer), a la iracunda maestra del pueblo (Auréa Márquez) y a su joven y tirano retoño. También al marido y padre (Josep Julien) de ambos, que aquélla reconoce algo primitivo, y al anciano que oculta su ceguera (Lluis Marco) y hace que ve las cosas como son, obstinado inspiradamente en su creencia.

En el trance de ser ayudados por alguien que no pide nada, que en su transparencia sólo ejerce de espejo, las imperfecciones, inseguridades, deseos, traumas de los personajes aflorarán irremediablemente

Los personajes interactúan con la protagonista desde la suspicacia, mientras ella trata de ganarse su confianza ofreciendo una colaboración desinteresada. Tirando mano de un recurso falsamente objetivo como la voz en off, Lars von Trier se había recreado con precisión de cirujano en la exteriorización de los instintos reprimidos, enquistados o socialmente aceptados en todos ellos. Emergen en la película como fumata negra frente a la acción caritativa de Grace, personaje femenino obviamente emparentado con los de Rompiendo las olas y Bailar en la oscuridad. La versión teatral de Dogville no puede ofrecer ese mismo grado de detalle, pero hace hincapié en la falsa naturalidad de los discursos de aquéllos, que realmente no toleran las consecuencias del pacto. Pues en el trance de ser ayudados por alguien que no pide nada -en su virginal transparencia sólo ejerce de espejo- las imperfecciones, inseguridades, deseos, traumas de los personajes aflorarán irremediablemente.

EL CINISMO, IMPASIBLE PREOCUPACIÓN POR LO HUMANO

Son muchos los pasajes que merecería la pena recuperar, como cuando el personaje de Gloria (una maravillosa Anna Güell) precisa, lapidariamente: “somos muy buena gente, sobre todo si tienes mala memoria”. Asimismo, y quizá por encima de todos, merece ser resaltado uno de los que cierra la función -“el miedo lo justifica todo”- en la medida que ilustra el cinismo que predomina en ese microcosmos. El cinismo fue definido por Peter Sloterdijk en su primera gran obra como “conciencia falsamente ilustrada”, una forma de lucidez que renuncia a la verdad al tiempo que no duda en imponer interesadamente el criterio propio como universal. La sentencia de Gloria es, en este sentido, inequívoca: con las nociones morales “frescas” no hay modo de sostener aquella supuesta bondad. Algo diferente sucede cuando factores extraños e incontrolables -el miedo, por ejemplo- “debilitan” la memoria acerca de lo que es bueno universalmente. La sentencia del invidente parece parafrasear, a su vez, el diagnóstico del personaje de La caída de Albert Camus, exjuez que reconoce la humana propensión a culpar la humanidad entera con tal de salvarse uno mismo.

 

Incluso Max, que presume de apertura y mirada limpia -habiendo sido el primero en ponerse en el lugar de la foránea, de la perseguida- se precipitará en la ambigüedad moral por causa de las incertidumbres derivadas de su vinculación afectiva, lo cual plantea una cuestión incómoda: ¿es realmente posible dar un trato justo -es decir, desinteresado- a aquel cuyo amor se anhela, intuyéndose no del todo correspondido? Immanuel Kant habló de los “obstáculos de la humana naturaleza” para referir precisamente la serie de condicionantes empíricos (intereses, inclinaciones, y por supuesto emociones) que acostumbran a afectar a nuestra praxis moral, y que habrían de ser trascendidos en el acto verdaderamente legítimo, acorde a principios de validez universal. Aunque resulte en apariencia paradójico, la contradicción está al acecho -resalta flagrantemente, de un modo especial- en aquel que con más vehemencia defiende los principios de la ilustración, principios que afirman la igualdad y libertad inalienable de todos los seres humanos.

