Escena de la obra de teatro Els Brugarol. ©Poliorama

Semana Santa en Barcelona sin Zipi Zape

Semana Santa en Barcelona. Todo está cerrado, porque es fiesta, sí, pero es que también estará cerrado el martes, cuando ya será laborable. Ahora, siempre, casi todo está cerrado y celebramos salvajemente si hay algo abierto. He comprado entradas para ir al teatro Poliorama, en la Rambla.

Vamos a ver Els Bruguerol, con mi hija. Conozco a Estel Solé, que es tertuliana de Catalunya Migdia, y “me hace gracia” ir a verla, si me permiten la expresión boomer. (Soy tan boomer, que hasta hace poco no conocía el significado de la expresión boomer). Un día de estos podrán leer en el  The New Barcelona Post, una entrevista con Ramon Madaula, actor y autor de la obra. Para nosotras, ir al teatro es una excusa para salir, para hacer lo que hacíamos antes: “estar con desconocidos”.

No sabía que lo echaría tanto de menos las aglomeraciones de los conciertos, de los bares, de las calles, de los mercados. Recuerdo una aglomeración concreta como uno de los momentos memorables de mi vida. ¿Pero cuántos momentos memorables habrá, en total, en nuestras vidas cualesquiera? ¿Cuántas horas memorables sumamos a lo largo de una existencia? ¿Enamoramientos, nacimientos de hijos, abrazos, un vino, un trozo de pan, un libro, una canción, un gol?

Fue saliendo del concierto de Leonard Cohen en Montjuïc. Bajábamos caminando, cantando todavía So long, Marianne. Y yo pensaba: “Todos estos, como yo, aman a Leonard Cohen”. Y sonreíamos (queríamos que se nos viera la sonrisa en la cara, y no podíamos imaginar que un día llevaríamos mascarilla y adiós sonrisa) para decirnos, sin palabras: “Te entiendo, tu eres de los míos” . Hablábamos, admirados. Estábamos contentos de entender tanto a Leonard Cohen, de haberlo visto. Y de haberlo visto, tal vez, por última vez. Bromeábamos a propósito de su manager, que lo estafó y consiguió, sin querer, que el hombre tuviera que hacer una gira más. La que le llevó a Barcelona. Sí, por última vez.

Salimos de los Ferrocarriles (los “catalanes”, les llama todo el mundo) y nos compramos un helado en esa heladería —es una cadena, porque hay otra con el mismo nombre en la Rambla— que encuentras al lado de la entrada del Sephora. La distinción del establecimiento es que te ponen la pasta encima del cucurucho, no en forma de bola, sino en pequeñas placas que acaban pareciendo los pétalos de una flor. En medio, donde estaría el cáliz, te plantan, si quieres, un maccaron (que hace de pistilo). La cuestión es cómo se tiene que comer, un helado, con la pandemia. No te puedes sentar en el establecimiento porque no hay sillas, y por la calle tienes que ir sacándote y poniéndote la mascarilla.

Me pregunto, por cierto, ¿cómo les va a los de Paellador ahora que no hay turistas?

Pasamos por delante de La Poma. Cerrado. Siempre estaba lleno de guiris y supongo que en condiciones normales (como duele decir “condiciones normales”) estaría abierto, para dar cabida a los cruceristas ávidos de tablaos y paella. Me pregunto, por cierto, ¿cómo les va a los de Paellador? Habrán perdido mucho negocio, me imagino, porque el suyo era un producto muy pensado para extranjeros. De todos los platos que tienen en estoc, el que más gracia me hace es la fideguay, que lleva trozos de frankfurt.

Y entonces vemos una cola, larguísima, en la acera derecha en dirección mar. Es la cola para entrar al teatro. Los del Poliorama han puesto, en el carril de los coches, unas vallas con señalizaciones y luces para evitar accidentes. Me acerco hasta la entrada del teatro y pregunto si es la cola para comprar o para entrar. Es la cola para entrar, me dice un acomodador. La mayoría de personas, por cierto, lleva la entrada en el móvil, no en papel.

Deshago el camino y vuelvo con mi hija, que lametea, como puede, el helado. “Cuando acabe la Semana Santa nos volverán a cerrar. Ya lo están diciendo”, exclama una señora muy arreglada. “Sí, mira, pero no hacemos nada malo, nosotras, estamos aquí con la mascarilla”, replica otra. Son tres mujeres mayores que ya se ve que son habituales del teatro. “¡Viva el Covid!”, Grita alguien desde un coche.

Mientras avanzamos (avanzamos muy rápido) me fijo en el escaparate de la farmacia modernista. Hay un cartel que me sorprende y que también tiene que ver con la pandemia. Dice: “¿Has perdido el olfato y el gusto? ¿No lo has vuelto a recuperar del todo? ¡Aquí Tenemos la solución! Olfae. Primer kit de entrenamiento para la recuperación del olfato”. Me gustaría comprobar cómo funciona. Prometo comprarlo y explicarles cómo va. Supongo que es un nuevo producto surgido de la necesidad y la emprendeduría.

Imagen de archivo del Teatro Poliorama, conectado con el Viena por una puerta interior. ©V. Zambrano

Llegamos a la entrada. Nos piden que nos pongamos gel en las manos (tienen un dispensador instalado allí) y que esperemos hasta que los de delante hayan entrado. Hay butacas con una cinta, como la de la policía, para indicar que están inutilizadas. La voz de Pep Cruz (como me gusta su voz) nos dice que el espectáculo está a punto de empezar y que no nos podemos quitar la mascarilla en ningún momento. Pienso en cuando salgamos. No podré saludar a Estel Solé, porque serán las nueve y media y tendremos el tiempo justo para volver a casa antes del toque de queda.

Tampoco podremos hacer lo que hacíamos siempre que íbamos al Poliorama. Lo que hicimos, por ejemplo, antes de la pandemia, cuando fuimos a ver La importancia de ser Frank. De este teatro me gusta muchísimo —ya lo he dicho en alguna ocasión— que haya una puerta que dé directamente al Viena, que está pared con pared. Ahora está cerrado, claro. Es la idea, maravillosa, de la mezcla perfecta; el epígrafe Hostelería y espectáculos. Que felices éramos, y espero que seremos, de nuevo, saliendo de la obra y yendo a tomar una cerveza y un lomo con queso en el Viena, abarrotado de gente que hace lo mismo. Oír a los camareros gritar: “Un Zipi Zape!”. Que significa “un Cebapcice”.

Déjenme detener un momento aquí. El cebapcice (se me hace la boca agua) es un plato que puedes encontrar en tiendas ambulantes de Bulgaria o Bosnia. En más lugares, también, con nombres similares. Se trata de carne picada sobre un pan maravilloso llamdo lepinja. Lleva cebolla picada y kajmak, que es una especie de crema láctea. En el Viena lo hacen con carne picada de ternera, con mostaza y pimienta, cebolla asada y queso emmental. Zipi Zape. Se apagan las luces.