GOOD NEWS | TRUE STORIES
SUSCRÍBETE
ES | CAT

Lo más leído.

Hotel Galle Face, viejo lujo en Sri Lanka

El Galle Face es uno de los mil lugares que deberías ver antes de morir, según un libro y la página web que nos animó a hacer la reserva —y en la que se habían borrado convenientemente con Photoshop los edificios horribles que tiene detrás—.

[dropcap letter=”K”]

ottarappu Chattu Kuttan ha muerto. No lo reconozco por su nombre, sino por la foto que publica un periódico inglés. Vestido de blanco, con la pechera cargada de insignias y un mostacho tupido, los ojos hundidos y una nariz aguileña, esperaba en la escalinata con las palmas juntas a los huéspedes del Galle Face, en Sri Lanka, el hotel colonial más antiguo de Asia. El Galle Face es uno de los mil lugares que deberías ver antes de morir, según un libro y la página web que nos animó a hacer la reserva —y en la que se habían borrado convenientemente con Photoshop los edificios horribles que tiene detrás—.

Recuerdo los cristales de un aeropuerto entelados por la humedad. Todos querían vender algo: excursiones, rupias, lavadoras, neveras. Nos dejamos convencer por un hombre de zapatos lustrosos, que nos metió en su taxi. En la carretera sin arcenes, los vehículos se apelotonaban de cualquier manera y los estudiantes corrían con uniformes impolutos entre los tuk-tuks. Militares armados con rifles Kaláshnikov hacían guardia bajo los cocoteros junto a tenderos de fruta y, en los autobuses, la gente se descolgaba de las puertas. Nadie frenaba, se pitaban unos a otros. Había figuras de santos gigantes en vitrinas, budas, dioses azules o con una trompa, casas a punto de derrumbarse bajo el peso de los anuncios coloridos, perros flacos, humo y bicicletas, motos, señales de tráfico meramente decorativas. Allí se conduce por la izquierda. Y por la derecha. Y contra dirección. En el norte de la isla, seguía la guerra de los Tigres tamiles.

Kottarappu Chattu Kuttan ha muerto

El jet lag ralentizaba el bullicio de los paisajes que nunca has visto. Colombo, la capital, al oeste, es la ciudad más fea que visitaríamos; apesta a motor, a basura podrida y a aceite frito, pero aún no lo sabíamos. ¿Por qué Sri Lanka? Hicimos rodar un globo terráqueo, lo detuvimos con el dedo y mi índice se quedó en Tissamaharama, el parque nacional de Yala, donde cinco años antes, en 2004, el tsunami engulló a doscientas cincuenta personas. En total, más de 30.000 perdieron la vida en una zona que también se ha llamado Ceilán y Serendib y Taprobane, y Lágrima de la India, y la isla de los mil nombres. Veríamos extensos campos de cruces en su recuerdo junto a las playas paradisíacas.

Pero la gran ola tuvo piedad del Galle Face, que aún se yergue elegante, viejo lujo, apenas a unos metros del océano Índico, separado por un paseo en el que los niños hacen volar sus cometas. Una construcción ordenada en el caos; o por lo menos, un edificio descriptible. Un descanso para la vista, saturada de estímulos. El hotel se construyó en 1864. Y desde que empezó a trabajar en él hace setenta y dos años —primero como botones y luego como institución—, Kottarappu Chattu Kuttan dio la bienvenida a los turistas casi siempre británicos, así como a la princesa Alexandra de Dinamarca, o a Nixon, a Gandhi, a Arthur C. Clarke, huésped asiduo, que acabó en el hotel su última novela, 3001, odisea final. Arrastraron nuestras maletas por suelos de mármol y alfombras indias hacia un ascensor de madera barnizada que crujía al subir. La habitación era enorme, y el pachuli no ocultaba el olor a cañería y a mar. Un ventilador giraba perezoso en el techo. A las ocho de la mañana, el calor era pegajoso.

Leo que han renovado el ala clásica del hotel, que acabó el arquitecto Thomas Skinner en 1894, y cuya fachada aún se conserva. Leo que Kottarappu Chattu Kuttan murió unos meses después de la renovación. Cuando fuimos, el ala clásica guardaba aún ese aire decadente de los tiempos que se resisten a pasar, el bello encanto de lo que ya no funciona, como tampoco funcionaba una de las lámparas. Nos daba igual. Tras un sueño profundo, bajamos a comer. Sentados en el porche sostenido por columnas, éramos exploradores en un clásico del cine de aventuras, o los figurantes de un cómic de Tintín. De hecho, aunque transcurre en Tailandia, El puente sobre el río Kwai, película de David Lean basada en el libro de Pierre Boulle, se rodó en la selva de Sri Lanka, cerca de Kitulgala.

Miramos la extensa terraza en forma de tablero de ajedrez que hay frente al océano. Quedaban los restos de una boda; ondeaban las banderas, y las guirnaldas se mecían con la brisa mientras el sol caía a plomo sobre las sillas vacías. Desde aquella terraza se contemplan ocasos espectaculares en el Índico, y la gente, a veces, deja el cóctel y aplaude. Los cuervos se aproximaban amenazantes al porche dando saltos, y en cuanto un alemán intentó llevarse un sándwich club a la boca, uno de los cuervos se lo arrebató de las manos con sus garras y se fue volando. Alguien le disparó con un tirachinas.

