“Soy un trabajador de la palabra. Me gusta esa fórmula que no sé de dónde demonios saqué y encima es verdad”. Acodado a la barra, con su Fernet Branca recién servido, Matías Néspolo reflexiona en voz alta, mientras Bill Evans, Marc Johnson y Joe LaBarbera envuelven el momento del aperitivo con las delicadas notas de Quiet now.
“He hecho y hago un poco de todo —prosigue—: periodismo cultural, edición, clases, creación de contenidos, comunicación y un largo etcétera. Incluso ahora me gano las habichuelas con varias cosas, algunas mucho menos intelectuales, pero siempre relacionadas, de un modo u otro, con ese objeto precioso y perfecto llamado libro”.
Nacido en Buenos Aires en 1975, Matías llegó a Barcelona a finales de 2001. “Recuerdo aquel momento vital con cierta ternura. Era un sin papeles, trabajaba en la hostelería más de doce horas al día, de lunes a lunes, me había dejado mi chica y estaba en las malas, muy malas… Junté peseta a peseta y me compré un ordenador portátil de pionera generación, un Toshiba blanco que pesaba un quintal y que funcionaba a pedales, para pasar en limpio mis poemas”. Una madrugada, un poco borracho, delante de la parpadeante pantalla de aquel armatoste, se hizo a sí mismo un juramento, “al estilo de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó”: tirar con lo que sabía hacer.
“Estaba en el horno, solo y a once mil kilómetros de casa. No había hecho nada de provecho con mi vida, era un inútil pa’ todo y no sabía hacer otra cosa que escribir. Entonces me dije que justamente de eso se trataba, que aporreando un teclado iba a salir adelante, iba a salir del pozo, y aquí estoy”, rememora. Y cumplió con aquel lúcido juramento beodo. Ha publicado el poemario Antología seca de Green Hills, las novelas Siete maneras de matar a un gato y Con el sol en la boca y varios cuentos en diversas antologías. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, holandés y alemán.
Ahora, vuelve al ruedo con Una fábula sencilla (Candaya), que plantea un muy barcelonés relato sobre migración, desarraigo, amistad, traición y soledad apuntalado en forma de parábola con una trama de corte casi policial. Su mirada sobre la fauna y la atmósfera de su ciudad, “que, como todo, explico mejor a través de la ficción”.
El oficio de juntar palabras
Profundo odiador “de esa mitomanía de los escritores que siempre se construyen un episodio iniciático, inventándose escenas en las que su destino quedó grabado a fuego”, el enfoque del parroquiano es claramente artesanal. De picar una letra tras otra, encadenando frases, versos, capítulos, sonetos, relatos, libros, hasta erigir un corpus al que le queda mucho fuelle por delante. Un trabajo de trinchera literaria “desde la que lanzar consignas como esta, tan sencilla y directa: ¡Lean poesía, cabrones!”.
Ávido “de distancias cortas, de escribir relatos”, el siguiente paso es meter todos sus cuentos en un único volumen. “Eso quiero”, anuncia. Sorbe un trago de Fernet tras el cual prosigue: “Además, con un amigo narrador, Diego Sasturain, estamos preparando un curso sobre el cuento raro latinoamericano que dictaremos a cuatro manos a comienzos de este 2025. En eso ando, ahora mismo, y me entusiasma”.
“Te digo con toda sinceridad que estoy muy orgulloso de mis cuatro hijas”
— Digo yo que estarás orgulloso de toda esta trayectoria literaria…
Matías ladea la sonrisa. “Cuando lleve más de media docena de novelas, quizá la vanidad o el ego me fuercen a responder otra cosa. Pero ahora mismo te digo con toda sinceridad que estoy muy orgulloso de mis cuatro hijas: qué talento, qué inteligencia, qué sensibilidad”. Otro trago. “¿Que no la conoces? Pues espérate y ya verás…”. Ríe.
Habitar el alma escurridiza de la ciudad
Como buen barcelonés, el escritor no oculta una relación de amor-odio con una ciudad que se le antoja escurridiza, cambiante. “Hace un millón de años, muy cerca de la Rambla del Raval, casi enfrente de la mítica Casa Leopoldo, había un garito de mala muerte más o menos donde ahora se alza la imponente torre de cristal y acero de un hotel cinco estrellas. Aquel local apestoso era el refugio de marginales de todo pelaje y me gusta pensar que, en otra época, allí bebía, por ejemplo, Jean Genet. La cuestión es que, en ese antro, en una suerte de mugroso patio interior bajo un emparrado o algo por el estilo, de madrugada se armaban unas desmadradas tertulias poéticas de micrófono abierto, con guitarras y excesos de todo tipo. No sé si enamora o no de la ciudad mi recuerdo, pero confieso que sitios como ese a mí me marcaron”, narra. Y algo cambia, acto seguido, en su semblante, que se tiñe de una tristeza melancólica.
“Me repugna que el garito de mi cuento ya no exista, que donde había una librería ahora haya un local de comida rápida o una tienda de ropa”. Breve pausa. “Me asquea la velocidad con la que Barcelona se parece cada vez más a cualquier ciudad del mundo, porque son todas iguales con las mismas franquicias y las mismas chorradas de consumo”.
Termina el Fernet Branca y aventura: “Quizá sea uno, que se aferra a los lugares y a las cosas, y ya no sea capaz de habitar el alma escurridiza de la ciudad”.
— Lo que, en cambio, es inamovible es la oferta de este Bar, por si quieres comer algo. Tenemos de todo, y exquisito: menú, tapas, raciones, bocatas…
“¡Menú completo, con carajillo y postre!”, exclama Matías Néspolo, como si la duda ofendiera y recuperando súbitamente la sonrisa, mientras las notas del All mine, por el trío parisino de Bill Evans, suman al momento un melódico añadido de magia.