Rogeli Herrero ha publicado recientemente su libro de debut, ‘El Gran Peret: de rumba por la vida’.
EL BAR DEL POST

Rogeli Herrero: En el gran coro de la rumba

“Cuando llegó Gato Pérez, para mí fue una auténtica revolución. Aquel payo argentino tenía otra manera de entender la rumba, la música popular de Barcelona, de sus calles. De alguna manera, a nuestra generación nos hizo ser conscientes del patrimonio que teníamos, porque Gato formó parte del proceso de universalización de la rumba, siguiendo los pasos de Peret y sumándose a un gran movimiento musical que, como todos, es esencialmente algo coral”. 

“Un fenómeno en el que todos van, o vamos, aportando algo, dejando nuestro rastro, haciéndolo avanzar sin dejar de estar conectados con nuestros ancestros sonoros”. Batidinha de Jobim suena y, acodado a la barra, platillo de ibérico a medio degustar y copa de merlot recién servida, el músico y activista Rogeli Herrero disfruta de un aperitivo, “en mi opinión, junto al almuerzo, la comida más importante del día”.

Crecido en el barrio de Hostafrancs, donde fue niño de mucha calle, en su juventud se ligó enseguida a la música, omnipresente en su vida familiar gracias a un padre que había sido cantante de orquesta —nació “ungido por Antonio Machín”— y un tocadiscos doméstico del que salían incansablemente coplas, rumbas y boleros. Un acervo del que deja constancia en El Gran Peret: de rumba por la vida (Larousse), su recién publicado libro de debut que traza una emotiva e ilustrada memoria sentimental de la figura de Pedro Pubill Calaf, Peret, gran artífice de esa rumba que ha acompasado su vida: como músico, como barcelonés, como devoto de mil y un compases.

La creación de Los Manolos fue un bombazo: “Éramos una anomalía, por la música que hacíamos, por las pintas que gastábamos”

“De chaval me metí en varias bandas. Tocaba mucho y muchos palos. En vez de ir a la discoteca, nos pasábamos el fin de semana metidos en el local de ensayo”. Era la época del primer Zeleste de la calle Platería, de esa onda Layetana con la que acabó conectando “más con la parte latina y de baile, que con la progresiva”. Fue entonces cuando entró en su primera banda seria, una orquesta llamada Copacabarna, que más adelante alternó militando en la banda de pop Sagrada Familia. “Los 80 habían llegado y la música de la ciudad se estaba enfriando. Era el momento en que se imponía la Barcelona de diseño y no es que la rechazáramos, pero sentíamos la necesidad de reivindicar la otra ciudad, la de los barrios, la de la rumba”. De una serie de jam sessions entre amigos donde se daba rienda suelta a ese sabor sonoro, acabarían naciendo, a final de la década, Los Manolos.

Porque la vida, al fin y al cabo, son altibajos

Fue un bombazo. “Éramos una anomalía, por la música que hacíamos, por las pintas que gastábamos. Tocábamos en un montón de sitios y tuvimos mucha suerte”. Ésta llegó de la mano de Seju Monzón, hermano del Gran Wyoming, “que nos contrató un fin de semana para tocar en El Café del Mercado de Madrid. Y ahí es donde la cosa despegó, porque al poco tiempo nos vinieron a ver de Ariola para ficharnos. Pero no te creas, no dijimos enseguida que sí”, rememora. Tras rechazar la primera oferta de la multinacional , fueron los compañeros de sala de ensayo, Los Negativos, los que les intimaron a que aceptaran, “a que diéramos aquel salto”.

Para el parroquiano, el éxito de Los Manolos, cuyo All my loving no dejó de sonar durante la primera mitad de los 90, fue “una ventana que nos permitió asomarnos hacia panorámicas más amplias de lo que es la vida. Aprendí a valorar más lo que tenía”. Pero tras las mieles de aquel éxito súbito, llegaron las amarguras del inevitable batacazo. “Al final, la vida es eso, altibajos, y hay que saber gestionarlos, relativizar, ser consciente de que nada dura para siempre y saber siempre dónde estás, respetando a los demás y haciéndote respetar”.

Los Manolos, con Rogeli Herrero a la derecha.

Y ahí está esa sensación de Rogeli de no haber dejado nunca de crecer, en lo musical, en lo personal, durante una vida ligada a la música, a la docencia, “vivida al lado de mi mujer e hijos y de mis amigos, que es lo mejor del mundo”. Y, sobre todo, sin dejar nunca de sentirse como parte “de toda esa gran vivencia colectiva de la rumba, fiel a mis orígenes, pero dialogando y siguiendo lo que hacen los más jóvenes, cosa posible también gracias a que tengo un hijo músico y eso me facilita mucho conectar con su generación. Son las nuevas voces de ese gran movimiento coral que no termina nunca y que siempre está en evolución, en transformación”. Un discurso en el que sigue tomando parte, pues confiesa que, “tras el viaje que para mí ha supuesto escribir el libro de Peret”, está escribiendo nuevas canciones. Sigue formando parte del gran coro de la rumba.

La ciudad que perdía sabor

La Barcelona del músico es “aquella ciudad abierta, que se dejaba contaminar por las culturas que la visitaban, festiva y dialogante”. La Barcelona del Zeleste de la calle Platería, “con Claudio detrás de la barra, con Sisa, con Carles Flavià, con Rubianes. Una ciudad que, ahora mismo, echo de menos”, confiesa el parroquiano que lamenta “la pérdida de sabor de tantas cosas que definían la personalidad de Barcelona, su carácter que al final es el de las personas que la habitan, porque yo creo mucho en el origen geográfico como condicionante”.

Por las rendijas de un breve silencio, que el parroquiano aprovecha para dar cuenta del jamón y del vino, se cuelan las notas del Come rain or come shine del trío de Bill Evans. Sobre el fraseo del piano apuntalado por la base rítmica de Eddie Gómez y Marty Morell, retoma la palabra: “Por suerte, ahí está el mar. Y una cosa que hago a veces, cuando vienen mal dadas, es ir a la playa a mirarlo. A mirar el mar y que su inmensidad me recuerde la pequeñez de mis problemas”.

—Lo que no pierde sabor, arregla problemas y tampoco se va a mover de aquí es nuestra oferta gastronómica, por si quieres prolongar el aperitivo con alguna tapita más…

Rogeli Herrero mira a su alrededor. La música. El paisanaje. La buena vibración de un bar de Barcelona a la hora de un vermú que deriva en comida con charla.

—¿Por qué no?— replica entonces, con una amplia sonrisa estampada en el rostro.

Los Manolos con Peret, con Rogeli Herrero a la derecha de la fotografía.