Estamos en plena temporada de verano y Barcelona va camino de batir su récord histórico de turistas. Aunque previsiblemente se forrarán, los responsables del sector (hoteleros, restauradores, transportes…) no se están dejando llevar por la euforia. Al menos, en público. Sospecho que intuyen que la paciencia de los barceloneses está a punto de agotarse y deben temer que la turismofobia deje de sufrirse en silencio, como las hemorroides, y acabe por arruinarles la fiesta. Por esta razón, los grandes empresarios del sector celebran con la boca pequeña cada récord pulverizado (turistas por día, cruceristas, congresistas…) y se ven obligados a admitir que habrá que planificar, gestionar, redistribuir e incluso limitar el turismo.
Turisme de Barcelona hace unas semanas llamaba a estar orgullosos del turismo y lamentaba que se le responsabilice de todos los males de la ciudad. Que este consorcio público-privado dedicado a promocionar la ciudad se reivindique tiene todo el sentido del mundo puesto que cumple su misión a la perfección: vender los encantos de la ciudad a los de fuera.
El problema viene con los de aquí. Y a los barceloneses ya no nos venden más la moto. Las manifestaciones contra el turismo de masas son cada día más habituales en la ciudad, la opinión publicada también hace semanas que se ocupa del turismo como problema y quizás habrá que ir pensando en reeditar La sortida del laberint, el magnífico ensayo que el economista Miquel Puig publicó hace unos años, para rebatir a quienes todavía pretenden engatusarnos con el argumento tramposo de que el turismo genera riqueza para todos.
Por todo ello, el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido tomar la iniciativa y anunciar que en 2028 prohibirá todos los pisos turísticos de la ciudad. Son más de 10.100. Es una medida valiente que busca combatir los efectos perversos de esta modalidad de alojamiento turístico en el mercado de la vivienda: precios por las nubes, vecinos expulsados de su casa, pero también graves problemas de convivencia en las fincas de viviendas.
El turismo contamina. Seguramente, parte de los problemas que ahora tenemos viene de no haberlo sabido ver o de haberlo querido esconder. Que las fábricas que llenaban Poblenou en aquella Barcelona industrial de la primera mitad del siglo XX envenenaban el aire era evidente, sólo había que fijarse en las largas chimeneas que configuraban la silueta de la ciudad. Por no hablar de la contaminación de los ríos Besòs y Llobregat, convertidos en cloacas putrefactas.
“El turismo contamina. Seguramente, parte de los problemas que ahora tenemos viene de no haberlo sabido ver o de haberlo querido esconder”
La contaminación que genera la actividad turística es menos evidente, pero igualmente dañina: gentrificación, destrucción del tejido social, desaparición del comercio tradicional, aglomeración en determinadas zonas, transporte público en el umbral del colapso, retroceso del catalán, ocupación de baja calificación y, en buena parte, temporal…
Deberíamos empezar a decir las cosas por su nombre: el turismo no es un regalo caído del cielo. Es industria y, como tal, contamina. El problema es que no podemos trasladarla del centro de Barcelona a polígonos industriales, como hicimos hace más de medio siglo con las industrias tradicionales. Para el turismo, Barcelona es la fábrica y los barceloneses debemos tratar de vivir entre la maquinaria. Si no somos capaces de atenuar sus efectos adversos, corremos el riesgo de que la ciudad acabe convertida puramente en un negocio. Y, paradójicamente, esto acabe con el negocio.