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l círculo vital de un mercado es similar al de una persona: nacer, crecer, reproducirse y morir. En este artículo no mataremos a ninguna –pero no olvidamos a las últimas víctimas: un recuerdo por los mercados del Carme y de Núria– y tampoco teorizaremos sobre el sexo de la Boqueria, que dicen que en eso va sobrada, en las callejuelas laterales. Hoy solo nos fijaremos en expansiones y decadencias mercantiles a raíz de la reapertura del mercado de Sant Antoni.
Cómo me encanta el olor de gentrificación por la mañana. Estos días me he acercado varias veces a Sant Antoni. Tamarit y Comte Borrell peatonalizados –¿cuándo tendremos una versión catalana de esta palabra?– tienen muy buena pinta, rebosantes de abuelos y chiquillos en los bancos y en las terrazas, en una imagen que ya anticipa el éxito de la superisla. Y el mercado en sí es la joya de la corona. La carcasa, espectacular, luce cenefas doradas repintadas y a los pilares de hierro todavía no les han sacado la etiqueta y se puede leer “La Maquinista terrestre y marítima de Barcelona”, de cuando incluso la metalurgia era de proximidad.
En el interior todo ha cambiado para que nada cambiara: nueve años más tarde, los pasillos interiores ya vuelven a estar llenos de verdura, tocino y pescado de playa, que centellea como nunca bajo unos leds de justicia, mientras que los pasillos que dan a fuera reúnen los puestos de los Encants, y por lo tanto nadaréis en un mar de pijamas, sostenes y calzoncillos y bragas en 3 x 5 €. Cabe decir que a los que venimos de los mercados rectangulares –Hostafrancs, el Ninot o la Estrella: la mayoría, vaya– esta planta en forma de cruz de Sant Antoni o el Galvany siempre nos ha parecido una coquetería. Y en la calle, las marquesinas ya vuelven a acoger la dominical de los libros viejos, que el de Sant Antoni es el único mercado que funciona los siete días de la semana.
La planta subterránea también ha quedado espectacular: incluye el inevitable súper –que ayuda a pagar todo eso– y mantiene las paredes del Baluard de Sant Antoni, uno de los bastiones de la muralla medieval. También se esconde un trozo de la Vía Augusta con la calzada original, nada, la típica reliquia de dos mil años de historia, y todo ha sido pavimentado con una especie de microcemento deslizante que ha dado lugar a la pista de skateboard no oficial del barrio. Por el mercado ya se ven turistas mariposeando, que compran fruta pelada y hacen vinitos en las nuevas paradas con “barra de degustación” –¡marramiau!–, y de hecho esta sigue siendo la gran incógnita de la reapertura: ¿el mercado de Sant Antoni se boquerizará o conseguirá resistir sin turistizarse?
En Gràcia, estos días los paradistas del mercado de la Abaceria se hacen otro tipo de preguntas. Su mercado hace años que se consume, a la espera de una renovación demasiadas veces prorrogada, y una pila de paradas han cerrado, convertidas en almacenes o en cementerios de libracos. Los pocos comerciantes que resisten ya tienen fecha para la mudanza, y parece que después de la verbena ya despacharán en la ubicación provisional, en lo alto del Passeig de Sant Joan, donde afrontarán los años de transición antes de poder retornar y engalanarse de estreno. Nuri, de los centenarios Peixos Blasco, sufre porque si la reforma se eterniza tanto como en Sant Antoni le llegará la jubilación antes de haber vuelto a Travessera. Tan solo se trata de que encuentren restos romanos para pasar de los 3 años previstos a quién sabe cuántos. Eso sí, en Gràcia no sufren porque la reforma encarezca la zona: el barrio ya está gentrificado hace años.
Imágenes destacadas:
Reforma del mercado de Sant Antoni, fotos extraídas de la web del mercado. Autor: Jordi Casañas