Como cada año, mi pasión por la lectura y las obligaciones del curro me han llevado a visitar más de una vez La Setmana del Llibre en Català. Cabe decir, en primer término, que la ubicación actual en el Moll de la Fusta (una imposición surgida de la pandemia que ha situado la fiesta en un lugar mucho menos ajetreado y activo que la Plaça de la Catedral) se ha convertido en un acierto; el espacio es mucho más confortable para las 84 casitas de la feria y sus 259 expositores, y sobre todo aún más práctico a la hora de programar una agenda de alto estrés, con 300 actividades y unas 150 presentaciones de novedades literarias.
Paseando por La Setmana, cualquier lector en nuestra lengua acaba viviendo una sensación mixta de orgullo y pavor, porque se demuestra la altísima calidad de nuestra industria editorial (con catálogos de ensayo y pensamiento como el de Adesiara, por ejemplo, que envidiaría cualquier sello del primer mundo), pero también porque acabas preguntándote si tenemos suficientes lectores como para digerir un sistema editorial tan rico y con una dosis de novedades auténticamente frenética.
Servidor tiene la desgracia de ser catalán, lo que conlleva vivir entre la euforia y el luto más radicales, y no puedo evitar sentir algo de vértigo al contemplar tantas pilas de libros con un destino más bien fúnebre. Ojalá todas las crisis fueran de abundancia, e insisto en que (a pesar de los llorones que dan por muerta la lengua catalana) las editoriales del país demuestran continuamente que Catalunya cuenta con una literatura que tiene las virtudes —y los defectos— habituales en cualquier país de Europa.
Pero nuestra tribu también es especialista en hacer bien las cosas más difíciles y en cagarla en las más elementales, y mi olfato me dice que la excelencia puesta de manifiesto en La Setmana no acaba de cuadrar con los porcentajes actuales de lectura en catalán. Según el último estudio del Institut Català de les Empreses Culturals (ICEC) sobre la cuestión, Hábitos de lectura y compra de libros en 2021, sólo un 33,8% de los ciudadanos del país lee habitualmente en catalán (la definición del adverbio es importante, ya que incluye los bípedos que leen semanalmente o, al menos, una vez al mes).
Si la cifra del 33,8% ya es más bien raquítica, aún lo es más una periodicidad altamente problemática, porque calificar de habitual a una persona que lee dos o tres veces durante cuatro semanas (sin concretar las horas) diría que peca de optimista. Estas cifras deberían contextualizarse con factores como la progresiva tendencia general a leer cada vez más textos en pantalla (pese a quien pese, la luz de un teléfono no nos dispone la sesera con el mismo nivel de atención que una página), la progresiva banalización de la lectura en la educación primaria o incluso en los estudios universitarios e, insisto, un sistema de publicaciones con un estrés de novedades y libros de alto interés que no podría seguir ni un robot hiperactivo. De cara a la galería, los editores ponen cara de contentos (el mismo estudio dice que los compradores de un libro por lo menos durante todo el año se mantienen en el 64,7% de los ciudadanos), pero cuando charlas con ellos sotto voce cuentan cómo viven fatigados de publicar novedades que tendrán pocos cientos de lectores.
Tenemos un sistema de publicaciones con un estrés de novedades y libros de alto interés que no podría seguir ni un robot hiperactivo
Creo que valdría la pena preguntarse honestamente, sin triunfalismos ni un exceso de martirologio, quién lee libros en catalán en el país. Servidora se guía por la intuición (también por el hecho de presentar un podcast semanal de libros en catalán y zamparse más de un centenar de libros en nuestra lengua cada año, de todos los géneros), y la nariz me dice que no vamos muy bien. Me acusaréis, con razón, de proferir especulaciones muy vagas, pero la experiencia me dice que a menudo las estadísticas son mucho más inexactas que factores como la conversación pública y mediática que provocan los libros en un territorio. Y si me acojo a la percepción que tengo de este segundo factor, me dan ganas de arrojarme del paseo del Moll directamente al agua. Cuando acabe La Setmana, administraciones y editoriales cantarán aleluyas; y tendrán razón, porque es una efeméride con cuarenta años a sus espaldas que se ha convertido en una puerta de entrada magnífica al curso literario. Pero ésta es una cara de la moneda, y nuestra tribu a menudo cae en la tendencia de no querer mirar los reversos.
Visto el panorama, servidor continuará con su pretensión liberal y modesta de dar ejemplo, y mantendré la ética individual de quemarme los ojos con las toneladas de nuevos y excelentes libros que nos esperan. Leed alguno, os lo ruego, porque a pesar de los triunfalismos todavía no hay ni un solo escritor en el país que pueda vivir exclusivamente de lo que publica en catalán.