La economía catalana creció un 3,4% en 2017 según las estimaciones del gobierno catalán y el Instituto de Estadística de Cataluña (Idescat), un 3,3% según los datos de contabilidad nacional del Instituto Nacional de Estadística (INE). En cualquier caso, y a pesar de los temores por la incertidumbre política, Cataluña cerró un año especialmente bueno, con crecimientos por encima de la media española (y un peso relativo del 19,2% sobre el total estatal), y superando también en un punto la media de la zona euro. Este crecimiento viene a sumarse a los registrados en 2016 y 2015 (3,5%) y a consolidar una recuperación de la actividad que comenzó a asomar en 2014, cuando se anotó un aumento del PIB del 2,3%. La buena tirada del turismo, la salida del pozo de la construcción o la relativa mejora de la demanda interna son algunos de los factores que ayudan a explicar este relato de crecimiento, pero sin duda la verdadera clave en este impulso se encuentra en la industria y en las exportaciones.
El VAB (es decir, el Valor Agregado Bruto) del sector industrial se aceleró el año pasado hasta llegar a un 4,8% interanual en el cuarto trimestre y cerró el conjunto de 2017 en el 3,7%. La producción industrial sumó un 3,9%, el volumen de negocio un 7,6% y el número de ocupados un 7,2%. Son datos ligeramente más discretos que los de 2016 pero que ponen de manifiesto la fortaleza de un sector clave en la salida de la crisis. De hecho las exportaciones industriales fueron una de las pocas luces que ayudaron a compensar la oscuridad casi absoluta generada en los peores años de la crisis por el apagón de la demanda interna. Fue precisamente esta internacionalización la que permitió evitar que la producción industrial cayera en picado, y cuando en 2014 el consumo interno se empezó a reactivar, esta producción aún se reforzó más. Es cierto que el VAB industrial aún no ha recuperado los volúmenes previos a la crisis –las caídas en 2009 y 2010 fueron muy fuertes–, pero ya nadie pone en duda que es esta base industrial la que ha permitido a Cataluña anticipar la recuperación de la economía respecto del ritmo medio al conjunto del Estado español.
La industria en Cataluña también se ha distinguido en relación a su entorno económico. Entre 2014 y 2016 el crecimiento del valor añadido de la industria catalana fue 1,8 puntos porcentuales superior al de la zona euro.
Este papel destacado ha permitido a la industria volver a sacar pecho y reivindicar su papel de motor económico. No siempre ha sido así. Durante los años de bonanza económica y del boom del sector inmobiliario, la industria pasó a ser un sector de segunda. El peso del PIB industrial sobre el PIB total pasó de superar el 25% en 2000 a rondar el 17% una década más tarde. No es extraño si se tiene en cuenta que mientras la economía catalana crecía a velocidad de crucero durante los primeros años del nuevo siglo, la industria se mantenía en unos ritmos más bien discretos, nada que ver con la explosión que se anotaban la construcción y los servicios. La mayoría de los municipios luchaban para captar proyectos de inversión inmobiliaria o logística, pero parecía que ningún alcalde quería hacerse la foto inaugurando una fábrica.
El rol de patito feo ya lo había ido construyendo desde hacía años, bien a principios de la pasada década. Y es que el cambio de siglo vino acompañado de anuncios masivos de deslocalizaciones –sobre todo en la electrónica de consumo y de otros subsectores intensivos en mano de obra–, que generaron la sensación de que la industria estaba agotada y que se tenía que apostar por otros sectores más amables, menos contaminantes y de resultados más inmediatos (y porque no decirlo, con márgenes mucho más jugosos). Lo de fabricar parecía sólo cosa de los países asiáticos y de Europa del Este, con mano de obra más barata, y mientras la industria entraba en un aparente declive, otras actividades cogían el relevo de motor de la economía.
Pero las tornas han cambiado de nuevo. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria, el ladrillo pasó de ser el gran deseado a ser poco menos que el demonio, y la industria volvió a emerger como un sector que podía generar empleo, y que estaba bastante internacionalizado como para mantener la marcha con la demanda exterior sin depender de los consumidores nacionales. Los últimos años han servido para confirmar la tesis, porque más allá del potente turismo, la industria y sus exportaciones han sido el balón de oxígeno de la economía catalana, y lo que ha hecho crecer hasta cifras récords la actividad del puerto de Barcelona.
Esto no significa, sin embargo, que el sector manufacturero no presente retos, y algunos muy importantes, de cara al futuro. De entrada habrá que ver cómo se concreta la acción de impulso desde la administración. Después del efectista Acuerdo Estratégico del Tripartito y de campañas para “limpiar” la imagen del sector haciendo hincapié en la industria de bata blanca, el anterior gobierno, junto con los agentes sociales, sacó adelante el Pacto Nacional para la industria con una dotación de 1.800 millones de euros hasta 2020. La situación política y la falta de gobierno, sin embargo, no auguran un despliegue sencillo. Por otra parte la industria afronta el reto de hacer funcionar de verdad la Formación Profesional Dual, indispensable para generar perfiles de trabajadores cualificados. El sector también tiene el reto de asumir los elevados costes energéticos, que restan competitividad respecto de la competencia en Europa. Pero la actividad industrial también tiene el reto de hacer frente a una verdadera revolución con la incorporación de la robotización y la llamada Industria 4.0, y en una mejora de su productividad. Son muchos deberes pendientes que marcarán sin duda el futuro más inmediato del sector, pero lo que parece que ya no se pone en duda –ya se verá lo que dura– es que la industria es y debe seguir siendo un motor de crecimiento.