Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Cosí fan tutte pueden entenderse como tres paneles de un políptico absolutamente único, con personajes que se interpelan y caracterizan las múltiples manifestaciones del sentimiento amoroso. Mark Minkowski, maestro especializado en lecturas de época a quien el Gran Teatre del Liceu ha asignado la maratoniana tarea de interpretar consecutivamente las óperas, en cuatro series, se expresó de manera inequívoca en su comparecencia pública: son “las más perfectas de la historia”. Y es que, a pesar de sus diferencias de trama, conforman un conjunto coherente en lo que respecta a los motivos musicales y textuales, resultante de la prodigiosa conexión entre Wolfgang A. Mozart y Lorenzo da Ponte. El director de escena Ivan Alexandre se mostró no menos elocuente en la exposición de los vínculos y ecos internos de las tres óperas, que permiten encararlas como variaciones de un mismo y complejísimo tema, pero también —y aquí radica la mayor novedad— pudiendo ser entendidas como participes de una misma “super-trama”, que mostraría la evolución de la figura del libertino.
“Lo que nosotros hacemos es seguir a ese personaje a lo largo de nueve horas”, explicó Alexandre. Así, el imberbe paje de Le nozze di Figaro, Cherubino, que confiesa amar a todas las mujeres del palacio —Mozart vehicula su efervescencia adolescente con los saltos tonales de una voz en transformación— se convertirá en Don Giovanni; paradigma de seductor impenitente que prosigue la senda de la indiferenciación amatoria, movido por un fuego que se moderará en la figura de Don Alfonso; el sabio estoico —y un punto cínico, por qué negarlo— que desafía a los amantes/amados, las dos parejas protagonistas del Cosí fan tutte.
Aunque es cierto que cuesta imaginarse a un Don Giovannino dejándose vestir de mujer en su edad más tierna —papel que, como es sabido, representa una mezzosoprano— o, ya en la senectud, ejerciendo de consejero amoroso para hacer salir de la ingenuidad e ignorancia a sus congéneres —convertido en un coach de métodos poco ortodoxos—, al mismo tiempo la idea que inspira a la dupla Minkowski-Alexandre resulta muy convincente en su escenificación epocal, con un estilo que ubica temporalmente la acción y da a entender la vigencia de lo narrado.
“Lo que nosotros hacemos es seguir la evolución de la figura del libertino a lo largo de nueve horas”, explicó Ivan Alexandre
Se aprecia la unidad literaria y musical de las tres en factores tan cruciales como su estructura bipartita (también en Nozze, pues Da Ponte redujo a 4 los 5 actos de la obra de Beaumarchais, potenciando aquella simetría), el empleo de los instrumentos y tratamiento de las voces y, por supuesto en la cosmovisión de los personajes que intervienen y se interrelacionan, ilustrando la multiplicidad de manifestaciones del eros: desde el impulso instintivo que se vehicula como deseo irrefrenable, a la sublimación amorosa que revela una dimensión ética en forma de compromiso matrimonial. Los personajes actúan movidos por afectos que la música de Mozart traslada con una sutileza inigualada, mediante recursos que certifican su entendimiento con Da Ponte. Una “colaboración mítica” —señaló Victor García de Gomar, director artístico del Liceu— que dio pie a esos “tres episodios de una misma realidad”, comprensibles como etapas en la formación del libertino, de acuerdo con la temática que impregna la literatura de la época y que ejemplarmente plasma Les liaisons dangereuses, novela epistolar de Choderlos de Laclos aparecida en 1782, es decir, dos años antes del estreno público de la obra de Beaumarchais y cuatro antes que la ópera.
ACERCA DE LA SOCIEDAD MOZART-DA PONTE
Retrospectivamente parece inevitable pensar que dos personajes tan vitales, inquietos y creativos como Wolfgang A. Mozart y Lorenzo da Ponte habían de encontrarse, identificar en el otro el complemento perfecto para vehicular el respectivo arte y trascender su época con obras imperecederas. Leyendo las extraordinarias aventuras del italiano, que recoge en sus Memorias —y que dan para varias novelas— descubrimos, no obstante, que la feliz coincidencia podría perfectamente no haberse dado. Da Ponte estaba solicitadísimo, escribía simultáneamente para los compositores con más tirón en Viena, y Mozart no se encontraba entre ellos. Con todo, el avispado libretista sí que detectó su excepcionalidad. Se refiere a él como “querido amigo” junto a Vicente Martín y Soler (miei due care amici Mozzart e Martini) y manifiesta haber entendido que no cualquier libreto permitiría explotar sus mejores cualidades como compositor: “me di cuenta enseguida que la inmensidad de su genio requería un tema extenso, multiforme, sublime”. Está pensando, por supuesto, en la que sería su primera colaboración, Le nozze di Figaro, que Minkowski ha considerado el summum de su producción.
