Una de las pocas ventajas de llegar a la mitad del camino de la vida es la turbia mezcla de placer y dolor al comprobar que vives en un mundo que tira por un camino distinto al tuyo. De la misma forma que, por mucho que me esfuerce, mi cerebro nunca se adaptará al universo TikTok y a las toneladas de imágenes en híperveloz sucesión que pueblan los media (sustituyendo a una letra cada vez más marginal y escrita a toda prisa), tendré que ir acostumbrándome a que actividades tan diferentes en dignidad como la lectura y los chistes heteropatriarcales vayan desfilando hacia el cementerio. Así ocurrirá con uno de los pocos hábitos que me hace la vida más feliz; a saber, el de fumar. Me ponga como me ponga, el arte de degustar tabaco (en mi caso, diez cigarrillos Davidoff Gold al día y dos puros Half Corona de Upmann, después de comer y tras cenar; todo ello religiosamente) resultará en breve un anacronismo de ancianos o flâneurs extemporáneos.
Primero se prohibió fumar en los bares, eliminando la niebla del tabaco en tanto que elemento importantísimo del patrimonio inmaterial de las barras y de los conciertos de jazz; después los prohibicionistas atacaron las terrazas, obligando a los sufridos adictos a las nubes que emergen de los labios a refugiarnos en esquinas meadas y oscuras como señoritas de pago (la comparación, ya lo sé, también resulta antigua y muy caduca). Ahora, finalmente, me entero de que las autoridades municipales de Barcelona quieren ahuyentar el tabaco de nuestras playas y traman aprobar una ordenanza (¡cuántas palabras antiguas en La Punyalada de hoy, mamma mia!) según la cual pronto se multará a los fumadores playeros reincidentes con leves sanciones de unos treinta euricos. La prohibición, al parecer, será efectiva el próximo julio, o sea que, queridos consocios de vicio, aprovechad la primavera para chupar el cigarrillo antes de que sea tarde.
En casa, debo decirlo sin tapujos, el acto de fumar junto al océano entre niños y castillos de arena siempre nos ha parecido algo propio de quinquis. De hecho, ahí sólo fumo de noche, cuando me acerco a la Barceloneta y aprovecho la última siesta de la ciudad, desnuda y remolona, para quemar el penúltimo Davidoff del día. Por otra parte, detesto las playas y, de pasar una mañana al sol, no me parecería ninguna imposición fascista tener que viajar de la arena al margen de la Mar Bella para que los niños y profesionales de la ofensa no traguen mi humo. Espero, sin embargo, que la benemérita Guardia Urbana de mi ciudad no me robe (todavía más) dinero si me acerco un poco a la arena para cascarme un Davidoff en plena noche, con la sola compañía de las dunas cansadas de la Villa Olímpica. Soy un contribuyente ejemplar, paseador incansable, y diría que no pido el cielo.
Soy consciente de que, en algunos lustros, lo nuestro de fumar acabará en una especie de actividad anacrónica que sólo se podrá realizar en clubs privados o gracias a baristas y restauradores que bordeen la legalidad de una forma creativa (por fortuna, en Barcelona todavía quedan muchos). Entiendo la pulsión humana y administrativa de alargarnos la vida, y también entiendo que el Ayuntamiento no compre mi ética de fumador según la cual uno de los muchos lujos del tabaco consiste en irse suicidando lentamente y de una guisa muy civilizada. Mi vicio será algo del pasado muy pronto, y cuando los lectores del futuro admiren mi la prosa lo harán con una mueca desaprobadora acusándome de ramplón. Por fortuna, acepto el paso del tiempo con un estoicismo militante y, que sea así por muchos años, mis columnas no caen en la nostalgia espantosa de los boomers de La Vanguardia. Las cosas buenas, como las erecciones, se terminan y santas pascuas.
En casa, debo decirlo sin tapujos, el acto de fumar junto al océano entre niños y castillos de arena siempre nos ha parecido algo propio de quinquis
Mis amigos liberales escribirán textos bien airados contra la administración comunistoide y su afán castrador-prohibitivo. Les compro la tesis de fondo, faltaría más, pero también debo decir que lo de infantilizar a los ciudadanos y de tratar a los fumadores como si fueran apestados no es una idea original de Ada Colau y sus propagandistas. Hace tiempo que Barcelona ha olvidado su condición mediterránea y los conciudadanos, nublados por una absurda pretensión de convertirnos a todos en nórdicos ejemplares, se han vuelto muy grisáceos. Pero todas las ciudades del planeta, nos guste o no, segregan a los fumadores con un afán de limpieza cercana al papismo. Buscando lo positivo del tema, el nuevo gulag de los adictos creará inauditas solidaridades misteriosas y, al contemplar un bípedo chupar un puro en una esquina, los fumadores pronto le abrazaremos como si el ejemplar en cuestión fuera el mismísimo Jesús resucitado.
Como notario del pasado, dejo simple constancia de que fumé en las playas de Barcelona, tras coitos absurdos de adolescencia, comidas opíparas todavía más espantosas de paellas mal sofritas, y noches de alcoholismo que mi psiquiatra me ha prohibido apelando a la ciencia. Me lo pasé muy bien. A partir de ahora, fumaré a escondidas… y espero que la policía no me pesque. Total, sólo son treinta pavos.