Hotel Galle Face, viejo lujo en Sri Lanka

El Galle Face es uno de los mil lugares que deberías ver antes de morir, según un libro y la página web que nos animó a hacer la reserva —y en la que se habían borrado convenientemente con Photoshop los edificios horribles que tiene detrás—.

[dropcap letter=”K”]

ottarappu Chattu Kuttan ha muerto. No lo reconozco por su nombre, sino por la foto que publica un periódico inglés. Vestido de blanco, con la pechera cargada de insignias y un mostacho tupido, los ojos hundidos y una nariz aguileña, esperaba en la escalinata con las palmas juntas a los huéspedes del Galle Face, en Sri Lanka, el hotel colonial más antiguo de Asia. El Galle Face es uno de los mil lugares que deberías ver antes de morir, según un libro y la página web que nos animó a hacer la reserva —y en la que se habían borrado convenientemente con Photoshop los edificios horribles que tiene detrás—.

Recuerdo los cristales de un aeropuerto entelados por la humedad. Todos querían vender algo: excursiones, rupias, lavadoras, neveras. Nos dejamos convencer por un hombre de zapatos lustrosos, que nos metió en su taxi. En la carretera sin arcenes, los vehículos se apelotonaban de cualquier manera y los estudiantes corrían con uniformes impolutos entre los tuk-tuks. Militares armados con rifles Kaláshnikov hacían guardia bajo los cocoteros junto a tenderos de fruta y, en los autobuses, la gente se descolgaba de las puertas. Nadie frenaba, se pitaban unos a otros. Había figuras de santos gigantes en vitrinas, budas, dioses azules o con una trompa, casas a punto de derrumbarse bajo el peso de los anuncios coloridos, perros flacos, humo y bicicletas, motos, señales de tráfico meramente decorativas. Allí se conduce por la izquierda. Y por la derecha. Y contra dirección. En el norte de la isla, seguía la guerra de los Tigres tamiles.

Kottarappu Chattu Kuttan ha muerto

El jet lag ralentizaba el bullicio de los paisajes que nunca has visto. Colombo, la capital, al oeste, es la ciudad más fea que visitaríamos; apesta a motor, a basura podrida y a aceite frito, pero aún no lo sabíamos. ¿Por qué Sri Lanka? Hicimos rodar un globo terráqueo, lo detuvimos con el dedo y mi índice se quedó en Tissamaharama, el parque nacional de Yala, donde cinco años antes, en 2004, el tsunami engulló a doscientas cincuenta personas. En total, más de 30.000 perdieron la vida en una zona que también se ha llamado Ceilán y Serendib y Taprobane, y Lágrima de la India, y la isla de los mil nombres. Veríamos extensos campos de cruces en su recuerdo junto a las playas paradisíacas.

Pero la gran ola tuvo piedad del Galle Face, que aún se yergue elegante, viejo lujo, apenas a unos metros del océano Índico, separado por un paseo en el que los niños hacen volar sus cometas. Una construcción ordenada en el caos; o por lo menos, un edificio descriptible. Un descanso para la vista, saturada de estímulos. El hotel se construyó en 1864. Y desde que empezó a trabajar en él hace setenta y dos años —primero como botones y luego como institución—, Kottarappu Chattu Kuttan dio la bienvenida a los turistas casi siempre británicos, así como a la princesa Alexandra de Dinamarca, o a Nixon, a Gandhi, a Arthur C. Clarke, huésped asiduo, que acabó en el hotel su última novela, 3001, odisea final. Arrastraron nuestras maletas por suelos de mármol y alfombras indias hacia un ascensor de madera barnizada que crujía al subir. La habitación era enorme, y el pachuli no ocultaba el olor a cañería y a mar. Un ventilador giraba perezoso en el techo. A las ocho de la mañana, el calor era pegajoso.

Leo que han renovado el ala clásica del hotel, que acabó el arquitecto Thomas Skinner en 1894, y cuya fachada aún se conserva. Leo que Kottarappu Chattu Kuttan murió unos meses después de la renovación. Cuando fuimos, el ala clásica guardaba aún ese aire decadente de los tiempos que se resisten a pasar, el bello encanto de lo que ya no funciona, como tampoco funcionaba una de las lámparas. Nos daba igual. Tras un sueño profundo, bajamos a comer. Sentados en el porche sostenido por columnas, éramos exploradores en un clásico del cine de aventuras, o los figurantes de un cómic de Tintín. De hecho, aunque transcurre en Tailandia, El puente sobre el río Kwai, película de David Lean basada en el libro de Pierre Boulle, se rodó en la selva de Sri Lanka, cerca de Kitulgala.

Miramos la extensa terraza en forma de tablero de ajedrez que hay frente al océano. Quedaban los restos de una boda; ondeaban las banderas, y las guirnaldas se mecían con la brisa mientras el sol caía a plomo sobre las sillas vacías. Desde aquella terraza se contemplan ocasos espectaculares en el Índico, y la gente, a veces, deja el cóctel y aplaude. Los cuervos se aproximaban amenazantes al porche dando saltos, y en cuanto un alemán intentó llevarse un sándwich club a la boca, uno de los cuervos se lo arrebató de las manos con sus garras y se fue volando. Alguien le disparó con un tirachinas.