Bien, en realidad, cualquiera que sostenga principios o quiera defender valores está condenado a contradecirse más que el cínico, que se hace fuerte desde la autocomplaciente confesión de su ubicuidad moral, un poco a lo Karamazov (“si Dios no existe, todo está permitido”). En Dogville se difunde el secreto a voces que la modernidad por lo general obvió, o si acaso escondió bajo la alfombre de aquella expresión kantiana. Que la tendencia del hombre -como ya había advertido Thomas Hobbes de una manera menos aséptica- no es la de proteger al indefenso, sino usar medios diversos, entre los cuales la fuerza, para prosperar según las demandas de los instintos o de los deseos más “razonables”, lo cual no excluye aprovecharse de la bondad ajena: homo homini lupus. El animal escogido en la ficción de Trier es el mamífero más leal al hombre, y por tanto aquel que más intensamente se halla en la tesitura de sufrir su maltrato, como nos recuerda el coloquialismo llevar vida de perro. Una expresión que se aplica para ilustrar la existencia que es víctima de reveses a todas luces injustificables, como los que experimenta la protagonista de Dogville.

Incluso si el espectador familiarizado con la película puede echar en falta la proximidad descarnada y obscena de Trier -así como aquella manipuladora voz en off– se percibe un punto de impostura comparable en las voces de los personajes teatrales, que articulan una verdad coral y sin embargo profundamente anti-humanista

La Grace (Nicole Kidman) de Lars von Trier opta por asumir en silencio todas las humillaciones, mientras que en la versión de Sílvia Munt y Pau Miró ella misma, “Virginia”, ciertamente se muestra más vehemente y rebelde, a pesar de la reminiscencia -en su nombre- a una pureza originaria. Incluso si el espectador familiarizado con la película puede echar en falta matices en la versión del Teatre Lliure -la proximidad descarnada y obscena de Trier, así como aquella fascinante y manipuladora voz en off– se percibe un punto de impostura comparable en las voces de los personajes, que con actuaciones sobresalientes articulan una verdad coral y sin embargo profundamente anti-humanista. De forma intermitente, según avanza la trama, aquéllos hacen apartes: entrevistas particulares frente al público, como si de un documental se tratara -recurso, por cierto, que aplicó el propio Lars von Trier en Los idiotas– y en que hablan retrospectivamente del rastro turbulento que dejó la extranjera. Un recurso que, sin embargo, en modo alguno podríamos encontrar en la versión cinematográfica, por razones obvias para quienes la conozcan y que en breve recordaremos.

A VUELTAS CON LA SANTA Y LA PECADORA

Antes, es casi obligada la mención a Temps Salvatge -obra de Josep Maria Miró programada la temporada pasada en el TNC- por la similar recreación de una comunidad atenazada por el miedo ante la presencia de alguien extraño, y en la que una joven desempeña el papel fundamental. Y ello a pesar de que las protagonistas, que en ambos casos orquestan y condicionan los afectos de los personajes, a su alrededor, parecerían antitéticas. Una se ubica próxima al papel de la santa, dándose a todos sin condiciones -algo especialmente apreciable en la heroína de Trier, como decíamos- mientras que la otra es la inconformista radical, que provoca y exprime temerariamente las experiencias que la vida le ofrece al tiempo que explota las rendijas de hipocresía de los adultos. De hecho, Virginia parecería que se encuentra entre ambas, pues comienza siendo una rebelde y nunca pierde por completo ese talante exaltado y hasta agresivo, que aplica contra sí misma. El perfil del personaje original (Grace) es más cercano al de la Juana de Arco que se deja morir, y cuyo martirio obviamente Lars von Trier conoció a través de la versión de su admirado Carl T. Dreyer. El sufrimiento es el precio que todas ellas pagan por provocar la emergencia de aquello que no podía ser dicho ni oído, por haber actuado como espejos reflectantes de la realidad interior más desagradable.

 

Si golpea la experiencia estética de la injusticia es porque recuerda al espectador que también en la vida real los retornos a “Dogville” -con variaciones, por supuesto- tienen lugar. Y a diferencia de cuanto sucede en la ficción, no siempre las relaciones de sumisión conocen algún tipo de fin o de resolución. La discrepancia capital entre la obra de Trier y la interesante versión de Munt y Miró radica, precisamente, en los respectivos finales. Mientras que en la película se produce, con la venida del Padre (el misterioso hombre de quien huía Grace, en el inicio) un giro dramático que trastoca por completo y para siempre el orden de cosas del lugar referido como Dogville, en la versión teatral ese “pueblo cualquiera” sigue su andadura sin modificar sustancialmente la dinámica, a pesar de la intrusión de Virginia y la muerte de Max, lo más parecido a un ser inocente en la ciudad del perro. Recordarán los cinéfilos, por otro lado, qué es lo que le sucede a Grace, después de todas las vejaciones infligidas por parte de los socorridos.

