Martina Puigvert Puigdevall, jefa de cocina del restaurante Les Cols de Olot (Girona), suele utilizar el plural cuando habla sobre la vida, la cocina o aquello que le fascina. Tiene muy claro que el suyo es un éxito de equipo y que, con los demás, se aprende y se mejora, en una muestra de sensibilidad que, irremediablemente, se traduce en recetas conscientes, éticas e imaginativas en las que confluyen muchas disciplinas e influencias. Hablamos con la chef sobre el menú que ha planteado para el restaurante Veraz del hotel The Barcelona Edition, donde comparte cocina con Pedro Tassarolo, y también sobre la recuperación de gustos ancestrales, la importancia de vincularse a un huerto o cómo, la tecnología, puede conectarnos con la naturaleza. Martina piensa en plural; sí, pero su singularidad es imbatible.
— ¡Hola Martina! Explícanos por qué has decidido unirte al restaurante Veraz con este pop-up.
— Desde el principio me gustaron los valores y la filosofía de Edition. Tienen muy en cuenta los detalles y te diría que entienden el lujo de otra forma. También es un lugar que apuesta por el arte, incluso tienen sillones de Salvador Dalí, y que es sensible a la arquitectura, como también lo somos en Les Cols.
— ¿Cómo has seleccionado los platos que podrán degustarse durante estos meses?
— Quería plasmar la filosofía de Les Cols con varias propuestas. La primera es una royale de cebolla dulce, que es un producto muy humilde, pero que forma parte del paisaje de La Garrotxa. Ejemplifica, además, este lujo entendido de otra forma del que hablábamos antes, muy alejado del caviar o de la gamba.
— También haréis un plato donde el protagonista es el huevo de vuestro huerto de Bianya.
— Sí, el huevo siempre está presente en nuestro menú de degustación, aunque va cambiando según las estaciones. En Edition lo serviremos con cuatro verduras diferentes, cada una de las cuales le aporta un color concreto. Su gusto recuerda a la ensalada rusa, pero, visualmente, nos lleva a Kandinski; es muy artístico.
— Hace años, en Les Cols se decidió no cocinar pescado fresco. El tercer plato que propones sigue esa línea.
— Exacto, se decidió cocinar sólo con pescados enlatados, salados o de montaña por una cuestión de filosofía. Al principio, costó mucho que los clientes lo entendieran. Pero se quería reflejar la cocina y la cultura de un territorio donde, antes, costaba mucho encontrar pescado fresco y, por eso, se cocinaban animales de río como la trucha, el cangrejo, la rana… o bien pescado salado como el bacalao, que es nuestra tercera propuesta.
— ¿Y qué has preparado para el postre de este menú?
— Me hacía ilusión que el postre fuera vegetal, porque nosotros hacemos una cocina muy verde y también tenemos un huerto propio. Hemos elegido zanahorias, que servimos como si fueran una crema catalana, con diferentes texturas.
— ¿Hay algún ingrediente que te gustaría poner en valor en un futuro desde este huerto, como habéis hecho con las alubias de Santa Pau?
— El huerto nos sirve como un espacio de conocimiento y nos permite recuperar variedades de tomate y de berenjena. También manzana del ciri, maíz de la cruz o trigo sarraceno, junto con Carme, que es una productora de aquí. También tenemos un molino para conseguir farro, la harina de maíz, de forma natural.
— Allí también tenéis Casa Horitzó, vuestro centro de I+D. Ponme algún ejemplo de propuesta en la que estéis trabajando.
— Para nosotros, el I+D tiene que ver con recuperar variedades locales y estar en contacto con los artesanos. Por ejemplo, hemos creado nuevas herramientas o formas de servir, como un tronco de col de Bruselas para poner los aperitivos o una madera de boj donde colocamos los petit fours. También queremos ser coherentes con el entorno y, por eso, hacemos compost con los restos vegetales y damos el pan que sobra a las gallinas y corderos… Nuestro I+D está en contacto con la naturaleza.
