Volver a escuchar el sinfonismo grandilocuente y desconcertante de Robert Schumann, reencontrarse y vibrar con partituras que alternan pasajes minimalistas y atemporales con otros redundantes e inflamados por un pathos declaradamente romántico, todo ello pudo vivirse en forma de experiencia memorable gracias al buen hacer de la Mahler Chamber Orquesta y a su director Daniele Gatti, los días 12 y 13 de abril, en un Palau de la Música Catalana considerablemente poblado, dentro de las medidas sanitarias. Aunque cabía esperar una especial predisposición en el público —tanto tiempo después de la última visita de una orquesta internacional— para dejarse llevar y sucumbir ante el embrujo musical de Schumann, la realidad de la interpretación musical superó las expectativas más optimistas. Como una profecía autocumplida, la excepcionalidad del controvertido compositor alemán se manifestó, expansiva y matizada, ocupando con una agitación cautivadora el espacio sonoro de la sala de conciertos modernista.
Es la Mahler Chamber Orchestra un conjunto de solistas, compuesto de músicos que también son amigos y que concilian su respectiva actividad con ese proyecto, internacionalmente aplaudido desde hace décadas. El maestro Claudio Abbado, su principal promotor, ayudó a que la orquesta encontrara un espacio natural en el duro mercado de la interpretación clásica, una tarea continuada en gran medida por Daniel Harding o el propio Daniele Gatti. La fórmula: reunir músicos de primerísimo nivel, con un grado de compromiso máximo y al mismo tiempo la máxima libertad de movimientos, sin estar obligados a permanecer en una misma ciudad durante largas temporadas y con una autogestión transparente y democrática. Logrando, por tanto, que la excelencia musical refulja gracias a una motivación difícil de encontrar en muchos otros casos. Curiosamente, el carácter plural y la adaptabilidad de este conjunto de especialistas, provenientes de diferentes países europeos0—muchos de ellos españoles— son los factores que han posibilitado la no-cancelación de un evento de grandes magnitudes, en un contexto en que acostumbran a ser los primeros en caer.
Si, tras este año de incertidumbres, lo que se buscaba era propiciar una catarsis y devolver el protagonismo a la vida anímica, más o menos rica pero siempre fluctuante —visibilizar sensiblemente sentimientos, intuiciones, temores, deseos, angustias, aflicciones, expectativas, resquemores, ilusiones, frustraciones, fantasías, decepciones o alegrías— la programación de la obra sinfónica de Robert Schumann no puede sino considerarse absolutamente oportuna. Generosa en vacilaciones y ex abruptos, en arrebatos geniales y caídas de tensión, en redundancias y giros de tremenda originalidad, parece narrar el anhelo de salud espiritual a través del arte. Como en la obra de su coetáneo —si bien algo mayor en edad— Friedrich Hölderlin, toma forma y se traslada la conciencia de escisión, de desarraigo. Y, a modo de compensación, la voluntad de retornar al estadio de imperturbabilidad que ejemplarmente representan las divinidades griegas y que se esboza con una pasión fatídica, reveladora de su misma imposibilidad.
Como si junto a la melodía hermosa Schumann necesitara evocar la posibilidad real de un resquebrajamiento —para sobreponerse a ello— quién sabe inspirado por el célebre dictum de Hölderlin: “Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”
Quizá porque la primavera no acaba de arraigar, y porque la fructificación ya es ansiosa —una necesidad demorada sine die, después de un intermitentemente largo invierno— los animosos embates de la primera de las sinfonías de Schumann, Primavera, op. 38, habilitaron una reminiscencia hiriente; como aludiendo a un momento de gloria ya acontecida, al pasado mítico que esperamos repetir, sin poder desprendernos completamente de la nostalgia. El “dolor por la lejanía de lo cercano”, junto a la imposible aprehensión de una belleza eterna, que Schiller recordó en su poema fúnebre Nänie (Auch das Schöne muß sterben!), se desprenden en la creación schumanniana con una virulencia que anticipa la dialéctica sin tregua del sinfonismo de Gustav Mahler, y a la que difícilmente puede uno serle indiferente. Sentado muy cerca de mí, a cuatro pasos del escenario, un individuo lloraba en silencio, ensordecido por la contundencia celebrativa del primer movimiento, Andante un poco maestoso. Con la mirada hundida y algunos dedos de la mano izquierda en su frente, parecía aguantar con pesadumbre triunfal el reconocimiento de una hibernación excesivamente dilatada.