El espectador respira, aliviado: se ha hecho justicia, al fin y al cabo. Pero el relief, la descarga emocional que aporta este final falsamente redentor sugiere al mismo tiempo un grado de perversión sumo

Y lo que sucede, es que ella hace un click, una suerte de epifanía. Ante la nada metafórica oferta de su padre, consistente en “quemar el pueblo” -se recuerda en el Teatre Lliure-, cae en la cuenta de que sí, de que la injusticia existe, y de que no se puede tolerar; que de algún modo asumirla en carne propia, respetarla, hace posible su perpetuación y convierte en cómplice a la víctima. El padre todopoderoso, gánster de manual -padre odiado/amado, según la mejor tradición freudiana- erradicará toda forma de vida del pueblo a balazos, salvando sólo al perro. El espectador respira, aliviado: se ha hecho justicia, al fin y al cabo. Pero el relief, la descarga emocional que aporta este final falsamente redentor sugiere al mismo tiempo un grado de perversión sumo, perpetrado por el perturbador alquimista que ha demostrado ser tantas veces Lars von Trier.

 

El espectador pasa de sufrir junto a Grace -esa idea de empatía inherente al amor cristiano, caritativo, que acepta rebajarse y cargar con el peso del otro- a sentirse, como la misma Grace, convencido de la pertinencia de un asesinato en masa. Un cambio salvaje de perspectiva que interpela al espectador / cómplice y lo agita del otro lado de la pantalla, sólo comparable al que provocara Stanley Kubrick, hace ya décadas, con La naranja mecánica. Tras una primera parte de desenfreno, con repulsivos ejemplos de la llamada “ultraviolencia”, en la segunda parte de la película el criminal, en proceso de reformación, se convierte en víctima de experimentos infrahumanos y también de sus excompinches. El espectador puede entender que en efecto el protagonista, de nombre Álex, se lo ha buscado; o también puede empatizar, y sentir lástima por su estado. En ambos casos se halla afectado por emociones inesperadas, y conminado a revisar sus criterios morales, por poco consciente que sea.

DIALÉCTICA ATEMPORAL Y UBICUA

A raíz de su estancia en Dogville, Grace parece haber aprendido una lección relativa a distinciones morales, quién sabe si de forma traumática. Pues su voluntad aleccionadora, sus ansias de traer el verdadero sentido del bien -la libertad y la justicia- a las vidas de los hombres y mujeres le habrán de jugar una mala pasada en Manderlay -segunda parte de la trilogía de Trier- cuando, víctima de la ira, acabe flagelando sádicamente al esclavo cínico pero deseado, abundando en la problemática inherente al humanismo que en Dogville sufría Max (Tom, en la versión cinematográfica). Ambas películas escenifican con el mínimo de recursos narrativos y potenciando al máximo las expresiones de los actores -según el modo teatral pero con las posibilidades fílmicas, gracias a la variedad de planos y al montaje- el discurso crítico que algunos pensadores del siglo veinte han vertido en contra de las excesivamente optimistas presunciones de la ilustración.

En el contexto de la segunda guerra mundial recuerdan Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, en su Dialéctica de la ilustración, que el proyecto de liberar y mejorar al género humano a partir de la Razón había fracasado; no siendo creíble, por tanto, más que como mito, desde una fe o confianza similar a la que trajo las desigualdades y no supo evitar el desastre armado. En vano Nietzsche había denunciado, ya antes, el aspecto pragmático de la razón, inevitablemente puesta al servicio de los intereses particulares, y por tanto sierva de lo instintivo, como por otra parte sabía Sade, a quien acuden asimismo Adorno y Horkheimer para agudizar la desconfianza en una forma de salvación enteramente racional. De hecho, consideran los autores de aquella obra clásica que las doctrinas despiadadas de Sade y Nietzsche son más “misericordiosas” que la moral bienpensante por haber proclamado “la identidad de razón y dominio”, es decir, por haber anticipado la apropiación del sentido de la realidad a través de un tipo de razón instrumental, que básicamente piensa en términos de eficiencia y provecho.

