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iene gracia que un historiador dé nombre a una plaza que aparentemente no tiene historia. Solo aparentemente. Un rato de pasear y de aguzar el oído en la plaza de Jaume Vicens Vives de Girona termina haciendo flotar un puñado de conversaciones y de pieles que primero quedaban escondidas. La plaza se encuentra detrás de los juzgados de Girona, muy cerca del parque de la Devesa, los plátanos del cual, pelados por el invierno, forman una pelusa suave en el horizonte. Pegados a la plaza están la calle de Berenguer y Carnicer (un religioso del siglo XIII) y un aparcamiento con una entrada prominente, una estructura coronada por una forma piramidal que recuerda a los quioscos vintage, de aquel vintage que no termina de saberse si ha existido, pero que todos identifican como vintage. Chispea y la estructura de entrada al parking hace de resguardo a los ciudadanos desalados y a las conversaciones apresuradas:
—¿Vas a pie?
—Sí, pero no te preocupes —dudas tímidas, casi imperceptibles.
—Ven, ya te llevo, hombre, será un momento —dice ella, más determinada.
O bien una señora que se queja del dispendio en la tarjeta de crédito de alguien que parece claro que no hila muy fino. O bien una larga conversación telefónica de un chico que se interesa por un problema de tiroides; el chico parece que haga tiempo, parece que se encuentre en un tiempo de espera y aproveche para hacer pasar los segundos con una conversación que podría tratar del sexo de los ángeles y terminaría siendo igual.
Mirando hacia el río Onyar (baja bastante lleno), se extiende el perfil arquetípico de Girona, con las casas de colores, la catedral y la iglesia. Sin ir muy lejos, en la salida de la plaza, queda la sala independiente de teatro La Planeta, que da a la calle de Jeroni Real de Fontclara, un cronista del siglo XVII. ¿Qué paisaje debió haber visto, el cronista, si alguna vez tuvo tiempo de detenerse en esta plaza? ¿Ya era un centro neurálgico o era una periferia desconocida?
La plaza de detrás de los juzgados ofrece la quietud que no hay en la fachada principal, donde todo el nervio urbano se remueve más electrizado. El cartel pegado en uno de estos puntos circulares a rebosar de propuestas anuncia la actuación de La Húngara en la sala La Mirona, que presenta su último álbum, La Niña Bonita XV, acompañada de una artista invitada (la hija): Laury «La Hungarilla». El mecanismo lógico de las cosas proporciona una seguridad casi balsámica. La Húngara y La Hungarilla. A partir de aquí, seguimos, y avanzamos hacia el centro de la plaza, de baldosones oscuros, donde señorea una escultura que quiere representar el sistema solar y los planetas. En consonancia, muy cerca del edificio de los juzgados (un bloque gris que dibuja una ele) se sitúa una hilera de once magnolias. Ante detalles como estos, cimbrea una remota idea de armonía universal y una señal turística me encamina en dirección a la judería, los museos y la catedral. Esto me sitúa en una esquina de la plaza, una nueva perspectiva. Mirando hacia el río Onyar (baja bastante lleno), se extiende el perfil arquetípico de Girona, con las casas de colores, la catedral y la iglesia. Sin ir muy lejos, en la salida de la plaza, queda la sala independiente de teatro La Planeta, que da a la calle de Jeroni Real de Fontclara, un cronista del siglo XVII. ¿Qué paisaje debió haber visto, el cronista, si alguna vez tuvo tiempo de detenerse en esta plaza? ¿Ya era un centro neurálgico o era una periferia desconocida?
La plaza se empeña en ofrecer pieles y más pieles de vida cuando parecía que era una mera plaza gris, cuadriculada, con la sede del Colegio de Abogados como colofón de la lógica racional de la cual el espacio quiere hacer gala.
Desde esta esquina, ahora y aquí, se mantiene de pie un edificio viejo, que parece tener los días contados (los otros son nuevos o remodelados con gusto). En la fachada, unas letras desconchadas rememoran un matiz de lo que debía haber sido: «Nos trasladamos. C/ de Santa Eugènia, 108». Hace tiempo del traslado. En este lugar, a punto de entrar en el parking del edificio de los juzgados, se esperan dos vehículos de «pompas fúnebres, transporte judicial» para efectuar otro tipo de traslado. Una vez hecha la operación de tragar saliva ante esta estampa exótica, sobreviene inevitablemente la pregunta: ¿quiénes transportan estas furgonetas y qué historia tienen detrás?
La plaza se empeña en ofrecer pieles y más pieles de vida cuando parecía que era una mera plaza gris, cuadriculada, con la sede del Colegio de Abogados como colofón de la lógica racional de la cual el espacio quiere hacer gala. Pero en las balanzas simétricas en las que se dibuja la justicia, que suponemos al mismo tiempo equilibradas y pesadas, nunca vemos el contenido, el peso exacto. De la misma manera, los paisajes urbanos esconden sorpresas insondables que no se descubren ni en la primera pasada ni en la segunda. La máscara que ríe, en la fachada de la sala La Planeta, lo recuerda al desprevenido que pueda pensar que ya lo sabe todo, como el turista que salta veloz de una sala de museo a otra exclamando «aquí no hay nada que ver». Hago una consulta a una amiga, gerundense de pro, sobre qué me puede decir de esta plaza, sobre qué había antes (ese «antes» indeterminado, que tampoco se sabe ni cuándo empieza ni cuándo acaba, que sobrepone pieles y durezas al paisaje que vemos). Hago la consulta sin muchas esperanzas, y preveo que me mandará a paseo al ver el interés extravagante por una plaza que podría no pasar a la historia. Pero la respuesta está a la altura de mi escepticismo disimulado:
—Pues en ella estaba (está) el primer piso en el que viví, y delante teníamos el matadero. Yo recuerdo ver salir camiones con piezas de carne inmensas desgarradas de arriba abajo. La Planeta era una estación de autobuses de la Sarfa.
Pongo unos ojos como platos mientras continúa su minucioso relato:
—Donde está la entrada de los juzgados estaban los bomberos. Detrás, donde ahora está la plaza (en el punto de los planetas del sistema solar), estaba el matadero, y delante de los cines (esto es, delante de los actuales cines Albéniz Centre, donde ahora se levanta un brazo de los juzgados) había una central lechera. Yo iba a comprar una bolsa de leche por cinco pesetas. Soltaba un hedor que se me ha quedado dentro.