El Museo Picasso se ha llevado un trocito del París de principios del siglo XX. Entre sus cuatro paredes, suena música de cancán mientras bailarinas con vestidos abudantes miran a la cámara, hasta se puede sentir el frenesí que debía desprender la capital francesa a la que querían ir todos los pintores locales a inspirarse. La exposición De Montmartre a Montparnasse. Artistas catalanes en París, 1889-1914, que se puede visitar hasta el 30 de marzo, quiere radiografiar a todos aquellos que pasearon por los Jardines de Luxemburgo o disfrutaron del Moulin Rouge más allá de grandes nombres como Santiago Rusiñol, Ramon Casas o el mismo Pablo Picasso. “Es un viaje que cuenta una historia” resume su director, Emmanuel Guigon, “una completa inmersión, pero no en el sentido 3D”.
Más de 250 obras integran el recorrido multidisciplinar por el Palau Finestres, provenientes de una sesentena de prestadores, menos de las que querría la comisaria Vinyet Panyella para ilustrar completamente a los 80 artistas que se han dedicado a investigar. Se ha querido retratar a la ciudad, con sus luces y sombras, y no tanto recoger la trayectoria de los pintores, pero también escultores, ilustradores o grabadores, muchos de ellos poco conocidos. Tres generaciones de artistas conviven unos con otros en la muestra, incluso se retratan entre ellos. Se empieza en la Exposición Universal de 1889, con la participación de 34 artistas catalanes, y se llega hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando muchos vuelven para casa y otros como Picasso, así como Louis Jou —antes Lluís Jou— y Juli González se quedan. Un paseo bohemio que recuerda al que propuso hace unos meses el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) con la muestra dedicada a Suzanne Valadon, donde también se vio el París de Casas, Rusiñol y Miquel Utrillo, por lo que no extraña que la exposición del Picasso incluya un retrato de la pintora francesa.
Montmartre y Montparnasse son los dos centros en los que se congregan todos los pintores que llegan a París, donde está la vida moderna que persiguen. En un Montmartre donde se han instalado Degas, Renoir, Van Gogh y Toulouse-Lautrec, llegan en 1890 Rusiñol y Casas al Moulin de Galette, retratado por este último en Interior del Moulin de la Galette (1890-1891). Más tarde es el turno de Joaquim Sunyer o de Picasso y su amigo Carles Casagemas, quienes llegan en 1900, con motivo de otra Exposición Universal en la que el malagueño ya expone en el Gran Palais, cuando tan solo tenía 18 años. Ambos son protagonistas de algunas de las piezas que hay en la muestra, como Carles Casagemas y Pablo Picasso persiguiendo a dos muchachas (1900), donde también está la modelo Germaine, a quien Casagemas disparó, sin matarla, para luego suicidarse. Hasta Gaudí fue a París para enseñar sus maquetas de la Sagrada Família y la Casa Milà.
Se acabó poniendo más de moda Montparnasse, con conexión por metro con Montmartre a partir de 1910, con la llegada de escultores como Pablo Gargallo, pero donde también acabó yendo Picasso. Se instaló en el boulevard Raspail en 1912, después de haber pasado un largo periodo en el popular Bateau-Lavoir de Montmartre. No obstante, París no se acaba ahí, está el Barrio Latino, Belleville, el canal de Saint Martin y los núcleos a lado y lado del Sena, como la Île Saint-Louis. Esos escenarios en los que viven y tienen sus talleres se acaban convirtiendo en los integrantes de sus cuadros, con postales idílicas como Notre Dame de París desde el Quai de la Tournelle (1890) de Andreu Solà Vidal, el Quartier Latin de Ricard Opisso o Vendedora de flores en Pont-Neuf (1900) de Joan Sala, aunque también está la realidad de una ciudad más allá de su elegancia. Ahí aparecen Cementirio de Montmartre (1891) de Rusiñol, Los dramas del Sena. La última resolución (1905) de Joan Cardona Lladós, con una mujer que se tira al río, o la dureza de Un día de invierno en el jardín de Luxemburgo (1900) de Marià Pidelaserra.
Importa donde viven y pintan los artistas, pero no hay que olvidarse tampoco de donde se lo pasan bien que, en el caso de París, ofrece un sinfín de posibilidades. Está el cancán del Moulin Rouge y el Divan Japonais, pero no solo eso, la noche sigue con el baile del Moulin de la Galette o los cabarets del Chat Noir y el Auberge du Clou, con la escultura de Eusebi Arnau Loïe Fuller (1895-1902) conteniendo entre sus faldas toda la fiesta. Y mucho más, con el circo y los espectáculos de flamenco, plasmados desde un prisma orientalista, con ejemplos como El baile flamenco (1902-1904) o Un palco en los toros (1904) de Ricard Canals, y Bailaor (1906) de Pau Roig, mientras se escucha a Isaac Albéniz, quien vivió en París en esa época.
La muestra no mira para otro lado y recoge otra fuente de distracción para los pintores catalanes en París, los burdeles, con La espera. Margot (1901) de Picasso o Interior de burdel (1900) de Ramon Pichot. Asimismo, la fascinación por las parisinas, mujeres burguesas y liberadas a quienes les gusta la moda, los cafés y hacer deporte se convierten en iconos que hasta decoran carteles publicitarios como el de Montmartre (1901) de Casas, para la marca de Cigarrillos París. Aquí suena Frou frou, de 1914, aunque fuese popularizada por Sara Montiel. El recorrido culmina en una gran sala dedicada a la Belle époque, antes de la guerra. La escultura se lleva todas las miradas, con joyas como Eclosión (1905) o Desencant de Miquel Blay y Cleopatra (1900) de Pablo Gargallo. La sorpresa final la da Gargallo con su Cabeza de Picasso (1913).