Pragmáticamente orientado, aquel pensamiento se asemeja -desde la distancia y un justificado recelo- al que Martin Heidegger denominó en su comunicación Serenidad “pensamiento calculador”. También él, a finales de los años cuarenta había buscado redefinir el sentido del Humanismo en diálogo con Jean Beaufret, desde la crítica a la técnica y su aplicación a los asuntos humanos. En la entrevista de 1966 concedida para el Spiegel afirmaría que el lugar en que el hombre habita “ya no es la tierra”, tras referirse a la imagen del planeta visto desde la Luna (una fotografía en blanco y negro, que no la más conocida, ya en color, de diciembre de 1968). El desarraigo del mundo circundante, el enrarecimiento de las relaciones interpersonales y del propio individuo consigo mismo constituye la realidad inhóspita (Das Unheimliche es el sustantivo empleado por Heidegger en la entrevista, traducible como “lo siniestro”) que Dogville escenifica. Además de acertar con las intervenciones en contrapunto de los actores, la versión del Teatre Lliure resulta sin duda interesante -recordémoslo- por explicitar el carácter atemporal y ubicuo de esta fábula, acontecida “en un pueblo cualquiera”.

El riesgo de quedarse instalado en la crítica, ya no sólo en una apriorística idea de verdad o justicia, es advertido por Adorno en Minima moralia: “para quien no se conforma existe el peligro que se tenga por mejor que los demás y de que utilice su crítica de la sociedad como ideología al servicio de su interés privado”.

La precisión neutraliza cualquier tentación de creer (querer) identificar un contexto concreto y exclusivo -así lo apuntaba, de hecho, el propio Lars von Trier con el título de su trilogía: USA- Land of Opportunities– y salvarse alguien de la posibilidad de corrupción, de enajenamiento para con el mundo o para con uno mismo. El riesgo de quedarse gustosamente instalado en la crítica, ya no sólo en una idea apriorística de verdad o justicia -como le sucede a la Grace de Manderlay-, es advertido por Adorno en una época cercana a la de redacción de la obra concebida junto a Horkheimer. En Minima moralia, un compendio de pasajes ensayísticos que dejan ya entrever las líneas de su filosofía y de su estética negativa, señala: “para quien no se conforma existe el peligro que se tenga por mejor que los demás y de que utilice su crítica de la sociedad como ideología al servicio de su interés privado. Mientras trata de hacer de su propia existencia una pálida imagen de la existencia recta debiera tener siempre presente esa palidez y saber cuán poco tal imagen representa a la vida recta”. Ciertamente, en la pretensión ilustrada, como en el pensamiento crítico, pueden infiltrarse esos “obstáculos de la humana naturaleza” que desvirtúan las mejores intenciones.

Se intuye insoportable la percepción de la inhumanidad como subyacente a lo humano, en una proximidad tan íntima y distante. Pero, posiblemente, sólo desde ese reverso tenebroso, teniéndolo presente y no obturando su desagradable realidad, se alcance a valorar en su justa medida -fuera de toda medida- la excepcionalidad del ser humano. Acabamos con una segunda cita de Minima moralia, apropiada en la medida que ratifica el escenario crítico -la necesidad de la crítica de la crítica, o de una forma de re-ilustración que sortee el cinismo- abriéndose, con todo, a la posible utilidad del pensamiento y de la obra de arte que busca fomentarlo, más que complacer o consolar: “nada hay ya de belleza ni de consuelo salvo para la mirada que, dirigiéndose al horror, lo afronta y, en la conciencia no atenuada de la negatividad, afirma la posibilidad de lo mejor”.