El tedio general que asedia a Barcelona experimenta dos aparentes excepcionalidades anuales a raíz de unas polémicas que ya sobrepasan la tradición que las fundamenta: el pesebre de Navidad y el cartel de la Mercè. Cualquier bullanga que se calendarice, según los cursis, acaba resultando lo más fatigoso y previsible del mundo. En cuanto al cartel de la Mercè, uno sabe que si el producto de un ilustrador decidir prescindir de caprgrossos y senyeres en el producto final, la tribu le acusará de castrar la catalanidad de la fiesta mayor capitalina. A su vez, si las cuotas de imaginario folclórico se mezclan con cuestiones de orden social como la pobreza (así el actual cartel), se sostendrá que sí, que todo bien, pero que los socialistas pretenden equiparar la fuerza de imaginario nacional al discurso victimario del pobrismo. Toda teoría crítica ya estará rehecha como un Big Mac, llenará el estómago del polemista, y tal dia farà un any.
Como cualquier obra de encargo administrativo (de hecho, como cualquier obra de arte), el actual cartel de la Mercè no puede deshacerse de la sobreinterpretación política y, posmodernos como somos, se verá incapaz de presentarse al vulgo con un significado artístico que sobrepase el alud de interpretaciones que escribirán los críticos culturales de la ciudad. Si la foto en cuestión —muy bien urdida por la productora CANADA— formara parte de la exposición Contes possibles de Jeff Wall, los mismos reseñadores que le han criticado se harían pajas comentando lo genial que resulta el contraste entre este niño racializado de vida desdichada y su mirada en dirección a la sociedad del espectáculo con una mezcla de naividad y temor. Pero Jaume Collboni y el PSC no son star photographers y los receptores de la propuesta, unos ciudadanos afectados de narcisismo, sólo buscan encontrar qué pequeño detalle tiene la osadía de no representar su credo.
Más allá de esta metafísica de andar por casa, la intención político-cultural de este cartel es demasiado evidente. Organizando la Mercè, el Ayuntamiento de Barcelona entiende la impotencia de una madre soltera a la hora de divertir o adormecer a su hijo minorizado. Por mucho que esta joven señora no tenga ni un euro como para salir a cascarse una birra en un bar de chinos del Raval, el Consell Municipal se colará por las ventanas de su casa (porque la administración es como un gas, llega a todas partes) y conseguirá que el niño pare de dar por saco mientras admira a los gegants y los petardos del cielo. Tanto le da si no puedes salir de casa, reina, que nosotros ya te ayudaremos y, si te hace falta, Xavier Marcè en persona saldrá de Leopoldo para darle un caramelo al pequeñín. En definitiva, nada nuevo bajo el cielo y socialismo de los 90 de toda la vida: la ciudad es una fiesta y, por mucho que tú te la pierdas, te obligaremos a ser una barcelonesa feliz.
Me corrijo, porque el sustrato político del cartel esconde un gesto interesante, centrado precisamente en la figura del pequeño, un chaval al que la sociedad del espectáculo acabará adormitando pero que, como víctima de la pobreza que le aísla de la ciudad, cuando sea mayor lo que querrá es hacer pasta y, contrariamente a su madre, salir de fiesta y gastarse una buena cena de setenta pepinos en Bacaro. Mi madre votaba a Barcelona en Comú, pobrecita mía; pero yo saldré de ese puto barrio. En este sentido, cabe decir que la editorial del socialismo barcelonés tiene cierta mala leche (en casa siempre estamos a favor de ser un poco puñeteros) y regurgita el contestatarismo de los últimos años en Barcelona para transformarlo en un mensaje más bien paternalista: lo sabemos, cuando eras un bebé no tenías ni un céntimo y tus compañeros se reían de tus ojos. Pero, gracias al socialismo, en unos años podrás vivir en el Eixample.
La cosa no da mucho más de sí. Dicho esto, a mí el cartel (y el vídeo correspondientes) me parecen más que correctos. En el fondo, cuando bajo la guardia, todavía soy hijo de ese olimpismo sociológico made by Pasqual que ahora nos devuelven en una versión mucho más chabacana y espumosa. Espero que al niño le vaya bien el futuro, pero diría que —dentro de unas cuantas Mercès— continuará en su barrio mierdoso y, como mucho, se hará sospechosamente amigo de sus vecinos heroinómanos. Quizá, al fin y al cabo, es mejor que se quede en casa con la mamá llorona, pensando que los gegants y los reyes son de verdad.