— En el equipo del huerto también trabaja una bióloga, Maria Colldecarrera, y un naturalista y geógrafo, Miquel Macías. ¿Qué os aporta su mirada?
— En el restaurante siempre nos ha gustado mucho mezclar disciplinas. Es importante que alguien externo esté presente, porque tiene otra mirada sobre lo que hacemos. Miquel, por ejemplo, nos convenció de poner cajas en el huerto para los búhos, ya que cada vez hay menos, y ahora el espacio está mucho más sano. Y también trabajamos con Guillem Coromina, que es ingeniero agrónomo. Con Maria, además, hicimos una de las ponencias que más me han gustado hasta la fecha, en el Fòrum Gastronòmic.
— Hablando de congresos: hace unos años, en San Sebastian Gastronomika, presentaste un estudio sobre el concepto de rancio. ¿Qué puede aportar este sabor a la alta cocina?
— El rancio es un gusto vinculado a las masías catalanas y a la matanza del cerdo, que se origina por guardar los embutidos en la despensa. El gusto rancio se considera un defecto, pero nosotros queríamos que pasara a ser una virtud porque en realidad muestra una cultura gastronómica. En ese momento, ideamos platos con grasa del cerdo con artesanos de la zona. Entre ellos, trucha de río impregnada en manteca o un caldo con el hueso del jamón rancio… buscábamos el porcentaje exacto para que el rancio no fuera un defecto.
— ¿En Les Cols has servido algún plato con sabor a rancio?
— ¡Si! En otoño colaboramos con Jordi Vilarrasa, un artesano que cría cerdos y que hace sus propios embutidos. Nos embutió níscalos en una butifarra cruda, logrando ese punto rancio que buscábamos.
— Antes de entrar en Les Cols hicistes stages en Gustu, en Bolivia, y también en Blue Hill at Stone Barns de Dan Barber, el chef que dice aquello de “no sólo es importante lo que comemos, sino qué come aquello que comemos”.
— Fueron dos experiencias muy distintas y he aprendido mucho de las dos. En La Paz era un proyecto más social y de contacto con los productores; en Nueva York, aprendí mucho de metodología. Con esto que dices, recuerdo que, en Blue Hill, servían una yema de color rojo porque sus gallinas comían pimientos. En ocasiones, nos centramos tanto en cocinar y en las texturas, que por otra parte son muy importantes, que olvidamos otros aspectos.
— Y de tu madre, Fina Puigdevall, ¿qué has aprendido?
— ¡Todo! (ríe). Ella me ha transmitido la pasión por el oficio y, especialmente, la manera de cuidar las cosas: el equipo, el espacio, las gallinas… Tengo una relación muy cercana e íntima con ella y, de hecho, la cocina es una parte minúscula de todo lo que nos une. Por eso, entrar en el restaurante ha sido un proceso muy natural para mí.
— ¿Crees, como ha dicho tu madre en alguna ocasión, que el equipo de un restaurante debe ser la prolongación de una familia?
— Totalmente. El nuestro es un restaurante horizontal en el que el equipo es una prolongación familiar. Yo entré con 22 años, pero hay gente que lleva desde el primer día, es decir, ¡hace más de 33 años! Carme Roca, por ejemplo, lleva trabajando desde una semana antes de la apertura. ¡Incluso me ha visto nacer!
— Está claro que el espíritu de familia reina en Les Cols y, quizás por eso, dedicaste el Premio Michelin a la Mejor Chef Joven 2024 a tus padres y hermanas, al equipo y a los productores que trabajan con vosotros. ¿Qué ha significado ese premio para ti?
— ¡No me lo esperaba para nada! Aún no sé qué decir y, de hecho, no me lo acabo de creer. Me ha encantado recibir el premio, por supuesto, pero creo que me ha gustado aún más la alegría que ha generado en mi entorno. Lo siento realmente compartido; no es sólo un mérito mío sino de mucha gente. ¡Aún me sorprendo cuando los cocineros me felicitan!