Pretty Yende y Coro (Foto de © A Bofill)

Pretty Yende: un alma pura, enfrentada a la escisión

La inauguración de la Temporada 2018-2019 en el Gran Teatre del Liceu, con la programación de 'I puritani' de Vincenzo Bellini, está cosechando un éxito rotundo. Destaca la pareja protagonista, formada por Pretty Yende y Javier Camarena, si bien parece inevitable centrar la atención en la soprano. Ella sola ilumina la escena. Ella, y la actriz que la acompaña a sol y sombra, intercambiándose los roles de partícipe de la acción y de observadora extemporánea. El diálogo que acontece en el interior del personaje se despliega a través del canto, cuyo efecto experimenta, como un espectador más, la actriz que representa el mismo rol. Y, con todo, la plenitud del afecto musical desafía la real posibilidad de la escisión. En palabras de Pretty Yende, el canto “es un regalo para la humanidad, tan universal y, sin embargo, tan personal e íntimo”.

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a inauguración de la Temporada 2018-2019 en el Gran Teatre del Liceu, con la programación de I puritani de Vincenzo Bellini, está cosechando un éxito rotundo. El público, al que se predispone con el obligado recuerdo a Montserrat Caballé -un breve parlamento y la audición de Casta diva, cantada en el mismo escenario-, se muestra entusiasmado con la representación, arrancándose a aplaudir incluso antes de que finalicen las piezas musicales. Destaca la pareja protagonista, formada por Pretty Yende y Javier Camarena, si bien parece inevitable centrar la atención en la soprano.: verdadera alma de la función, insufla algo de veracidad a una trama con pocos matices psicológicos y un ritmo ocasionalmente lento. Ella sola ilumina la escena. Ella, y la actriz que la acompaña a sol y sombra, intercambiándose los roles de partícipe de la acción y de observadora extemporánea.

DISLOCACIÓN Y DESDOBLAMIENTOS

La puesta en escena de Annilese Miskimmon acierta en ubicar el conflicto que sufre la protagonista en dos momentos de la historia de occidente (las guerras de religión del XVII y los enfrentamientos armados en Irlanda del Norte en los años setenta del siglo XX), distintos en escala pero lamentablemente devastadores. Se complementa esa dislocación temporal con un potente recurso escénico que ya pudimos disfrutar en la versión de El rapto en el Serrallo dirigida por Lothar Zagrosek y -más importante, en este sentido- escenificada por Hans Neuenfels en la Staatsoper Stuttgart en 1998. En aquel singspiel mozartiano se aprovechaba el carácter híbrido del género para desdoblar los principales roles -un cantante y un actor para cada personaje- y crear un maravilloso efecto especular.

El diálogo que acontece en el interior del personaje se despliega a través del canto, cuyo efecto experimenta, como un espectador más, el actor que representa el mismo rol. Al externalizarse la conciencia del que canta, el otro yo del personaje -actor o actriz- recibe la verdad de su estado anímico musicalmente. Y, también, se produce el fenómeno inverso: en una ocasión de extrema angustia, por ejemplo, es el actor -en este caso actriz- quien exige música, para sublimar artísticamente afectos de otro modo insoportables (“Sing!”, gritará la Konstanze actriz a la soprano Konstanze, como para comprenderse a sí misma). Konstanze se encuentra acosada por un poderoso pachá, Bassa Selim, que al final de la trama se mostrará comprensivo y magnánimo, haciendo posible el amor de la pareja protagonista. A él se lo explica en la aria “Ach Ich liebte, war so glücklich”, que se inicia con una nota del oboe -instrumento amoroso por excelencia- mantenida en el aire durante más de quince segundos.

 

El inicio es lento (adagio) y la fragilidad del personaje manifiesta, pero como sucede con tantos personajes femeninos de Mozart, Konstanze se hará fuerte progresivamente en esa misma aria hasta el allegro final, a través de la conciencia que proporciona el canto -la segunda aria de la Condesa (“Dove sono i bei momenti?”) en le Nozze di Figaro es otro buen ejemplo – resultando en una autoafirmación virtuosa de su posición en el mundo, ante la posibilidad de un amor perdido. El grado de realismo psicológico de las tres óperas mozartianas más lucidas (Nozze, Cosí y Don Giovanni) se debe en buena medida al ingenio del libretista Lorenzo da Ponte, habilidad que se echa en falta en algunos dramas del bel canto, como -sin ir más lejos- I puritani, ópera para la cual Bellini no pudo contar con las buenas artes de su habitual Felice Romani, “príncipe de los libretistas”.

Pretty Yende con Javier Camarena © A Bofill

AMORES IMPOSIBLES Y VERDADEROS

Si, pese a todo, su estreno en París, en 1835, fue un éxito -como también en el Liceu, en nuestro presente más próximo- se debe al tratamiento vocal de la pareja protagonista, sumida en un drama sin posible solución de continuidad. De hecho, Miskimmon hábilmente tantea una solución… que no es tal, redundando en la esencia trágica de la historia. Como decíamos, escinde en dos momentos distintos la trama y a los personajes femeninos: una actriz vestida de la Elvira del s. XVII acompaña a la soprano cuando el personaje vive en el XX y a la inversa, la actriz se viste a la moda de los setenta cuando vela los infortunios de la Elvira afectada por las guerras entre católicos y protestantes. Todo ello para confirmar la tópica amorosa conocida desde la poesía trovadoresca, especialmente exitosa en su versión moderna, durante el romanticismo: que la realidad del amor verdadero radica precisamente en su carácter irrealizable. La distancia horizontal con el amado -la lejanía física- redunda en la repetición ontológica del enfrentamiento entre clanes, en el sentido más genuinamente shakespeariano, que se perpetúa más allá de los tiempos.

