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lo largo de la historia, el ser humano ha dejado rastro de su existencia. Desde sus inicios, todas las culturas han representado a aquellas personas que merecían ser recordadas. Poco a poco, de inmortalizar a faraones, emperadores, conquistadores y gente que cambiaba el mundo, pasamos a retratar a las familias, que querían un recuerdo postizo en los álbumes de fotos. Celebridades y anónimos contaban con su propia versión de la gloria. Por un lado, estaba la estelar, sobre alfombras rojas, y por otro, la doméstica. Los paparazzi intentaban robar, para airearla, la vida privada de figuras públicas. Pero la eclosión de las redes sociales, y sobre todo la comercialización del iPhone 4, acabaron con aquel negocio. Los mismos famosos eran capaces de cargarse una exclusiva con el simple de gesto de girar el teléfono, enfocarse a la cara, y dibujar una sonrisa que colgarían enseguida en su Instagram a modo de selfie. Allí obtendrían muchas más visitas —y visitas amigas— que lectores tenía la prensa rosa, que aún tardaría en sacar a la luz aquellas imágenes furtivas tomadas con un teleobjetivo. Las fotos de los famosos eran cercanas, en todos los sentidos. Transmitían una falsa correspondencia con sus fans, quienes podían dejarles comentarios y emoticonos en forma de corazón.
Esos mismos fans imitaban a sus ídolos, y se autorretrataban vestidos y peinados como ellos. Copiaban su pose, hacían morritos, guiñaban un ojo. Solo en 2013, se hicieron más fotos que en toda la historia anterior. Selfie fue la palabra del año, elegida por el diccionario Oxford. Empezaban los influencers, jóvenes cualesquiera que cobraban por llevar ropa de una marca determinada, como si eso fuera casual, y no una estrategia publicitaria. La naturalidad acarreaba horas de artificio. Todos eran susceptibles de convertirse en hombres-anuncio o maniquíes. Y como el producto era uno mismo, debía venderse lo mejor posible. El número de likes que recopilara determinaría la aceptación entre los cibernautas. Es decir: casi el mundo entero. Y eso determinaría también la autoestima del que se exhibiera.
Gustar a todos es imposible, pero parece más fácil si te adaptas al canon. El número de cirugías estéticas se ha disparado en los últimos años y, cada diecinueve minutos, alguien se opera los labios para tenerlos más gruesos. La reducción de nariz y la corrección de las arrugas en los ojos han aumentado un 20% entre los jóvenes. También hay múltiples aplicaciones en el móvil dirigidas a estilizar el rostro, o aclarar el tono de la piel, así como cámaras especializadas en autorretratos y valoradas en mil euros, junto a un montón de complementos, entre los que el palo de selfie es un clásico.
El diccionario Collins agregaba en 2016 el término snowflake generation para designar a esos jóvenes adultos de la década del 2010, menos flexibles y más propensos a ofenderse que las generaciones anteriores
El negocio ahora está en el yo, y en todos sus filtros. De una sociedad individualista hemos pasado a la era de la egolatría. El paisaje, el monumento, el arte, se ha vuelto mero contexto, un adorno de fondo para probar —como esos garabatos en el tronco de un árbol o en la puerta de un lavabo— que “yo estuve aquí”. Algunos posan alegremente en Auschwitz, como si estuvieran en el parque de atracciones. La memoria dura lo que dura un tuit ingenioso y tiene su misma trascendencia. El retrato nos retrata. Incluso hay una tendencia recogida en la página Selfies At Funerals, en la que la tristeza de los autorretratados es más importante que el finado.
El diccionario Collins agregaba en 2016 el término snowflake generation para designar a esos jóvenes adultos de la década del 2010, menos flexibles y más propensos a ofenderse que las generaciones anteriores. En el diario The Guardian, Rebecca Nicholson decía que hablan de sentimientos con la misma frecuencia que se autorretratan, tienen un narcisismo indomable y una forma de identidad política que reacciona contra la libertad de expresión ajena. Si estás en el centro del mundo, y has creado ese mundo a tu medida, lo lógico es que te consideres soberano. Volvemos al objetivo ancestral del retrato: representar a quienes sobresalen. Y merecen, por lo tanto, adoración.
En el maremágnum de internet, cuesta llamar la atención. Y como las capturas inmortalizan el momento, el que se fotografía se considera a su vez inmortal. Según el estudio Me, Myself and My Killfie, publicado a finales del año pasado, 127 personas han perdido la vida mientras protagonizaban una situación arriesgada frente a una cámara. La primera fue en marzo del 2014, cuando un chico quiso inmortalizarse encaramado al vagón de un tren, y se electrocutó con la catenaria. Caídas desde rascacielos o precipicios, juegos con armas que no salieron bien, accidentes de tráfico, huidas ante un toro que corría más, la erupción de un volcán, se han convertido en la macabra última imagen de algunos inconscientes. Contrariamente a su intención, el ombliguismo está acabando con la personalidad y el criterio. Los unos se fijan en los otros solo para compararse con ellos: la excelencia es estética. Más que nunca, falta amplitud de miras.
