Oliver Rappoport y Oriol Saladrigues, los directores del Festival Mixtur –Premi Ciutat de Barcelona 2017– ponen énfasis en la experimentación, una de las características fundamentales de las propuestas allí reunidas a través la denominación “música de investigación” (en lugar la más habitual alusión temporal, “música contemporánea”, que podría referir cualquier tipo de composición coetánea). Creación e investigación constituyen el eje en torno al cual giran las diversas actividades, muchas de las cuales de índole pedagógica: masterclasses, tutorías personalizadas con jóvenes creadores y conciertos protagonizados por algunos de los conjuntos más avanzados en investigación musical, que además estrenan obras de los alumnos. Aquellos jóvenes creadores que están llamados a protagonizar en los próximos lustros la vanguardia artística. Se trata de un marco amplio, por tanto, que da cabida a expresiones artísticas de signo diverso, incluso si primordialmente -la mayoría de ellas- atañen al fenómeno sonoro.
Una de las cuestiones que el Festival Mixtur invita a revisar es la definición misma de lo que es -o no- susceptible de ser estéticamente apreciado como creación artística, merecedora de atención y reflexión. La noción de música -inequívocamente asociada a una melodía- entró en crisis hace más de 100 años. Desde entonces, se han sucedido tanto propuestas para restaurarla neoclásicamente como seguidores de aquellos primeros en experimentar la crisis, visionarios que desafiaron la armonía tradicional (Schönberg, Berg, Webern o, desde la revolución electrónica, empleando el soporte de la electrónica, creadores como Stockhausen o Xenakis). En cualquier caso, más que avivar un debate que puede sonar a pretérito, los artistas del Mixtur se saben instalados en la necesidad perpetua de redefinir y crear sentido. Para ello incorporan los elementos más dispares: instrumentos clásicos empleados de formas nuevas, u objetos ajenos a la tradición para percutirlos y obtener de ellos sonidos hasta “bellos”. El hecho musical se gesta de un modo absolutamente premeditado, pero también -en otras ocasiones- predisponiendo al intérprete al free play, al libre juego de la improvisación, en que los niños demuestran ser maestros.
Puede parecer que no hay reglas ni referentes clásicos en los arrebatos de un Fred Frith o los sonidos misteriosos que extrae Ricardo Descalzo de su piano preparado; en la inquietante versatilidad del saxo barítono de Frasquier o en las insólitas situaciones que recrean los percusionistas de Frames. Y, sin embargo, a pesar de las muchas diferencias existentes, a todos ellos es común la voluntad de explorar -colonizar temporalmente lo desconocido- aun arriesgándose al sinsentido. Ya Immanuel Kant, paradigma de la modernidad más conservadora a ojos de muchos, escribió en su juventud cuán provechoso resultaba el apartarse de la “calzada real”. Lejos del camino de lo consabido -lo preestablecido como verdadero o válido- sin duda uno puede equivocarse, pero incluso con ello “se habrá prestado más servicio a la búsqueda”. Fred Frith ha valorado ese mismo arte de arriesgarse, en el genuino acto de creación: “if you finish a creative process with the idea that you started, you failed”.