“Cuando me dijeron que era humanamente posible cantar así, no paré hasta formar parte de ese arte extraordinario, un arte que expresa el poder de la música a través del instrumento más excepcional de todos: la voz”

Pero escuchemos a Pretty Yende, ella mejor que nadie sabe qué es lo que corre por las venas de una Elvira completamente enamorada y fuera de sí, al ser abandonada por su amado de forma incomprensible: ella es “una joven determinada por aquello en lo que cree (…) Bellini escribió su música de forma que muestra todas las aptitudes y vulnerabilidades que la conducen hacia su huida psicológica”. En efecto, por causa de la inadecuación de su amor, queda en una especie de tierra de nadie: pierde la razón, no pudiendo volver a ser quien era ni desplegar felizmente lo que el encuentro con Arturo le ha despertado. No puede regresar a las filas que le corresponden ni fundirse con el otro que se desea y que no es, porque ya no está. Por una parte, eso asegura una forma de amor eterno, más allá de cualquier circunstancia limitadora; por otra, ese amor sólo puede seguir siendo del modo menos razonable y adecuado, ya que el combustible que lo alimenta es la ausencia (ausencia de respuesta, de interlocución real). De ahí que cuando se produzca el reencuentro con el amado, en el tercer acto, ya nada pueda volver a ser igual.

EL REGALO DEL CANTO

La pasión de Elvira es completamente musical, enfrentándose incluso al abismo de su trastorno. Sus números plasman a través de la escritura musical (y no tanto las palabras) aquella plenitud y también su reverso angustioso, haciendo bueno el tópico que dice que la música logra trasladar los afectos, lo que el alma disfruta o padece, de un modo más intenso y veraz las palabras. Un convencimiento similar lo vivió de joven Pretty Yende, al enamorarse del medio musical, escuchando el Duo des fleurs de Léo Delibes: “experimenté una sensación sobrenatural, de algo que me sonaba muy familiar en mi corazón” (…). “Cuando me dijeron que era humanamente posible cantar así, no paré hasta formar parte de ese arte extraordinario, un arte que expresa el poder de la música a través del instrumento más excepcional de todos: la voz”. En este sentido, la celebración de su nombre no podría ser más elocuente y feliz. Una adecuación consigo misma -la absoluta correspondencia entre voluntad y sentimiento- que repara toda escisión y que comparte con el público, cómplice y punto tímida, haciéndonos creer en aquel poder de la música:

 

La plenitud vital que emana del canto -reconocimiento del afecto que uno mismo siente y comunica efectivamente, en gloriosa retroalimentación- es inequívoca en el caso de Pretty Yende; tan evidente que nadie en el Gran Teatre del Liceu dejó de percibir su grado de compromiso y la fe en la verdad de su arte, más allá de religiones y enfrentamientos. La soprano sudafricana, que en I puritani actualiza el drama shakespeariano por antonomasia -muy recordado este año por la versión que haría Bernstein, con West Side Story– ha dicho que el canto “es un regalo para la humanidad, tan universal y, sin embargo, tan personal e íntimo”. Y su paso por el Liceu, en este inicio de temporada, conmueve por la autenticidad de su amor por el arte musical. No ya concebido como mero divertimento o recreación estética, sino, en la línea de lo experimentado por las heroínas mozartianas, asumido vitalmente como medio idóneo para exorcizar demonios internos y autoafirmarse frente la estigmatización del grupo.

UNA ESCISIÓN CONSTITUTIVA

Más que matices psicológicos, como decíamos, la ópera de Bellini opta por pulsar teclas infalibles durante el Romanticismo, y que por motivos difíciles de especificar (con pocas palabras, al menos) todavía el gran público tiende a hacer suyas. Parece indudable que la tragedia antigua, en cualquier caso, se ha transformado con la emancipación de la subjetividad en la era moderna. Hay que destacar la nueva función del coro, representante del grupo, de la facción pretendidamente homogénea: más que acompañar al héroe desde la distancia y promover las emociones, la empatía o catarsis en el espectador, funciona ahora como soporte inestable, como narrador o voz en off poco fiable -hecho notorio, por ejemplo, en varias películas de Lars von Trier– que de forma más o menos sutil aguijonea al sujeto con la necesidad de posicionarse y actuar por sí mismo.

El drama moderno radica precisamente en la inadecuación constitutiva del individuo, que se sabe único a partir una vivencia afectivamente inalienable: del mismo modo que la experiencia de sí le asegura que es, le insinúa con autoritarismo que realmente no puede unirse ya a la masa.

El drama moderno radica precisamente en la inadecuación constitutiva del individuo, que se sabe único a partir una vivencia afectivamente inalienable: del mismo modo que la experiencia de sí asegura la realidad de su ser, le insinúa con autoritarismo que no puede unirse ya a la masa, a la facción, sin dejar de ser el que se siente siendo. Y, con, todo pervive la tentación de signo contrario, tan antropológicamente comprensible: el deseo de hacerse fuerte en (y con) el grupo, como entidad inquebrantable y esencial. Tentación que sospechamos no menos mítica e irrealizable que la completa emancipación de la naturaleza por parte del sujeto. Sin duda, héroes son aquellos que se enfrentan artísticamente a la escisión.