No hubo bravos ni aplausos entre movimientos —probablemente merecidos— ni tampoco tosidos, afortunadamente. Sí un mutismo reverencial, de puro reconocimiento o de perplejidad. O de los dos. Fue la Primera sinfonía la más emotiva por lo que supuso en términos de retorno de una gran orquesta al Palau. Desde la integral sinfónica de Beethoven ofrecida en febrero de 2020 por John Eliot Gardiner no había sonado música orquestal con ese rigor y clarividencia, con ese preciosismo y ese nervio. En las acometidas de los intérpretes y de los subgrupos dentro de la propia orquesta se pudieron escuchar diálogos realmente fascinantes: preguntas que se inmiscuyen sin posibilidad de respuesta, y respuestas que tornan visibles las preguntas omitidas por pudor o prudencia. El atrevimiento de Schumann, obsesionado en verbalizar lo inefable con una expresividad por momentos —decíamos arriba— desconcertante se hizo evidente a ambos lados del escenario. El brillo en los ojos de los músicos de la Mahler Chamber Orchestra delataba una emoción similar a la de muchos espectadores. En los momentos de receso miraban los detalles del Palau, como hechizados, y en el fragor de la batalla atendían lo justo a la partitura, fijándose más bien en las indicaciones del director y disfrutando de la interacción con sus compañeros.
A la Primavera le siguió otra obra de tono programático, la sinfonía denominada Renana, en que se intuyen paisajes de ensueño, intercalados por supuesto con la característica iconoclastia schumanniana. La fantasía musical, desbocada como en tantas otras obras, contó aquí con la interpretación cómplice de la orquesta, nuevamente, con prestaciones sonoras de una espectacularidad —la de los metales— pocas veces presenciada. La cuerda imprimió una gran agilidad de tempi y un liderazgo que a su vez habilitó la efectividad evocadora de las maderas, contribuyendo en las recreaciones tópicamente románticas de un espíritu o geist que revela —de forma no menos tópica— el reverso siniestro del Romanticismo. Pues como en la pintura de un Friedrich o de un Füssli, o en la literatura de un Hoffmann o de Maupassant, también en Schumann lo espiritual y lo espectral —salvación y melancolía— se interpelan impenitentemente. Las sinfonías segunda y cuarta, interpretadas al día siguiente confirmarían incluso más intensamente la tensión que recorre de principio a fin sus obras orquestales. Como si junto a la melodía hermosa Schumann necesitara evocar la posibilidad real de un resquebrajamiento —para sobreponerse a ello— quién sabe inspirado por el célebre dictum de Hölderlin: “Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”.
La fantasía musical, desbocada como en tantas otras obras, contó aquí con la interpretación cómplice de la orquesta
El resultado de ese enfrentamiento agonístico es difícil de determinar. Pero lo que queda descartado, sin lugar para la duda, es la indiferencia. El Schumann sinfónico irrita y sacude, agota la paciencia del oyente o lo transporta. Como buena parte del arte romántico, se sacrifica en la representación vehemente de lo irrepresentable, con una pasión que no disimula los momentos de completa desazón. Con todo, en el Palau de la Música esa búsqueda de la autenticidad musical obtuvo un reconocimiento masivo, hasta el punto de que llegó al corazón de los propios músicos. No ofrecieron un bis, una propina musical, pues hubiera parecido prácticamente un contrasentido, después de entregarse por completo. La emoción implícita en las palabras de Gatti, al final, dio a entender el real alcance de la música: “La Mahler Chamber Orchestra es un conjunto especial, formado por músicos de diferentes países europeos. Durante más de seis meses, no hemos podido interpretar en vivo. Es la primera vez que tocamos y, creo que represento el sentimiento de todos los miembros de la orquesta, estamos muy agradecidos a este país. Parece que hay otros que están en disposición de seguir su ejemplo. La orquesta quiere decirles, también, gracias”. Tras lo cual, los músicos dirigieron una emocionada e inequívocamente sincera ovación al público.
Experiencias como la vivida en el Palau de la Música en este contexto tan complejo demuestran cómo el arte facilita el reconocimiento de la vida anímica, el afloramiento de aquello que todavía late —casi imperceptible— bajo la carcasa de la cotidianidad y de un cierto pragmatismo cínico. No sólo hay que salvaguardar el acceso a la cultura porque haya profesiones en juego, o una venerable tradición que conservar, o por representar una ocasión para la “desconexión”. Muy al contrario. La toma de conciencia que fomenta la experiencia estética empuja al reconocimiento de los propios límites y prejuicios, y posibilita su superación. Asistir a las tragedias en Atenas era poco menos que una obligación cívica, precisamente porque a través de la catarsis el individuo se sentía más conectado consigo mismo y mejor integrado socialmente. Más consciente y responsable de su sentir, embargado por el sentido de pertenencia a una realidad trascendente.