Da Ponte estaba solicitadísimo, escribía simultáneamente para los compositores con más tirón en Viena, y Mozart no se encontraba entre ellos
Reconoce Da Ponte que fue Mozart quien le sugirió adaptar a ópera la irreverente comedia de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais La folle journée ou le mariage de Figaro, que el emperador había prohibido en su versión original. Tras seis semanas de trabajo conjunto, perfectamente coordinado, lo fundamental de la ópera estaba compuesto. Ante el emperador Da Ponte justificó la elección de ese tema diciendo que había omitido muchas de las escenas, y todo aquello “que pudiera ofender la delicadeza y la decencia”. En cuanto a la música, le confiesa que le pareció: “de una belleza maravillosa”. Por eso mismo, y ante la aprobación del proyecto, no dudaría Da Ponte embarcarse en otro no menos ambicioso. Al mismo tiempo que trabajaba en el Axur de Salieri y L’arbore di Diana de Martin i Soler, aceptó el encargo de Il dissoluto punito ossia il Don Giovanni. En su relato autobiografía recoge las palabras del empresario responsable del exitoso estreno en Praga: “¡Viva Da Ponte! ¡Viva Mozart! Todos los empresarios, todos los virtuosos deben bendecirlos. Mientras vivan, nunca se sabrá qué es la miseria teatral”.
Sin embargo, recuerda Da Ponte el escaso éxito que, sorprendentemente, tuvo en Viena la que devendría la ópera más influyente en la mentalidad romántica, haciendo alusión a las palabras del Emperador: “La ópera es divina y tal vez más bonita que el Figaro, pero no es comida para los dientes de mis vieneses”. A lo que Mozart habría contestado algo así como “dejémosles más tiempo para que la mastiquen”. Lamentablemente el tiempo se le estaba acabando a él, sin saberlo. Como ha explicado Norbert Elias en su aproximación sociológica, fue el atrevimiento de querer ser profesionalmente libre, de vivir solo para su arte, lo que acabaría provocando una penuria económica y una extenuación letal. Alarmante y triste resulta aún leer la carta que dirige el 20 de noviembre de 1785 al editor Hoffmeister solicitándole dinero. Se antoja inexplicable cómo en ese clima de creciente precariedad pudo Mozart componer partituras tan ambiciosas como el trio de sinfonías que Nikolaus Harnoncourt reconoció conjuntamente como un “oratorio sin palabras” —y que culmina con la exultante Sinfonía núm. 41 en do mayor, “Júpiter”— o la trilogía operística que cierra el carnavalesco Cosí fan tutte.
OBERTURAS Y TRASCENDENCIA
La mitificación romántica de Mozart —su calificación de “genio”— pretende suministrar una explicación a la perplejidad que despierta el despliegue de una creatividad tan fecunda y visionaria, en circunstancias no poco adversas. Aun siendo epocalmente clásica, su producción se abisma a una nueva concepción de la obra de arte. Goethe describió el genio mozartiano como “una fuerza creadora que sigue actuando, de generación en generación”. En este mismo sentido, Mark Minkowski apuntó en su alocución que las óperas mozartianas suponen “un modelo de perfección para los compositores románticos”. Como impregnado antes de tiempo por el Geist o movido —si nos retrotraemos, en sentido contrario, a la mentalidad antigua— por algún tipo de daimon que fomentara su creatividad, Mozart —en palabras de Minkowski— “va hacia algún lugar sin saberlo él mismo”. Impregnada de una verdad no discursiva, imposible de ponderar, su obra cruza el umbral de la puerta que conecta con esa otra época que no conoció y se confirma atemporal.
