¿Por qué uno de cada tres barceloneses se quiere marchar?

Hace unos días se hicieron públicos los resultados de la Encuesta de Servicios Municipales de 2020 y, de todos los datos, el que más atención ha recibido en los medios de comunicación es el siguiente: un 30% de los encuestados responde que, si se lo pudiera permitir, se marcharía a vivir fuera de Barcelona. O, dicho de otro modo, uno de cada tres barceloneses no vive en la ciudad por gusto sino por obligación.

La encuesta se hizo en otoño del año pasado y, evidentemente, el ayuntamiento se ha apresurado a apuntar, creo que acertadamente, que detrás de las ganas de largarse de la gran ciudad expresadas por muchos barceloneses está el coronavirus y el duro confinamiento que tuvimos que soportar para frenar su avance durante buena parte del año pasado.

Puedo imaginarme que los encuestados, a la hora de responder, tenían muy presente las semanas que tuvimos que quedarnos totalmente encerrados en casa y sólo podíamos salir para ir al súper, con el miedo en el cuerpo por si algún otro comprador nos contagiaba. También las horas muertas que pasábamos cerrados en nuestros pisitos del Eixample mirando Instagram donde parecía que en Sant Cugat del Vallès, Terrassa o Sabadell todo el mundo vivía en chalets con jardines soleados donde podían hacer yoga sobre el césped o beber Aperol Spritz echados en la tumbona.

Siempre he pensado que, a pesar de los precios abusivos de los pisos, la poca calidad del aire, el ruido, los atascos constantes o la avalancha de turistas cuando no había pandemia, vivir en Barcelona merece mucho la pena

Siempre he pensado que, a pesar de los precios abusivos de los pisos, la poca calidad del aire, el ruido, los atascos constantes o la avalancha de turistas cuando no había pandemia, vivir en Barcelona merece mucho la pena. Por la enorme oferta cultural y de ocio, por los mil y un restaurantes, por la playa, porque es una ciudad para pasear, porque tengo mis amigos aquí, porque siempre hay personas interesantes para conocer… El problema es que la pandemia nos obligó y en buena parte todavía nos obliga a renunciar a casi todo lo que hace atractiva la vida en la ciudad.

Nos pareció que quizás seríamos más felices en un pueblo pequeño y silencioso, en lugar de caminar por estas calles que Ada Colau ha mandado pintar de colores y formas caprichosas como si por ellas tuviera que bailar samba Carlinhos Brown

O sea que, cuando en lugar de ir todo el día de acá para allá quedando con este y con el otro, nos tuvimos que quedar encerrados en nuestros pisitos raquíticos pagados a precio de oro nos pareció que quizás seríamos más felices en un pueblo pequeño y silencioso donde, por el mismo precio o la mitad, encontraríamos una casa con jardín y tendríamos a tiro de piedra un entorno donde podríamos dar largos paseos por caminos donde casi nunca pasa nadie, en lugar de caminar por estas calles que Ada Colau ha mandado pintar de colores y formas caprichosas como si por ellas tuviera que bailar samba Carlinhos Brown.

Mirad, hace años, hice una ruta por Finlandia en pleno mes de agosto. O sea, kilómetros y kilómetros por agradables carreteras sinuosas, rodeadas de bosques espesos, con la única compañía de algún rebaño de renos que me obligaba a detenerme para cederles el paso. Noches estrelladas en cabañas de madera a la orilla de lagos idílicos de aquellos que se hielan en invierno y se puede patinar. Paz, naturaleza, silencio, tranquilidad…

Recuerdo que, en uno de los restaurantes donde cené el obligado Poronkäristys o estofado de reno, acompañado de puré de patata y salsa de arándanos, una camarera joven de cabellos rubios me preguntó de donde venía y cuando le dije que de Barcelona exclamó escandalizada: ¿Cómo es que has venido aquí, pudiendo estar en Barcelona?

Operarios pintando panots en la calle Pelai. Los trabajos para ampliar las aceras en esta vía con urbanismo táctico ya han acabado. © Ajuntament de Barcelona