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lo largo de la historia, el ser humano ha dejado rastro de su existencia. Desde sus inicios, todas las culturas han representado a aquellas personas que merecían ser recordadas. Poco a poco, de inmortalizar a faraones, emperadores, conquistadores y gente que cambiaba el mundo, pasamos a retratar a las familias, que querían un recuerdo postizo en los álbumes de fotos. Celebridades y anónimos contaban con su propia versión de la gloria. Por un lado, estaba la estelar, sobre alfombras rojas, y por otro, la doméstica. Los paparazzi intentaban robar, para airearla, la vida privada de figuras públicas. Pero la eclosión de las redes sociales, y sobre todo la comercialización del iPhone 4, acabaron con aquel negocio. Los mismos famosos eran capaces de cargarse una exclusiva con el simple de gesto de girar el teléfono, enfocarse a la cara, y dibujar una sonrisa que colgarían enseguida en su Instagram a modo de selfie. Allí obtendrían muchas más visitas —y visitas amigas— que lectores tenía la prensa rosa, que aún tardaría en sacar a la luz aquellas imágenes furtivas tomadas con un teleobjetivo. Las fotos de los famosos eran cercanas, en todos los sentidos. Transmitían una falsa correspondencia con sus fans, quienes podían dejarles comentarios y emoticonos en forma de corazón.
Esos mismos fans imitaban a sus ídolos, y se autorretrataban vestidos y peinados como ellos. Copiaban su pose, hacían morritos, guiñaban un ojo. Solo en 2013, se hicieron más fotos que en toda la historia anterior. Selfie fue la palabra del año, elegida por el diccionario Oxford. Empezaban los influencers, jóvenes cualesquiera que cobraban por llevar ropa de una marca determinada, como si eso fuera casual, y no una estrategia publicitaria. La naturalidad acarreaba horas de artificio. Todos eran susceptibles de convertirse en hombres-anuncio o maniquíes. Y como el producto era uno mismo, debía venderse lo mejor posible. El número de likes que recopilara determinaría la aceptación entre los cibernautas. Es decir: casi el mundo entero. Y eso determinaría también la autoestima del que se exhibiera.
Gustar a todos es imposible, pero parece más fácil si te adaptas al canon. El número de cirugías estéticas se ha disparado en los últimos años y, cada diecinueve minutos, alguien se opera los labios para tenerlos más gruesos. La reducción de nariz y la corrección de las arrugas en los ojos han aumentado un 20% entre los jóvenes. También hay múltiples aplicaciones en el móvil dirigidas a estilizar el rostro, o aclarar el tono de la piel, así como cámaras especializadas en autorretratos y valoradas en mil euros, junto a un montón de complementos, entre los que el palo de selfie es un clásico.
El diccionario Collins agregaba en 2016 el término snowflake generation para designar a esos jóvenes adultos de la década del 2010, menos flexibles y más propensos a ofenderse que las generaciones anteriores
El negocio ahora está en el yo, y en todos sus filtros. De una sociedad individualista hemos pasado a la era de la egolatría. El paisaje, el monumento, el arte, se ha vuelto mero contexto, un adorno de fondo para probar —como esos garabatos en el tronco de un árbol o en la puerta de un lavabo— que “yo estuve aquí”. Algunos posan alegremente en Auschwitz, como si estuvieran en el parque de atracciones. La memoria dura lo que dura un tuit ingenioso y tiene su misma trascendencia. El retrato nos retrata. Incluso hay una tendencia recogida en la página Selfies At Funerals, en la que la tristeza de los autorretratados es más importante que el finado.
El diccionario Collins agregaba en 2016 el término snowflake generation para designar a esos jóvenes adultos de la década del 2010, menos flexibles y más propensos a ofenderse que las generaciones anteriores. En el diario The Guardian, Rebecca Nicholson decía que hablan de sentimientos con la misma frecuencia que se autorretratan, tienen un narcisismo indomable y una forma de identidad política que reacciona contra la libertad de expresión ajena. Si estás en el centro del mundo, y has creado ese mundo a tu medida, lo lógico es que te consideres soberano. Volvemos al objetivo ancestral del retrato: representar a quienes sobresalen. Y merecen, por lo tanto, adoración.
En el maremágnum de internet, cuesta llamar la atención. Y como las capturas inmortalizan el momento, el que se fotografía se considera a su vez inmortal. Según el estudio Me, Myself and My Killfie, publicado a finales del año pasado, 127 personas han perdido la vida mientras protagonizaban una situación arriesgada frente a una cámara. La primera fue en marzo del 2014, cuando un chico quiso inmortalizarse encaramado al vagón de un tren, y se electrocutó con la catenaria. Caídas desde rascacielos o precipicios, juegos con armas que no salieron bien, accidentes de tráfico, huidas ante un toro que corría más, la erupción de un volcán, se han convertido en la macabra última imagen de algunos inconscientes. Contrariamente a su intención, el ombliguismo está acabando con la personalidad y el criterio. Los unos se fijan en los otros solo para compararse con ellos: la excelencia es estética. Más que nunca, falta amplitud de miras.