Goethe describió el genio mozartiano como “una fuerza creadora que sigue actuando, de generación en generación”
Es evidente que Mozart no tenía la intención de hacer una trilogía —señala con plena honestidad el director de escena de las funciones en el Liceu, Ivan Alexandre— entre otras cosas porque no podía prever la funesta cercanía de su fin. Y, aun así, los paralelismos antes mencionados —a propósito de la estructura, prestaciones musicales, tema de la trama y cosmovisión de los personajes— no sólo habilita la comprensión conjunta de las óperas, sino que incluso permite trazar esa “super-trama” —al estilo del anillo wagneriano, recuerdan los directores— con la figura del libertino en evolución. Sin poder ilustrarlo con la merecida profusión, pensemos al menos en las oberturas de cada una de las óperas. Por ejemplo, el inicio instrumental de Le nozze di Figaro, agitado y jocoso, parece anticipar una de las situaciones más divertidas, en que el paje se ve obligado a saltar desde una ventana, precipitando una serie de engaños y malentendidos hasta el final del segundo acto (“Aprite, presto aprite…”). Final que Mozart prolonga musicalmente durante más de veinte minutos, sin recitativos, con la participación en tropel armonizado de un numero ingente de voces solistas; comparable a lo que concebirá como final del primer acto del Don Giovanni, con la presencia de polirritmias y efectos escénicos nunca vistos; y también en el ecuador del Cosí fan tutte, elevando tragicómicamente la tensión hasta cotas insólitas.
La obertura de la segunda de las óperas de la trilogía, que argumentalmente se mira en versiones célebres y remotas del mito del seductor —desde el descarnado Burlador de Sevilla de Tirso de Molina, de 1616, al más teológicamente subversivo Dom Juan de Molière, de 1665— se abre con una intensidad poco usual en las creaciones del Clasicismo vienés. Tonos lúgubres, con el redoble de timbal apoyado en metales, que arrastran las cuerdas como alargando la sombra en embates que sugieren el misterio, auguran al mismo tiempo la seriedad del asunto. La más romántica de las obras mozartianas, por la presencia de lo siniestro, se impregna de un calado ontológico al desafiar su protagonista a la Ley, en la figura del Comendador, que el libertino asesina en las primeras escenas. Para descargar la tensión del ambiente —o para profundizar desde el contraste en aquella seriedad— la calificación de “Dramma giocoso” por parte de Mozart-DaPonte convoca al registro contrapuesto, que básicamente concentra la figura del sirviente Leporello. Alter ego bufonesco de Don Giovanni, cuya ligereza de morales no le va a la zaga —diferenciándose acaso por el valor o cobardía de uno y otro, para alcanzar lo que desean— y que la obertura asimismo parece trasladar en sus pasajes más ligeros, dando paso al lamento iniciático “Note e giorno faticar…”.
Søren Kierkegaard encontró en el Don Giovanni una explicación metafórica para la realidad del deseo, a tenor de la dimensión inmediata del afecto que la música traslada. Por supuesto no lo hizo en condición de musicólogo, sino literariamente, mediante el empleo de un autor pseudónimo que —como gustan de señalar algunos especialistas— bien podría no representar su verdadero parecer. Sea como fuere, en su consustancial inadecuación discursiva el lenguaje musical vehicula eso inaprehensible —la voluntad, explica en fechas cercanas Arthur Schopenhauer— que, en su vertiente instintiva, y desde la polaridad que ha asimismo ofrecería el psicoanálisis freudiano, cabe asociar al deseo (y a la agresividad: eros y thanatos). El principio que garantiza la perpetuación de la especie y su reverso siniestro, responsable en contexto selvático de la autoconservación, son vehiculados a través de la música desde la obertura del Don Giovanni, la ópera más violenta y oscura. Pero también en Le nozze di Figaro hay “luchas a muerte” —la dialéctica amo-siervo, en que sobre todo se enredan los hombres— así como en el Cosí fan tutte.
EL DOMINIO DE LA MUJER (O EL ENGAÑADOR ENGAÑADO)
La desafortunada expresión que titula la ópera que cierra la trilogía aparecía ya en Le nozze di Figaro aplicada tendenciosamente a Susanna, por parte del estrafalario Don Basilio, y con la explicitación del género (“Cosí fan tutte le belle…”) que en italiano, de hecho, la “-e” final ya da a entender. El universal condicionamiento del deseo, que el políptico mozartiano exhibe, podría haber dado pie a una expresión del estilo è cosí che fanno tutti. Pues, incluso si son ellas las que engañan, cabe preguntarse en qué medida engañar a los engañadores implica o no “engaño”. Una situación comparable acontece en Figaro, cuando el Conde cae en la trampa que le tienden la mujer traicionada (la Condesa) y aquella otra deseada pero no-correspondida (Susanna) al intercambiar vestimentas y roles en medio de la noche, al final de esa trepidante jornada. Como también los invierten Don Giovanni y Leporello para seducir a una joven y de paso engañar a la siempre digna Elvira, que ya había soportado la risotada indecente del sirviente en el aria del catálogo (¡las flautas!), y que hasta en el ultimísimo momento intenta sacar a su amado del camino de la perdición.
