”En octavo, el profesor de lengua, don Alonso, me eligió para ir al concurso de escritura de Coca-Cola, Jóvenes talentos. No pasé ni el primer filtro, pero recuerdo el orgullo que sentí al ser la elegida entre cuarenta y cuatro, que eran los alumnos de mi clase. En aquellos tiempos, lo de la ratio ni se sabía lo que era…”. La escritora y maestra Carmen Conde Veiga recuerda aquel primer paso hacia la escritura. Todo lo que empezó con don Alonso. Paladea un café con leche “muy caliente, con mucha crema y sin azúcar” a pie de barra, mientras de fondo suena el podcast de Un libro una hora de Cadena Ser, uno de los placeres radiofónicos a los que la ha abocado su insomnio.
Hija de emigrantes gallegos “que salieron de la aldea y llegaron a la Barcelona de posguerra huyendo del hambre y la miseria. Sin tener estudios, mi padre entró en La Maquinista Terrestre y Marítima y se hizo un lugar ahí a base de partirse el lomo. Mi madre fue ama de casa. Admiro a mi padre por su arrojo y sabiduría. Cuando pudo comprarse un buen coche, no lo hizo. Se las apañó con un Renault 7, el coche más feo del mundo, pero presumía de darles carrera a los hijos“.
El papel de prescriptor cultural de la joven Carmen lo jugó su hermano, cinco años mayor. “Así llegaron a mi vida los tebeos de Mortadelo, Tío vivo, Pulgarcito, Hazañas bélicas, El Jabato o El capitán Trueno. Más tarde fueron las novelas de quiosco, sobre todo las del Oeste. Las mejores las escribía un tal Silver Kane que, ya de mayor, supe que era un pseudónimo que usaba Francisco González Ledesma, el creador del inspector Méndez, un personaje que reivindico”. ¡Y quién no!
Lo peor, para ella, fue la música. “Cuando yo estaba en la edad de escuchar a Los Pecos, mi hermano compró un equipo compacto sensacional, pero para oír en estéreo a Pink Floyd, Genesis, Camel y King Crimson, a cuyo talento chirriante fui completamente impermeable”. Por suerte, no todo fue malo y la escritora se cruzó con la banda de rock de su vida: la Electric Light Orchestra.
Durante su pre-adolescencia, Carmen descubrió la literatura popular. Julio Verne, Agatha Christie, Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle se convirtieron en sus autores de referencia. “Todas mis amigas leían a Martín Vigil y también Nacida inocente y sus secuelas. Nunca me acerqué a esas lecturas y me felicito por ello. ¡Madre mía, qué trauma!”, ríe, mientras da vueltas al café con leche.
Escritora y maestra vocacional
La parroquiana se diplomó en Magisterio y en su rostro aflora la dureza de las oposiciones al recordar cuando, hace treinta y cinco años, tras estudiar muchísimo, logró sacárselas. “Todavía me felicito por ese golpe de suerte que vino en el momento oportuno. Además, soy maestra vocacional, así que he sido inmensamente feliz haciendo mi trabajo. Si volviese a nacer, volvería a ser maestra”.
— Bueno, lo de la escritura también es vocacional, ¿no? Nos habíamos quedado en lo de tu profesor.
“¡Sí! Muchos años después, retomé la escritura y alguien me animó a presentarme a un concurso de relatos. Quedé finalista. Ese pequeño éxito me impulsó a escribir novela y en 2016 gané el II Premio La Trama de novela negra de Ediciones B con Para morir siempre hay tiempo. En 2017 publiqué La Escritora”. Su recién publicada nueva obra, Mientras alguien nos recuerda (Roca), es “una novela negra con un trasfondo histórico muy importante, puesto que está ambientada en la Barcelona de 1946, en un manicomio que existió de verdad: el Instituto Mental de la Santa Cruz”.
Orgullosa de ”la perseverancia con que me enfrento a la escritura y a los retos que conlleva”, Carmen confiesa que, al trabajar a jornada completa en la escuela, dispone de muy poco tiempo para escribir, ”pero escribir es mi vida”. Y adelanta que ya está trabajando en un nuevo proyecto ”que me apasiona, pero necesito documentarme, así que soy realista. No sé lo que puedo tardar, pero lo que tengo claro es que me esforzaré al máximo y seré muy exigente conmigo misma”.
Vida en Nou Barris
Nacida, residente y con trabajo en Nou Barris, a la escritora le gusta su barrio y pasear por sus calles. “Me siento muy a gusto. Lo único que no me gusta es descubrir que la mercería, la tienda de ultramarinos o la de géneros de punto de toda la vida ha bajado la persiana y, en su lugar, han abierto una franquicia. Eso me da mucha pena”.
— ¿Y a otros barrios o al centro vas bajando?
“No acostumbro a ir al centro a pasear. En Navidad me acerqué a la Sagrada Familia para ver cómo avanzaban las obras y estaba atestada de turistas. Ni siquiera encontré un lugar para tomarme un café con leche, y eso que estaba dispuesta a entrar en una de esas franquicias que han invadido la ciudad. Me volví para el barrio y no he vuelto más”, explica dando finalmente cuenta de su café.
— Esta no es una franquicia y aquí, además de café, tenemos una suculenta oferta gastronómica, por si quieres comer algo, aprovechando que ya es hora.
Carmen Conde Veiga ríe.
— Me da igual, mientras no cocine yo —replica—. Odio cocinar. Eso sí, nada de tontadas en el fondo de un plato. Soy una chica de barrio: unas bravas, un jamoncito ibérico o una paellita”.
— ¡Estás en el Bar adecuado!
”Y, dependiendo de lo que sea, me lo acompañas con una cerveza de barril o una copa de vino blanco”, remata, demostrando un criterio curtido a pie de miles de barras de formica.