Incluso si son ellas las que engañan, cabe preguntarse en qué medida engañar a los engañadores implica o no “engaño”
En ocasión de la presentación de las funciones del Liceu, Ivan Alexandre recordó cómo, generalmente, las mujeres mantienen en la ópera mozartiana un estatus moral superior al de los hombres, que se dejan llevar por el deseo —como ellas, eventualmente— pero también por los celos, la venganza y la agresividad. Minkowski, por su lado, llegó a hablar del “feminismo” de Mozart —algo que desde hace tiempo y con otros términos algunos especialistas expresaron— y a calificar sus óperas como “un tributo a lo que han de soportar las mujeres”. La fortaleza y compasión que demuestran no se encuentra, ciertamente, en los varones. Está presente ya en la Konstanze de El rapto en el serrallo, en su virtuosa aria “Marten aller Arten”, como también en la pétrea resistencia que Fiordiligi escenifica en “Come scoglio…”. Antes, por supuesto, son admirables los personajes de Elvira, Susanna o la Condesa; quien, incluso en el momento de mostrarse frágil, en una aria tan emotiva como “Dove sono i biei momenti…”, se recompone para culminarla con un ardor inspirado, de acuerdo con una estructura piano-forte que reaparece en otros lugares.
A través del canto demuestra Mozart que la heroína se sabe dueña de lo que Kant, en esas fechas, había considerado como más valioso: una integridad moral ajena a toda pretensión de control de lo externo, que habla de la autonomía de la propia —y en verdad inalienable— voluntad, en la medida que se sobrepone a la injerencia de los obstáculos de la humana naturaleza. El elenco masculino, en cambio, cae víctima de los afectos de forma recurrente. Incluso Figaro, tan astuto y aparentemente sensible —lo es, en comparación con otros— manifiesta su irracionalidad en el aria “Aprite un po’ quegli’ occhi”. Creyéndose engañado, se siente legitimado para emitir agresivamente la descalificación del género femenino, como para hacer un favor al resto de hombres, Y es que, en realidad, está siendo engañado: se engaña a sí mismo acerca del engaño de Susana, por no poder garantizar con toda seguridad su posesión; por no soportar la idea de que ella, como ninguna/o, es realmente poseíble.
En Cosí fan tutte, la última colaboración con Mozart, Da Ponte traza con un equilibrio impecable las relaciones entre personajes. No solo se ven animados los protagonistas masculinos a crear un alter ego exótico, que ha de seducir a la amada del contrario, sino que, para que el engaño funcione, Don Alfonso cuenta con la colaboración de Despina, uno de esos personajes con que Mozart —como ya había hecho por medio de Fígaro— emite una reivindicación de los derechos de las clases sirvientes, y también de género. Señalará Despina que una mujer es libre para gozar en cualquier momento y con quien desee, exactamente igual que los hombres —que califica de “raza indiscreta”-, lo cual ratifica el correctivo al tendencioso título. Que Mozart, víctima él mismo de la discriminación clasista, está de su parte es algo que queda claro desde su primera intervención, cuando Despina lleva el chocolate caliente a las señoras y, sin que la vean, se atreve a probarlo, para exclamarse —embargada por el deleite inaccesible a su condición: “¿es que mi boca no es acaso como la vuestra?”.
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Pero, volviendo a la cuestión del eros —el tema que entrelaza tramas y vincula especularmente a los personajes de las tres óperas que podrán disfrutarse en el Liceu— cabe decir que el Cosí fan tutte resulta tan divertido como inquietante (¿se puede amar a alguien que no sea “un personaje”?), y tan rico en estereotipos como despiadadamente crítico. La falsamente inocente farsa que urden los hombres para poner a prueba a sus mujeres —que los engañarán, justamente, siendo ellas engañadas— inflige una herida tanto más profunda a la varonil necesidad de certidumbre, abriéndoles los ojos —como quería Fígaro— y posicionándoles frente a la verdad universal e incontrolable del afecto amoroso: que por su naturaleza es volátil y puede tomar derroteros improvistos, tanto más cuanto uno/a se cree ajeno/a su realidad fluctuante, y gustosamente se engaña.
El subtítulo de la obra —“la escuela de los amantes”— es más elocuente que el titulo principal, en la medida que no distingue de géneros, anunciando la representación de una paideia erótica que culmina el periplo iniciado en las óperas anteriores, como singladuras distintas que conforman el mismo —y siempre distinto— viaje. No hay final totalmente feliz, ni retorno a la ingenuidad amorosa, pero sí la posibilidad de una superación a través de la acción transformadora del perdón, cuando se demuestra genuino. El reconocimiento doloroso del extravío deviene punto de inflexión para el reencuentro con uno mismo, en una forma de vida más libre.